La última y perturbadora obra de Ibsen es un espectáculo de infrecuente belleza

“Cuando nosotros los muertos despertamos”, ambientada para esta adaptación en los años 30 del siglo XX, potencia su efecto dramático con la puesta de Rubén Szuchmacher y la performance del elenco. Se presenta en el Teatro Cervantes hasta el domingo 3 de abril

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Para su primera puesta en escena en el Cervantes -llamativo es que no haya dirigido antes en este teatro-, Rubén Szuchmacher aceptó el gran desafío de hacerle frente a la última obra de Henrik Ibsen, Cuando nosotros los muertos despertamos. Obra que, de movida, no era un proyecto propio. Sí lo fue, en cambio, en 2003, Lo que pasó cuando Nora dejó a su marido o los pilares de las sociedades, pieza de choque de Elfriede Jelinek, suerte de sátira despiadada, negrísima continuación de Casa de muñecas que arroja a su candorosa, inexperta protagonista a la Alemania de los años 20 del siglo pasado, es decir, cuando empollaba el huevo de la serpiente.

Szuchmacher había descubierto entusiasmado este texto -de 1977- en París, y logró estrenarlo en el San Martín con un equipo en el que brillaban dos de sus colaboradores habituales: Gonzalo Córdova en la iluminación, y Jorge Ferrari en escenografía y vestuario. Ambos artistas también se destacan en Cuando nosotros los muertos…, el reciente estreno en el Cervantes que permanecerá en cartel hasta abril (y ya en mayo el muy dinámico director y régisseur presentará la ópera de Menotti El cónsul en el Colón).

Vale también recordar que en el numeroso elenco de Lo que pasó… figuraba un actor de los quilates de Horacio Peña, que actualmente interpreta en la citada obra de Ibsen el difícil papel de Arnold Rubek, el amargo escultor otoñal que veranea en un balneario de Noruega, país al que regresó triunfante después de pasear por el mundo su obra maestra, El día de la resurrección. Sin embargo, ni el éxito ni el dinero ni la presencia de su joven esposa con la que lleva cinco años casado, parecen aportarle algo de felicidad.

Rubén Szuchmacher y los protagonistas de la obra (Télam)
Rubén Szuchmacher y los protagonistas de la obra (Télam)

El desencuentro de esta pareja incompatible se trasluce desde la primera escena de la pieza que Ibsen dio a conocer en 1899. Y que la pensaba como la primera de una trilogía que ya no podría continuar escribiendo porque los efectos de una apoplejía se lo impidieron. El enorme dramaturgo y poeta moriría en 1906, a los 78, no sin antes haber merecido entre otros reconocimientos -también recibió críticas desfavorables y causó escándalo en su época- el de un jovencísimo James Joyce, que en abril de 1900 publicó en la influyente y exigente Fortnightly Review una reseña sobre Cuando nosotros… que Ibsen consideró “muy benévola” en una carta al editor, manifestándole su deseo de que le agradeciera a J.J. su conocimiento del noruego (dano-noruego, por ese entonces).

Joyce siempre recordaría la emoción que había experimentado al llegar a sus manos esa misiva (que probablemente Ibsen le dictara a su mujer). Efectivamente, J.J., que había leído La quintaesencia del ibsenismo (de 1891), de George Bernard Shaw, se tomó el trabajo de estudiar noruego para leer en su idioma original esas obras que tanto le interesaban. Más tarde, escribió otros dos artículos sobre H.I., alabando particularmente a Hedda Gabler donde, estimaba, “Ibsen alcanza la perfección”. El irlandés admitió más adelante la forma en que había sido inspirado por el autor, apreció su indiferencia absoluta hacia los cánones establecidos y se declaró “orgulloso de advertir cómo me animaron tus batallas (…), aquellas que se libraron en tu mente, y tu resolución de arrebatar el secreto de la vida (…). Caminaste a la luz de tu heroísmo interior”. Y otro irlandés, Shaw, a quien Borges llamó “el más ilustre de los evangelistas” del hacedor de Espectros, consideraba abiertamente a Ibsen “el Shakespeare moderno”.

