Gabriel Chaile (Tucumán, 1985) es el único artista argentino convocado para participar de la muestra central de la 59 Bienal de Venecia –además de la participación de cada pabellón nacional, que, en el caso de Argentina, estará representado por Mónica Heller–, meca del arte contemporáneo que regresa tras un año de suspensión por pandemia, algo solo ocurrido entre guerras, donde presentará cinco esculturas monumentales de adobe.
“Acepto los desafíos, me llenan de energía y de miedos que disfruto superar, es como comer ají –dice y se ríe–. Siempre quise ser un gran artista, no solo por un deseo personal, muchas personas que quiero mucho me han ayudado con ese deseo”.
Desde Portugal, donde vive, el creador de las monumentales Luchonas de barro prepara las piezas que presentará en la Bienal que en esta edición se inspira en el surrealismo de la británica Leonora Carrington, una invitación a pensar sobre la mutación de los cuerpos y su relación con las tecnologías y la Tierra.
Chaile es un investigador. Su trabajo es antropológico, se nutre de imágenes ancestrales, se concentra en la búsqueda de sus raíces y se conecta con la cultura popular, con comunidades marginales y con élites globales, que son las que hoy compran ese trabajo. Cuando empezó a hacer los monumentales hornos de barro que hoy admira la crema de la crítica artística, su mamá le dijo hacés lo mismo que tu abuela pero gigante.
Su producción se estructura en lo que llamó “la ingeniería de la necesidad” (objetos creados para paliar situaciones límite) y “la genealogía de la forma” (desplegar el relato que traen esos objetos en su repetición histórica). Sus hornos de adobe son una síntesis de eso: hornos que también son pájaros, que también tienen forma humana, con los que interviene geografías de emergencia cocinando y ofreciendo el alimento a quien lo quiera.
Chaile decodificó esos conceptos y adoptó ese gesto político (alimentar) de la memoria de infancia. Su padre era albañil y en su casa podía faltar cualquier revoque pero el horno de barro donde su madre hacía el pan, la principal economía familiar, era la arquitectura que había que atender. La serie Aguas calientes, que vendió en pocas horas en la Art Basel 2019 también resume esas ideas con precisión: ollas populares intervenidas y una intervención de mate cocido calentado en un ladrillo con resistencia eléctrica.
Octavo hijo de familia obrera, descubrió su arte cuando la madre dejó que no fuera al jardín de infantes y se dedicó a estar solo y a dibujar todo el día. Nunca se le ocurrió cambiar dibujo por juguetes. Chaile iba a cumplir 10 años en Buenos Aires cuando viajó a Lisboa por una residencia, había llegado en 2009 para cursar en el Di Tella y en 2017 había arrancado ese ascenso hoy meteórico que, contra todo pronóstico de aislamiento, le significó un crecimiento exponencial en pandemia.
En 2020, el COVID hizo que permaneciera en Lisboa y empezó un movimiento que lo llevó a la galería Heni Artists Agency, de Londres, y a estrenar sede neoyorquina de la porteña galería Barro con su muestra Me hablan de oscuridad pero yo estoy encandilado. Participó de una exposición en Berlín con un gran instrumento a cuerda y cerró la residencia con la muestra Pies de barro. En 2021 llegó a la galería Serpentine y a la feria Frieze, en Londres, y en octubre participó de la Trienal del New Museum, de Nueva York.
Quien lo convocó a Venecia fue la curadora italiana Cecilia Alemani, responsable de la muestra central de la Bienal que el 23 de abril se desplegará en los Giardini y el Arsenale de los viejos astilleros navales de una fuerza que fue imperio. Habían trabajado juntos en Art Basel Cities. “En esta Bienal hay una fuerte mirada sobre espacios y formas que se consideraban periféricos –dice Chaile en diálogo para esta nota–. Creo que la pandemia nos hizo repensar, entre muchas otras cosas, las categorías de poder y que acá se revisa algo de eso: cómo piensan esos otros que no estaban cerca de esos espacios”.
Esta Bienal de Venecia lleva por título “La leche de los sueños”, nombre de un libro infantil que la británica Carrington escribió para sus hijos cuando vivía en México, y propone una reflexión sobre las definiciones de lo humano y su vínculo con la naturaleza y las tecnologías a través de las metamorfosis de los cuerpos.
Difícil no pensar en los hornos de Chaile y esa función popular que emprenden por el mundo, en su capacidad de modificar los cuerpos de quienes los conocen tomando su alimento, o en sus Luchonas de siete metros de alto, en el goce que siguen cuidando esas madres después de la transformación de sus cuerpos y de una demanda social muchas veces descorazonadora.
