Anticipo de “La alteración de los mundos: Versiones de Philip K. Dick”, de David Lapoujade

El filósofo francés analiza la obra completa de Dick y subraya nociones que permitan pensar el presente y nuestro devenir. En este fragmento se detiene en la cuestión de la ciencia ficción

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"La alteración de los mundos: Versiones de Philip K. Dick" (Cactus), David Lapoujade
"La alteración de los mundos: Versiones de Philip K. Dick" (Cactus), David Lapoujade

INTRODUCCIÓN: EL DELIRIO

No me esperaba eso de ti. No realmente.

Hablas como un estudiante universitario. Solipsismo.

Escepticismo. El obispo Berkeley y todo ese cuento sobre

las realidades últimas

Philip K. Dick

La ciencia ficción [de ahora en más, CF] piensa por mundos. Crear mundos nuevos, con leyes físicas, condiciones de vida, formas vivientes, organizaciones políticas diferentes, crear mundos paralelos e inventar pasajes entre ellos, multiplicar los mundos, esa es la actividad esencial de la CF. Guerra de los mundos, mejor o peor de los mundos, fines del mundo, son los términos recurrentes. En ocasiones, esos mundos pertenecen a galaxias lejanas, en otras son mundos paralelos a los cuales se accede a través de puertas secretas o brechas en nuestro mundo, a veces se forman tras la destrucción del mundo humano. La condición es que esos mundos sean otros, o bien, cuando se trata de nuestro mundo, que se haya vuelto suficientemente irreconocible como para devenir otro. De modo que, de la CF, se puede decir también que pasa su tiempo destruyendo mundos. Son incontables las guerras totales, cataclismos, invasiones extraterrestres, virus mortales, apocalipsis, todos los fines del mundo de la CF. Las posibilidades son múltiples, pero en todos los casos se trata de pensar en términos de mundos.

La contrapartida es que a la CF le cuesta crear personajes singulares como los que produce la literatura clásica. No encontramos allí ni a Aquiles, ni a Lancelot, ni a la señora Dalloway. Los personajes de CF suelen ser individuos cualesquiera, estereotipos o prototipos débilmente individualizados ya que están ahí especialmente para mostrar cómo un mundo funciona o se estropea. Ellos solo tienen valor de muestra. En última instancia, cualquier personaje sirve con tal de que permita comprender a qué leyes obedece el mundo al que se enfrenta. Los personajes nunca son tan importantes como los mundos en los cuales viven. Dada las condiciones de tal o cual mundo, ¿cómo se adaptan los personajes a él? Dado un grupo de personajes, ¿a qué mundos extraños se enfrentan? Estas son las dos preguntas principales que animan los relatos de CF. De una manera u otra, los personajes son siempre segundos respecto del mundo en el cual se sumergen o del cual intentan escapar.

Se objetará que el verdadero rasgo distintivo de la CF es el recurso a la “ciencia”, razón por la cual se habla justamente de ciencia-ficción. Pero allí también, ciencia –y tecnología– son solo medios (vueltos inherentes al género) para propulsarnos hacia mundos lejanos o para introducirnos en un mundo futuro, tecnológicamente más avanzado. Quizás el recurso a la “ciencia” es lo que singulariza a la CF, pero no es sin embargo lo que la define. Para hablar como Aristóteles, diremos que ciencia y tecnología son propios de la CF, pero no la definen. Por importantes que sean para el género, permanecen subordinadas a la invención, a la composición de mundos otros.

Esto explica de igual modo por qué la CF toma prestado a formas de pensamiento que, también ellas, conciben o imaginan otros mundos, como lo hacen la metafísica, la mitología o la religión. ¿No hay en el fondo de todo autor de CF, antes que un sueño de ciencia, un sueño de mitología, metafísica o religión que se expresa a través de la creación de esos otros mundos? Es justamente porque conciben mundos nuevos que se ha podido ver a Cyrano de Bergerac, Fontenelle o Leibniz como precursores de la CF. Sin dudas, en filosofía, es Leibniz quien llegó más lejos en esta vía ya que en él todo está pensado en términos de mundos, y el mundo real nunca es otra cosa que un mundo entre una infinidad de otros mundos posibles.

