1.
La pareja perfecta
Encallada en el pavimento, rodeada de soja, vacas y los chillidos de Rosa, intenté concentrarme en la frase de mi nuevo psicólogo: el sonido no tiene materia. Son esas ideas que suenan tan bien cuando te las dicen, pero que después se vacían de sentido en un segundo. Desaparecen como el algodón de azúcar en la boca. El primer tramo fuimos lento y en fila. Leo resoplaba y hablaba consigo mismo. No lo puedo creer, yo sabía que iba a ser así, nunca más hacemos esto. Estiré mis piernas arriba de la guantera y revisé el teléfono para ver si me había llegado el mail de Julián. Recibidos. No leídos. Todos. En la parrillita de Dolores comimos carne, papas fritas y tomamos coca-cola. Leo puso Los Redondos y después Bochatón. Spam. Eliminados por si acaso. Refrescar. Refrescar. Refrescar. El mail de Julián no llegaba. Rosa hizo un berrinche porque se le cayó el chupetín y decidí darle su primer chicle. Hija, llorás una vez más y te bajo del auto. Pensé en escribirle un mail y contarle que ya me quería volver y que tal vez sí podíamos hacer el plan Sheraton bebé, como lo había llamado él. El mal humor de Leo crecía dentro del auto. Yo escribía y borraba. Desloguearme y loguearme. Nada.
Llegamos de noche, con Rosa dormida. La pusimos en el centro de la cama grande y nos acostamos con la ropa puesta, uno de cada lado, como animales en una madriguera.
Recién a la mañana pude ver mejor el departamento, muebles de cuerina blancos, ambientes mínimos, decoración simétrica, todo era disonante con el entorno de bosque y cielo azul. Los cuartos no tenían persianas ni black out. Pasé las primeras horas de la mañana tapiando las ventanas del de Rosa con bolsas de residuos y cinta de embalaje. Aunque ya tenía cuatro años todavía su sueño era intermitente, me preocupaba que los rayos de sol de la madrugada la despertaran. La actividad repetitiva y el sonido de la cinta despegándose, como un crujido hacia adelante, con eco y promesas, me tranquilizaron; la partía con la boca y se me cortaba la piel, pasaba la lengua por el labio, que era carne salada y caliente. La primera noche que Rosa durmió en su cuarto, a pesar de todas las previsiones se despertó a las seis, y mientras Leo roncaba, nosotras jugamos al memotest de animales sobre el piso de porcelanato helado. A media mañana dormimos una siesta. Rosa se enredó a mi cuerpo; su cabeza en mi pecho, su mano en la mía, sus piernas flexionadas y anidadas en mi panza. Nos despertamos felices y tibias.
Papá y mamá ya estaban instalados en una casa enorme con parrilla en el bosque. Marina con Richard y los mellizos, en un departamento cerca del nuestro, pero más lindo y más grande. Papá tenía alquiladas dos carpas en el balneario de Santa Clara, donde había una pileta de aguas turbias con niños que corrían por los bordes de piedra resbaladizos, siempre a punto de tener un accidente, a la que Marina llamó la pileta peronista. Y un restaurante con pescado fresco.
Enseguida entramos en la clásica rutina de las vacaciones familiares en la costa: bolsos pesados, toallas, viento, palitas, mate con churros rellenos de dulce de leche, pelota paleta y asados exuberantes. Y las tapiocas: aguavivas diminutas que se te meten en los genitales y te dejan la piel ardiente por horas. Y los horarios: cuando estábamos todos listos para ir a la playa con los bártulos cargados, las caras brillantes de protector y una canasta de comida, ya eran las doce del mediodía. Yo no soportaba a Leo, Leo no soportaba a mamá, mamá no soportaba a Marina y Marina no soportaba a nadie, pero hacía como que todo era perfecto. Mi hermana, enfundada en una túnica blanca y anteojos negros, se dedicaba a decir de sí misma que todo le salía bien y a mirar para el costado cuando alguno de sus hijos le pegaba a Rosa. Cada tanto decía: los varones son así, muy físicos. Ese verano estaba obsesionada con redecorar su casa, no tenía otro tema de conversación. Quería renovar todo. Cambiar sus muebles estilo escandinavos por unos nuevos estilo restauration. Había llevado revistas de decoración, me mostraba fotos de vajilleros antiguos con pátinas blancas y me preguntaba con insistencia si me gustaban. No esperaba mi opinión, solo que confirmara la suya. Mi hermana era la única compañía adulta que tenía, Leo y papá se la pasaban en la orilla con los niños y mamá no pisaba la playa. Yo caminaba en havaianas por las pasarelas de madera evitando todo contacto con la arena, me desplazaba lento, imitando a esas mujeres que avanzan como por una cinta transportadora.