—¿Cómo se vinculan tus temas y narrativas con la consigna de la Bienal?
—Nunca pienso de qué manera se vincula mi trabajo a las exposiciones colectivas a las que me invitan, confío en la curaduría. Pero creo que lo que vos hacés hace sentido, cuando Cecilia cuenta los ejes de la Bienal siento que mi trabajo está presente porque puede coincidir con el desarrollo de esos puntos. Me interesa mucho la transformación como medio y, antes que eso, la potencialidad de algo digno de ser transformado por factores internos y externos. Me gustan esas metáforas antiguas y obvias cómo la mujer o el hombre pájaro, que no necesariamente tomo del surrealismo, istmo que estudio, sino de las culturas primitivas y su forma de narrar con imágenes.
—La Bienal organizó todas sus actividades sobre principios de sostenibilidad ambiental. ¿Hay un nexo entre lo que trabajás y la idea del planeta como única casa habitable?
—Es extraño lo que voy a contestar pero voy a ser sincero, no tengo preocupaciones ambientales aunque me criaron con un respeto grande a la naturaleza. Hace pocos años un artista de Catamarca me invitó a hacer una ofrenda a la Pacha Mama, jamás antes había hecho una ofrenda. Fue lindo e intenso, nunca antes había visto a la tierra como un ser, como si nosotros fuésemos garrapatas de la tierra. Lo que quiero decir es que no soy una persona comprometida ni militante en el tema, pero mi trabajo pareciera que sí, siempre me escriben personas relacionadas a la cerámica y al ambientalismo, no tengo respuestas desde mi opinión pero quizás mi obra sí. En este sentido me sorprendo de ideas que están por fuera de la ética de un artista y que no condicen quizás con su política como ciudadano común y corriente, es algo que me lo pregunto aún, pareciera ser que uno en el afán de concentración llega a ideas que son más intensas que la propia ética de un artista como ciudadano.
—“Los artistas pueden ayudarnos a imaginar nuevos modos de convivencia” dijo Alemani cuando anunció tu participación en Venecia. ¿Qué significa esta Bienal en un mundo que no ha terminado de salir de la pandemia?
—Cada vez que salgo pareciera que todo vuelve a la “normalidad” y eso es lo que más me asusta, me interesa la reinvención, cómo las personas hemos mudado nuestras prácticas en función de sostener la economía personal, qué nuevos modos de sociedad aparecieron y cómo los poderosos de siempre mantienen un espacio que jamás peligró. Bajó la guardia en todo aspecto y es momento de saber cuáles van a ser esas nuevas prácticas, si realmente podrán ser una evolución hacia una convivencia más interesante. Dependerá mucho de cuánto nos apretó psíquicamente y económicamente la pandemia. Somos bichos de costumbre y comodidad.
—Con la irrupción de nuevas tecnologías como los NFT, ¿la gran escena artística desea volver a lo unplugged y artesanal?
—Últimamente vengo pensando que todo es naturaleza, porque todo nace de ella, aunque un cuerpo puede generar elementos contaminantes. Por momentos me pregunto si volver a la naturaleza es volver a la tierra o a elementos derivados de ella. Está de moda todo eso, lo ves en las tiendas, en la ropa, pero no sé cómo comprender la moda: si es la decisión de unos cuantos capitalistas que ven que por ahí va a funcionar el nuevo gran negocio o si es el fruto de la conciencia de unos pocos que van alcanzando visibilidad con esas ideas que intentan mejorar la calidad de vida de los seres que habitan a tierra. Pienso en la película Nausica, la princesa del valle del viento.
—Tuviste un 2020 y 2021 atípicos para el resto del mundo. ¿Qué significa Venecia en tu plan de vuelo, hacia dónde seguir el viaje?
—Son las mismas preguntas que me pregunto y por momentos afectan fuerte a mi ánimo, me hacen pensar como cuando me hice monotributista y no quería eso porque no sabía cómo iba a pagarlo, mes a mes… yo no voy a poder, etc etc... es decir vida adulta. Hoy por hoy me pregunto lo mismo y siento que mi práctica está exigiendo tener más cintura y yo acepto los desafíos, me encantan, me llenan de energía y de miedos que disfruto superar, es como comer ají. Siempre quise ser un gran artista, no solo por deseo personal, muchas personas que quiero mucho me han ayudado en ese deseo, apoyándome, dándome ánimo. He leído historias de las grandes personalidades de la humanidad, me gustaba analizarlas. Hay mucha entrega en eso y a mí me gusta la convicción y el sentido del humor.