Asimismo, la manera en la que hoy se invoca continuamente a la CF a propósito de los progresos tecnológicos, las devastaciones de la Tierra, las visiones utópicas o distópicas, da prueba de un pensamiento por mundos, de los “efectos de mundo” provocados por los flujos de información. Se diría que, de ahora en más, cada información tiene por horizonte la viabilidad, la supervivencia, el acondicionamiento, la destrucción de nuestro mundo y, en el interior de este, las relaciones entre los diversos mundos humanos, animales, vegetales, minerales, en cuanto que componen o descomponen la unidad y la variedad de este mundo. Las noticias ya no refieren a partes aisladas del mundo sin involucrar el estado del mundo en general y sus límites insuperables. Ya no es cada acontecimiento el que está conectado por uno o mil hilos al destino del mundo, sino que es el destino del mundo el que está suspendido al hilo de cada información.

Por eso la noticia tiende a desaparecer para volverse alerta; el informador se convierte en transmisor, vector de alerta en un sistema de alerta permanente y generalizado relativo al estado político, económico, social, ecológico del mundo, tomado en su globalidad; noticias siempre más alarmantes, siempre más aterradoras, apoyadas en cifras, sobre la destrucción del mundo actual. ¿No es inevitable, siendo que la viabilidad de este mundo –y de los múltiples mundos que lo componen y le dan su consistencia– está amenazada desde todas partes? Ya no somos informados sobre una parte del mundo, sino alertados permanentemente sobre el estado general del mundo. El efecto es aplastante. Todos los escenarios, todas las simulaciones e hipótesis que surgen, catastrofistas o no, obligan a pensar en términos de mundo, a “mundializar” el mínimo dato. Y es por eso, independientemente incluso de los relatos de ficción, que se efectúa la confluencia entre el mundo actual y la CF, como si las noticias sobre el estado presente del mundo ya solo fueran una sucesión de relatos anticipatorios sobre su estado futuro.

Sin dudas, cada autor tiene su manera propia de crear mundos, pero si hay un autor que era consciente de esta necesidad, es Philip K. Dick. “Mi trabajo es crear, uno tras otro, los mundos que están en la base de las novelas. Y debo construirlas de tal modo que no colapsen al cabo de dos días. Al menos, es lo que esperan mis editores”. Y añade enseguida: “Pero voy a revelarles un secreto: amo crear mundos que se caigan realmente a pedazos al cabo de dos días. Me gusta ver cómo se desintegran y me gusta lo que hacen los personajes de la novela cuando se ven enfrentados a ese problema. Tengo una secreta predilección por el caos. Debería haber más”. Dick responde bien al imperativo CF de crear mundos, pero sus mundos tienen de hecho la particularidad de desmoronarse muy rápido, como si no tuvieran cimientos suficientes para mantenerse en pie por sí mismos o como si carecieran de realidad.

Sus mundos son inestables, susceptibles de ser alterados, invertidos en favor de un acontecimiento que lo perfora y que disipa su realidad. Por ejemplo, es lo que descubre un empleado que parte a su trabajo más temprano que de costumbre y de repente ve que el mundo que lo rodea se pulveriza. “Un pedazo del edificio se desprendió y se esparció un torrente de partículas. Como si fuera arena”. En el lugar, descubre que un equipo técnico, alertado por un problema local de desincronización, suspendió la realidad de una parte del mundo con el fin de proceder a un ajuste. O bien, en el relato breve “Pieza de colección”, un empleado de archivos, admirando una reconstrucción minuciosa del siglo xx, resulta proyectado dentro del decorado al punto que acaba por preguntarse si, después de todo, el mundo actual (estamos en el siglo xxii) no es también una reconstrucción. “¡Por Dios, doctor! … ¿se da cuenta de que el mundo entero tal vez solo sea una exposición?, ¿que usted mismo y todos los individuos que lo pueblan tal vez no sean reales, sino simples réplicas?” (N1, 1169).