"Cuando nosotros los muertos despertemos", de Henrik Ibsen, en el Teatro Nacional Cervantes
"Cuando nosotros los muertos despertemos", de Henrik Ibsen, en el Teatro Nacional Cervantes

Tornando a Casa de muñecas, justo es mencionar que localmente, con la firma de Griselda Gambaro, esta obra mereció una suerte de lúcido, original spin off con enfoque de género: Querido Ibsen: Soy Nora (2013), donde la alondra de Torvaldo interpela a su creador convertido en un personaje al que no le queda otra que gambetear los reclamos, las razones de Nora Helmer que ponen en evidencia su punto de vista paternalista. Ella le mueve el piso y decide por sí misma cuál ha de ser su propio camino. Casi lo contrario de la Nora desnortada de Lo que pasó…, de Jelinek, aunque ambas autoras, muy diferentes entre sí, se asumen feministas. Querido Ibsen fue actuada de manera inolvidable por Belén Blanco quien luego, en 2017 -cumpliendo indirectamente su deseo de hacer Hedda Gabler- se lanzó sin red a interpretar el unipersonal Kinderbuch, de Diego Manso. Arrasadora, explosiva reescritura que atrae a época actual a esa mujer mortalmente aburrida en su confortable confinamiento, en esta versión portadora de un embarazo avanzado, que reniega sin rodeos de la maternidad, casada con un funcionario que no ama, que teje y escribe y despotrica verbalizando ese malestar absoluto que- se sabe, porque es una pieza muy representada y filmada- ha de culminar en tragedia. Doble tragedia en esta versión que en la jugadísima actuación de Blanco se volvía prácticamente insoportable.

¿El poder del arte versus las fuerzas de la naturaleza?

Escrita cuando estaba en sus planes que fuera el inicio de un tríptico, Ibsen denomina “epílogo dramático” a Cuando nosotros los muertos despertamos. La adaptación de Szuchmacher y Lautaro Vilo condensa en parte el texto original -que sigue siendo discursivo y exige un público atento, dispuesto a hacer sus propias reflexiones- y traslada el relato a los años 30 del siglo XX. Acá no hay secretos de familia silenciados que afloran pero sí, como en otras piezas de este autor, está el pasado que vuelve, la traición a los propios ideales, el concepto de destino ineluctable que lleva a Rubek a declarar una y otra vez que nació para ser artista, que nunca será otra cosa. Empero, cuando pierde la fuente de su creatividad, malversa su talento en encargos de gente que desprecia, y por los que cobra mucho dinero.

La obra se mantendrá en cartelera hasta el domingo 3 de abril
La obra se mantendrá en cartelera hasta el domingo 3 de abril

Rubek, pues, está pasando una temporada estival en un establecimiento termal junto a su esposa Maia. El agua y el aceite: no hay la menor correspondencia entre ambos. Se presumiría que él se casó con ella, bonita y joven, para aderezar su imagen de escultor exitoso, y que a Maia la unión le aseguró ascenso social y económico. En el arranque del primer acto, en ese desayuno, queda expuesto el fastidio mutuo, la distancia infranqueable que los desune. La crisis sobreviene cuando la antigua musa de Rubek reaparece (¿o lo viene siguiendo?) en estado fantasmal, en busca de un ajuste de cuentas con el creador, a su vez más cerca del arpa que del cincel.

Irene, la modelo de El día de la resurrección que se define como una muerta viva, se desliza de blanco, seguida, atendida, vigilada por una mujer de negro que la didascalia nombra como diaconisa (soltera o viuda que en la Iglesia primitiva cumplía algunas funciones eclesiásticas) pero cuyas acciones silenciosas se asemejan a las de una acompañante terapéutica. En su delirio, Irene da pistas de haber estado internada. La mujer de negro solo hablará al cierre, dirigiéndose al público para decirle una frase que proviene del Nuevo Testamento y que forma parte de la misa católica en latín, Pax Vobiscum. O sea, la paz sea con vosotros. Justamente la frase que dijera Jesús al presentarse ante los apóstoles luego de su resurrección.

Mientras sucede el diálogo entre Irene y Rubek, a quien ella llama por su nombre de pila, Arnold, otra pareja opuesta empieza a formarse: la esposa pizpireta con los pies sobre la tierra se va de escena con Ulfheim, el cazador de osos vulgar, jactancioso, machista, exento de compasión pero que le abre a Maia un mundo de sensaciones, de posibles aventuras excitantes en el bosque y la montaña.

En su delirio teñido de rencor, Irene dice haber matado a un marido, a varios hijos apenas nacieron; afirma que se exhibió desnuda en una feria de variedades ganando mucha plata, que estuvo muerta durante años y que ahora ha resucitado. Y acusa a Arnold Rubek de haber profanado lo más profundo de su ser al no tocarla cuando ella, a su pedido como escultor, se le ofreció en toda su desnudez. Y al instante, se contradice: “Si me hubieses tocado, te habría matado en el acto”. Cada tanto, Irene esgrime una pequeña daga que lleva consigo. Él se escuda en su condición de artista, “por sobre todas las cosas, enfermo por crear la gran obra de mi vida: una mujer joven que despierta del sueño de la muerte (…). Tenía que ser la más noble, la pura (…) Tenías todo y te entregaste tan feliz, dejaste tu familia y me seguiste”.