—En Portugal inventaste con amigos la galería NVS. ¿Esta es otra de las escalas posibles?
—NVS es como esas cosas de infancia: entre el circo, el laboratorio, la biblioteca y el programa de tele, una plataforma que se va adaptando a nuestras necesidades y deseos. Hicimos una expo hermosa de un día, del español Juan Perdiguero Trillo, en un sitio clandestino que él eligió, lleno de graffiti. Colocó sobre tablas unas pinturas que hizo después de un año de discusiones. Hicimos choripanes y cervezas y la gente vino, hasta la policía, que llegó para desalojarnos. Los invitamos a mirar porque solo iba a durar seis horas. No les pregunté qué les pareció.
Chaile y la educación sentimental indígena, artesana y peronista que signó su trabajo
El artista tucumano Gabriel Chaile repasó cómo su primerísima historia personal y la educación sentimental que signó su trabajo fue su abuela materna, “una mujer indígena, artesana y peronista”, su único anclaje con el arte, “una mujer que hacía lo que sabía y quería y eso le daba sustentabilidad y respeto en el pueblo” y la que le dio “sustento” a su “convicción de artista”.
La historia se remonta a Trancas, de donde son sus padres, “campesinos trabajadores de terratenientes sin acceso a tierras propias porque sus patrones los tienen dentro de sus propiedades –explica–, pero uno de mis abuelos logró tomar tierras y hacerlas suyas durante el peronismo histórico: la tierra es de quien la trabaja y eso permitió que, una vez fallecido el abuelo, mi familia buscara un lugar en la capital porque pensaba que ahí habría un mejor futuro”.
“Venían de mudanza en mudanza y habían vivido en Tafí Viejo, una ciudad pegada a la capital donde desaparecieron muchas personas durante la última dictadura. De chico escuchaba sus historias sobre militares pateando puertas y arrebatando vecinos, en esa tuvieron que enterrar las fotos de Perón y Evita. Y yo nací en San Miguel de Tucumán, con estos padres protestantes, muy estudiosos de la Biblia y enterándome de esas historias, en especial la de mi abuela materna Rosario Liendro, una mujer indígena, artesana y peronista, que fue mi único anclaje con el arte. Una mujer que hacía lo que sabía y quería y eso le daba sustentabilidad y respeto”.
“Te cuento esta historia anterior –aclara– porque es la que le dio sustento a mi convicción de artista, aunque mi vínculo con el arte siempre estuvo. Tengo recuerdos muy buenos de siempre estar dibujando, mi familia dice que jamás soltaba el cuaderno de dibujo. Además me gustaba armar cosas: inventamos un circo, una casa de árbol, un taller científico, una biblioteca, teníamos un programa de televisión con mi hermana y amigos del barrio, festejábamos los cumpleaños con cualquier cosa. Cada vez que moría un animal (teníamos muchos) me dejaban abrirlo para ver de qué había muerto y yo me hacía el que daba diagnóstico”.
También tenía una colección de recortes de diarios que contaban la historia del pasado de Tucumán, “pura aristocracia -dice Chaile-, me encantaba ir a un lugar lleno de basura cerca de casa y así fui armando mi biblioteca, todavía tengo algunos libros de ahí. Recuerdo que mi hermano compró un diccionario, estos de las enciclopedias, y yo lo leí. Me encantaba que tenía muchas imágenes y contaba cosas de diferentes lugares, cuando estaba aburrido leía el diccionario”.
En los veranos le gustaba hacer escultura, cuenta, “o tratar de restaurar alguna cosa que encontraba en la calle, me imaginaba que la iba a dejar increíble pero como no teníamos tantas herramientas muchas veces fallaba. Todo eso me vinculaba al arte, a la inventiva; me contaban que antes vivía otra familia en nuestro terreno y yo regaba todo el tiempo el fondo porque así se iba encontrando cosas enterradas. Y me imaginaba cómo habría sido la vida de esos otros”.
“Así nació mi pasión por la arqueología, mi profesora de arte le recomendó a mi madre que me mandara a la Escuela de Arte. Repetí primer grado y la única materia en que destacaba era dibujo. Después me adapté pero siempre seguí dibujando, amaba las ferias de ciencia porque ahí se mostraba lo que hacíamos en el año, me gané un premio con un dibujo hecho con clorofila, no tenía colores y me las ingenié. Soy el menor de ocho hermanos que me protegieron mucho y no dejaron que hiciera trabajos que ellos sí hacían, pero yo vi todas esas luchas”, concluye.
Fuente: Télam S. E.
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