David Lapoujade
David Lapoujade

O incluso la novela Tiempo desarticulado, cuyo personaje principal, tranquilo habitante de una pequeña ciudad, ve sufrir extrañas alteraciones en el mundo que lo rodea. Un bar desaparece bajo su mirada en finas moléculas para dejar en su lugar una etiqueta sobre la cual está escrita justamente la palabra “bar”. Como el fenómeno se repite, decide dirigir una investigación sobre la realidad de ese mundo. ¿Qué sentido dar a esas etiquetas que parecen indicaciones de decorado? ¿Se lo intenta engañar? ¿Se ha vuelto loco, o bien está en el centro de una vasta empresa de manipulación? Para saberlo, intenta huir de la ciudad, pero “se” lo quieren impedir. ¿Por qué razón? “Se la verán difícil para construir un mundo ficticio en torno a mí, para dejarme tranquilo. Edificios, autos, una ciudad entera. Todo parece verdadero, pero es enteramente artificial” (R1, 1094). ¿Se confirmaría acaso la hipótesis del archivista del relato corto? ¿No es el pueblo entero una maqueta de exposición a escala humana?

Es un problema recurrente de los mundos de Dick. Ignoramos hasta qué punto sus mundos son reales o no, si no se revelarán tan ilusorios como un parque de diversiones à la Disneyland. Se diría que la ambición de Dick no es construir mundos, sino mostrar que todos los mundos, incluido el mundo “real”, son mundos artificiales, en ocasiones simple artefacto, o bien alucinación colectiva, o manipulación política, o delirio psicótico. Esto confluye con las numerosas declaraciones donde Dick afirma que todos sus libros gravitan en torno a un único y mismo problema: ¿qué es la realidad? ¿Qué es real? Muchos comentaristas retomaron esta pregunta e hicieron de ella el hilo directriz de su obra y le dieron una dimensión ontológica o metafísica. Pero eso no explica lo que vuelve a esos mundos tan frágiles y cambiantes. ¿Cómo es que sus mundos se desploman tan rápido?

Sucede que detrás de este problema general se aloja un problema más profundo, el del delirio. Para Dick, delirar es crear, segregar un mundo, pero también tener la íntima convicción de que se trata del único mundo real. Ningún autor de CF presenta tantos personajes delirantes, continuamente amenazados o alcanzados por la locura. Su universo está poblado de psicóticos, esquizoides, paranoicos, neuróticos, etc., pero también de especialistas de la salud mental, psiquiatras, psicoanalistas, curanderos paranormales. Y todos encuentran en un momento u otro la pregunta del delirio: doctor, ¿estoy delirando o es el mundo el que está enloqueciendo? De hecho, el archivista del siglo xxii decide consultar a un psiquiatra: “Una de dos: o este mundo es una reconstrucción del nivel R, o yo soy un hombre del siglo xx en plena fuga psicótica de la realidad” (N1, 1171). Esto no solo vale para los locos, sino también para los consumidores de drogas o medicamentos, para aquellos cuya memoria fue adulterada, aquellos cuyo cerebro es controlado por entidades extraterrestres o por un virus. Con las guerras nucleares, la naturaleza irradiada se pone ella también a delirar; hace delirar a los cuerpos, como lo prueban las mutaciones aberrantes de las especies sobrevivientes, así los “simbiotas” de Dr. Bloodmoney, “varias personas fundidas juntas en su anatomía y compartiendo sus órganos”, un páncreas para seis (R2, 874-875). Nada escapa a la potencia del delirio.