Entre Rodin, Camille Claudel, Edvard Munch

Aquí cabe establecer algún paralelo con la historia apasionada de Augusto Rodin y Camille Claudel que varios estudiosos relacionan con el argumento esta obra, aunque siempre remarcando que la extraordinaria escultora fue mucho más que una musa. Colaboradora desde muy joven en el taller del ya consagrado artista 25 años mayor, a los 20 Camille trabajó activamente en obras tan importantes como Los burgueses de Calais (1884). Ambos se influyeron mutuamente y fueron amantes entre 1882 y 1892, año en que Rodin la dejó por su antigua amante oficial Rose Beuret, con la que se casaría más tarde, previo amorío con una alumna. La ruptura desestabilizó a Camille que, de todos modos, siguió creando bellísimas esculturas, desafiando con sus desnudos la moral sexista del momento.

 Los burgueses de Calais
Los burgueses de Calais

Proveniente de una familia de rancio catolicismo, hermana del escritor y diplomático Paul Claudel, rechazada por su madre, la salud mental de Camille se deteriora, convencida de que Rodin es la causa de sus desgracias. Es internada a la fuerza en un asilo para locos en 1913, donde la familia le restringe visitas y correspondencia. A pesar de las condiciones de esa reclusión, presenta una mejoría en 1919, pero la madre se niega a que sea trasladada a otra institución más abierta. El piadoso Paul la llama “loca” en su diario. 30 años recluida resistió Camille Claudel, y murió por desnutrición en 1943.

Está probado que Ibsen conocía el romance de Rodin y Camille, el final tan desdichado para ella, aunque obviamente -por una cuestión de fechas- no llegó a enterarse de la internación de la escultora en un manicomio. Podría conjeturarse que su clarividencia de poeta le hizo adivinar un futuro de locura para Camille, locura que transfirió al personaje de Irene. Lo incuestionable es que le dio a su escultor las mismas iniciales del artista francés.

Por otra parte, en Cuando nosotros… hay rasgos de la biografía de Ibsen que encuentran eco en Rubek, el escultor que alcanzó la celebridad fuera de su país y que regresa después de muchos años.

"Las tres etapas de la mujer", de Edvard Munch
"Las tres etapas de la mujer", de Edvard Munch

En su madurez, Ibsen tuvo intercambio con el joven Munch, noruego, 35 años menor. El escritor asistió a la muestra donde se exhibía Las tres etapas de la mujer, se saludó con el pintor que dejó escrito: “Se quedó mucho tiempo mirando el cuadro. Le dije que la morena entre los troncos es la monja, la sombra de la mujer, el dolor y la muerte. La desnuda es la que ama la vida. Cerca de ellas, la mujer ligera va hacia el mar, hacia el infinito: es la mujer del anhelo. Entre los baúles, del lado derecho hay un hombre agónico, sin comprender”.

Cuatro años después de la exposición, cuando Munch leyó la que sería la última obra de Ibsen, se dio cuenta de que los tres personajes femeninos del “Epílogo dramático” se habían inspirado en su pintura. Posteriormente, este artista diseñó afiches de obras de Ibsen y aceptó el pedido del director Max Reinhardt, de Berlín, de hacer bocetos escenográficos para Espectros, una de las obras más llevadas a escena de Ibsen. Todo indica que existió un lazo de simpatía, de recíproca comprensión entre el dramaturgo y el pintor. Ambos, en diferentes fechas, sufrieron el rechazo, fueron reconocidos tardíamente, en primera instancia fuera del propio país. Ambos eligieron el arte antes que la vida.

Brumas noruegas en el Cervantes

En perfecta complicidad con Córdova, Ferrari y los sonidos de Bárbara Togander -esa especie de Gestalt que ha dado frutos tan recordables junto al director-, Rubén Szuchmacher ha plasmado un espectáculo de inusual belleza y profundidad que nunca intenta suavizar o atenuar esta obra perturbadora, que siembra enigmas inquietantes, que no ofrece ninguna forma de consuelo y tampoco propone identificarse con sus personajes. Pocos personajes que los actores y las actrices defienden rodeados de una naturaleza exquisitamente estilizada por la escenografía, la luz y la música, que alcanzan cumbres de búsqueda estética precisamente en ese tercer acto final, donde hay que representar la montaña y su grandeza con esas escaleras que evocan a Escher, que no llevan a ninguna parte.

*Cuando nosotros los muertos despertemos, de Henrik Ibsen. Elenco: Horacio Peña, Claudia Cantero, Verónica Pelaccini, Alejandro Vizzotti, Andrea Jaet, José Mehrez. Miércoles, jueves, viernes y sábados a las 20, a $ 600. 85 minutos. Teatro Cervantes. Click aquí para entradas

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