Si queremos mantener la definición tradicional de la CF como exploración de las posibilidades futuras, entonces esos posibles deben ser necesariamente delirantes. “El autor de ciencia-ficción no solamente percibe posibilidades, sino posibilidades delirantes. Nunca se pregunta solamente: ‘Veamos, ¿qué pasaría si…?’, sino ‘¡Mi Dios!, y si alguna vez…’”. Mediante esta simple descripción, Dick entrega uno de los aspectos más profundos de su obra. Ya que no se trata, para él, de dar prueba de imaginación, inventar nuevos mundos, con nuevas leyes físicas, medios biológicos insólitos, funcionamientos políticos utópicos. Seguramente, esos aspectos están presentes en Dick, pero no son esenciales. Si las posibilidades son “delirantes” es porque remiten a una locura subyacente, a un peligro real que corre el riesgo en todo momento de hacernos volcar en la locura. Entonces, no se trata tanto de liberarse del mundo real para imaginar nuevos mundos posibles, sino más bien de descender en las profundidades de lo real para adivinar qué nuevos delirios ya están actuando allí. Comparado con autores clásicos, Dick está mucho más cerca de Cervantes y los delirios de Don Quijote o del Maupassant de El Horla, que de los Viajes a la luna de Cyrano de Bergerac o las novelas de Jules Verne. Las potencias del delirio son de una naturaleza mucho más inquietante que las posibilidades de la imaginación, ya que hacen vacilar la noción misma de realidad.

Ciertamente, la rareza de los mundos de la CF generalmente tiende a extraviar a los personajes, a enfrentarlos con situaciones irracionales, destinadas a hacerles perder la razón. La CF necesita de dicha irracionalidad como uno de sus componentes esenciales, aun si al final todo se explica o si el héroe recobra la razón. Pero en Dick, la locura se desliza por todas partes, alcanza a todo el mundo, producida tanto por extraterrestres y drogas como por el orden social, la conyugalidad o las autoridades políticas. Incluso los objetos corrientes desvarían y ya no se comportan como deberían. Una máquina de café ya no ofrece cafés, sino vasitos de jabón. Una puerta rechaza abrirse y declara: “Los senderos de la gloria solo conducen a la tumba”. Las computadoras se vuelven paranoicas o son percibidas como psicóticas. “Ese montón de chatarra desvaría completamente, habíamos atinado. Felizmente intervinimos a tiempo. Es psicótica. Elabora un delirio cósmico esquizofrénico a partir de arquetipos que considera como reales. ¡Se toma por el instrumento de Dios!”. Creemos concederle mucho a Dick cuando lo hacemos el autor de una interrogación ontológica o metafísica (“¿qué es la realidad?”), pero, para él, la pregunta es ante todo de orden clínico. Las dimensiones ontológica y metafísica no son simples juegos de la imaginación, sino que remiten a preguntas relativas a la salud mental, a los peligros de la locura.

Se comprende que se haya vuelto autor de CF, él, que también escribió novelas clásicas, “realistas” (donde, de hecho, también se encuentran personajes delirantes). Tal vez el realismo de la novela clásica privara justamente al delirio de su fuerza. Si aceptamos la suposición según la cual solo existe un mundo llamado “real”, entonces los delirios son necesariamente tratados como realidades segundas, relativas, patológicas, resumiendo “subjetivas”. Si nos atenemos, en cambio, a la definición clásica de la CF como exploración de los mundos posibles, ya no estamos obligados a conceder la mínima primacía al mundo “real”, aun si, en efecto, la mayoría de los autores de CF preservan un realismo propio a su mundo. La ventaja de la CF para Dick es que el mundo real es solamente un mundo entre otros, y no siempre el más “real”.

¿En qué consiste la fuerza del delirio? Desde luego, se puede concebir al delirante como separado de la realidad común, encerrado en “su” mundo, con sus alucinaciones, sus juicios erróneos y sus creencias extravagantes. El criterio no es la idea delirante tomada en sí misma –¿qué idea no lo es?–, sino la fuerza de convicción que acompaña a esas ideas y alucinaciones. Ninguna evidencia, ninguna desmentida, ninguna demostración consiguen hacer mella en dicha convicción. Concebido así, el delirio se define como una creación de mundo, pero de un mundo privado, “subjetivo”, solipsista, al cual nada corresponde en el mundo “real”, más allá de los elementos que “hacen signo” en dirección al delirio. El sujeto delirante se aloja en el corazón de un mundo privado cuyo centro ocupa soberanamente.

El psicólogo Louis A. Sass se sorprende entonces de la siguiente paradoja: ¿cómo sucede que sujetos delirantes admitan la realidad de ciertos aspectos del mundo exterior aun cuando entran en contradicción con su delirio? “Incluso los esquizofrénicos más perturbados pueden conservar, aun en la cúspide de sus episodios psicóticos, una percepción bastante afinada de lo que es, de acuerdo al sentido común, su situación objetiva y verdadera. (…) Parecen vivir en dos mundos paralelos pero separados: la realidad compartida, y el espacio de sus alucinaciones y delirios”. ¿Cómo logran hacer coexistir esos dos mundos? Remite a otra característica del delirio: el sujeto delirante tiene al mundo “objetivo”, real o común por falso. A menudo se insiste sobre el hecho de que el delirio evoluciona en un mundo irreal, extravagante, que está cortado de toda realidad exterior; pero se olvida la contrapartida, es decir, que cuando entra en contacto con el mundo exterior –que en ocasiones él hace con la mejor voluntad del mundo– estima enfrentarse con un mundo falso, artificial o ilusorio. He aquí cómo se resolvería la paradoja: el delirante acepta interactuar con el mundo “real”, pero porque no cree en su realidad. No se somete a la realidad de ese mundo, se presta al juego.

Philip K. Dick
Philip K. Dick

¿No hay que ver ahí más que una paradoja, una lucha, la perpetuación de una lucha ya antigua entre el loco y el psiquiatra? Al delirante, el psiquiatra le responde sin cesar: usted no está en lo real, sus delirios son completamente ilusorios. Al psiquiatra, el delirante responde entonces: usted no está en lo verdadero, su realidad es completamente falsa. El primero plantea el problema en términos de realidad, el segundo en términos de verdad. El argumento del psiquiatra consiste en decir: no hay nada en vuestro mundo que pueda tenerse por real. El argumento del loco consiste en decir: no hay nada en vuestro mundo que no se pueda tener por falso. Uno hace valer la autoridad del principio de realidad mediante sus coacciones, el otro hace jugar las potencias de lo falso en sus delirios.

En ciertos aspectos, es una forma cercana a la lucha que describe Foucault en sus cursos sobre El poder psiquiátrico. Lo que quiere el psiquiatra es ante todo imponer al loco una forma de realidad por todos los medios de los que dispone en el seno del asilo, al punto de que “la disciplina asilar es a la vez la forma y la fuerza de la realidad”. Pero el loco no deja de reconducirlo hacia la cuestión de la verdad a través de la manera en que simula su propia locura, “la manera en que un verdadero síntoma es una manera de mentir, la manera en que un falso síntoma es una manera de estar realmente enfermo”, pero también a través de la manera en que recusa la “verdad” que se atribuye al mundo real. Voluntad contra voluntad: la convicción inextirpable del delirante contra la certeza inquebrantable del psiquiatra.

Ciertamente, Dick no estaba loco, pero se sentía personalmente amenazado por la locura al punto de que varias veces pidió su internación. Además de los períodos de depresión, atravesó violentos episodios psicóticos acompañados de períodos de delirio, prueba de ello es la redacción afiebrada de la Exégesis. A partir de los años setenta, Dick se ve de hecho confrontado a episodios delirantes y alucinaciones de tipo religioso. Atraviesa una sucesión de experiencias semejante en todos los puntos a las que hace sufrir a sus personajes: la realidad de su mundo se disipa y deja aparecer otro mundo… En lugar de estar en California en 1974, tiene la “certeza absoluta de encontrar[se] en Roma algún tiempo después del advenimiento de Cristo, en el tiempo del Símbolo del Pez (…). Con los bautismos clandestinos y todo eso” (E, I, 83-84). California ya no tiene nada de real; se ha vuelto un decorado, tal vez incluso un holograma del Imperio romano. ¿Será que no hacemos otra cosa que delirar la realidad, sometidos a apariencias engañosas que nos enmascaran la realidad auténtica, como lo pensaban los gnósticos? ¿Será que tenemos falsos recuerdos que se disiparán cuando llegue la resurrección de los tiempos antiguos, la era de los primeros cristianos? ¿No son los Estados Unidos de hoy una reanudación, una perpetuación del Imperio romano de ayer? ¿Será la caída de Nixon, precisamente, una manifestación del Espíritu Santo? Extraña escatología que hace volver hacia el presente un pasado inmemorial, a partir de una anamnesia siempre más profunda y delirante –como aquella que la filosofía supo proponer en ocasiones con los griegos–. Uno no se libera fácilmente del pensamiento de la resurrección.

Dick está convencido de estar batallando con potencias trascendentes –extraterrestres o divinas– que poseen el poder de trucar lo real, falsear las apariencias y actuar directamente sobre los cerebros. Es el genio maligno de Descartes vuelto personaje de CF, la lucha del hombre de buen sentido contra el amo de las ilusiones. No sorprende cuando vemos que el personaje principal de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? se llama justamente Rick Deckard y vive en un mundo poblado de animales-máquinas.

Tal vez hacía falta que Dick se enfrentara a la religión, ya que fue una de las primeras en crear otros mundos, en poblarlos de criaturas extraterrestres (ángeles, serafines, demonios), en inventar modos de temporalidad inéditos, metamorfosis corporales (inmaculada concepción, transustanciación). “Si hubiera tenido que reeditar el Antiguo y el Nuevo Testamento, un editor de CF hubiera propuesto, de hecho, darle un nuevo título. El primero se habría titulado El amo del caos y el segundo, La cosa con tres almas”. Toda la cuestión es saber qué tipo de ficción prevalece finalmente en Dick. ¿Acaso la CF se pone al servicio de los delirios religiosos o bien Dick logra incorporarlos a la CF?

Esta es la situación; de un lado, una sucesión de episodios delirantes que lo protegen de un colapso psicótico, pero que perturban el “campo de la realidad”; del otro, la realidad, pero “falseada” por todos los delirios que la atraviesan, económicos, políticos, burocráticos, etc. Sus relatos son como los cuadros sucesivos del combate que dirige contra su propia locura. Es especialmente palpable tras la serie de experiencias religiosas que atraviesa en febrero-marzo de 1974, cuando en Radio Libre Albemuth y Valis, se pone en escena a través de dos personajes distintos: uno que acaba de atravesar justamente episodios psicóticos bajo la forma de experiencias religiosas delirantes; el otro, autor de CF, que se inquieta de la salud mental del primero. Volvemos a encontrar ahí el enfrentamiento entre el loco y el médico, aunque no siempre se sepa cuál es el papel sostenido por cada uno. Este mismo combate, entre posibilidades delirantes y realidad dominante, se encuentra por doquier en Dick.

El combate es tanto guerra de los mundos como guerra de los psiquismos. No hay psiquismo cuya coherencia no se vea perturbada por la intrusión de otro psiquismo. Ni mundo cuya realidad no sea alterada por las interferencias de otro mundo; pues la pluralidad de los mundos en Dick no remite a mundos paralelos, yuxtapuestos “como si fueran trajes colgados en un inmenso placard”; ellos no dejan de interferirse, tropezar unos con otros, cada mundo poniendo en discusión la realidad de los otros. La guerra de los mundos es al mismo tiempo una lucha contra la locura. Si existen varios mundos, inevitablemente se plantea la cuestión de saber cuál de entre ellos es real. Una vez más, la pregunta “¿qué es la realidad?” no es un interrogante abstracto, sino que da prueba de la presencia de una locura subyacente. Es ella la que se abre camino a través de esta guerra de los mundos; es ella la que agrieta a sus personajes, altera los objetos, enloquece las máquinas y destruye los mundos.

¿Quiere decir que Dick se pone del lado de la locura, que lucha en favor de las potencias del delirio contra todas las formas de realidad dominante? Sería la función de las “posibilidades delirantes”: discutir la validez de esta realidad, denunciar su falsedad, su arbitrariedad, su artificio. De hecho, hay muchos falsos mundos en las novelas de Dick. ¿O acaso se pone del lado del médico, cuando quiere mostrar hasta qué punto la realidad dominante se encierra también ella en múltiples delirios –burocráticos, económicos, políticos–, que pretenden ser la única realidad, excluyendo cualquier alternativa (tina)? Ciertamente ya no se trata de ser médico de asilo, pero siempre se trata de ocuparse de la salud mental –a menos que, como en Los clanes de la luna Alfana, la Tierra se haya convertido en un asilo de locos–.

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