Una mañana en la playa le pedí a Marina que me sacara una foto con la bikini roja y se la mandé a Julián en un mail sin asunto. Me ubiqué en una silla en la carpa con un libro y lamenté no haber traído auriculares. A la música de boliche habitual del parador, se sumaba un coordinador de actividades infantiles que usaba un micrófono y no lograba controlar el griterío de los niños. A nuestra izquierda aterrizó una familia numerosa, todos tenían rulos, las colas como almohadones y la piel morena. La mamá los hizo entrar en la carpa, al resguardo del sol que estaba incandescente, puso en el centro una bolsa de chizitos de un metro de diámetro y fue sacando de a poco más cosas: caramelos, papas fritas, coca-cola. El ruido de las latas de gaseosa abriéndose, el celofán de los dulces, las risas, todo sonaba amplificado en la carpa de al lado. ¿Te gusta este sillón Chesterfield marrón castaño gastado o te gusta más en marrón castaño chocolate sin gastar?, me decía Marina mientras hacía desfilar imágenes idénticas delante de mis ojos. Del otro lado se ponían protector dos chicas jóvenes con bikini triangulito a quienes hombres y mujeres no podíamos evitar mirar. Al atardecer la lenta procesión de familias cargando bolsos, mates y bebés, como si todo eso fuera inexorable, me hizo imaginar accidentes, cintas trasportadoras, mataderos, cámaras de gas. Venas, rollos y pies cubiertos de arena eran como agujas en mi cerebro.
La orilla era la guerra. El viento levantaba la arena gruesa que me azotaba los tobillos. Prefería el sofoco de la carpa y la revista Living. Rosa, cuando yo no estaba, jugaba feliz con Leo, pero si yo entraba en su campo visual, emitía inmediatamente una queja. El agua está muy fría, la arena muy caliente, las aguavivas muy vivas. Me pedía comida o algo de la carpa y yo obedecía. Leo, que habla poco pero da en el blanco, siempre dice que cuando era chico sus papás le daban órdenes y ahora se las da su hija.
La orilla y las noches eran territorio exclusivo y privilegiado de papá y Leo. Habían conseguido una pala metálica gigante para enterrar a los chicos en la arena. El espectáculo atraía a los niños de las carpas vecinas y al final de la tarde tenían un jardín de infantes. Los mellizos fiscalizaban las actividades y le daban órdenes al resto de los niños. Leo era el dios del mar, al segundo día ya estaba bronceado con ese dorado de terciopelo y pasaba más tiempo en el agua que afuera, se metía casi siempre con Rosa, a pesar de la bandera roja.
Papá y Leo hacían una pareja perfecta. Podrían haberse ido de vacaciones ellos dos solos, a una gran casa en el bosque con niños y niñas. Eran como una pequeña empresa, habían alquilado un freezer y cargado en el Volkswagen treinta kilos de carne, achuras, manteles, platos de madera y tramontinas. Copas de vino y dos cajas de Luigi Bosca. Y los frasquitos de mostazas Colman’s, fundamentales para aderezar al otro día la carne fría. Mamá hizo un escándalo a último momento y empezó a gritar que para mudarse prefería quedarse en su casa. La primera tarde papá y Leo fueron hasta Pinamar para conseguir una leña especial y eucaliptus que quemábamos al atardecer.
Al fin una mañana llegó el mail de Julián. Decía que había estado enfermo y elaboraba una interpretación según la cual su bronquitis se debía a la bronca que le daba estar enamorándose de mí. Terminaba el mail con la idea de que lo mejor era no vernos nunca más. Qué infeliz. Casi no había pasado nada entre nosotros.
La última noche fue el gran festejo. Estaba fresco, los niños cayeron rendidos y el buen humor de papá era tan insoportable como contagioso. Marina hizo el show de ensaladas exóticas y a Richard no le falló su intuición para llegar cuando estuvo todo listo. Puse la mesa: manteles de tela, vajilla linda, margaritas blancas que corté del jardín y acomodé en frascos; y me senté con una copa de vino a conversar con mamá, que como de costumbre estaba dispuesta a prestarme atención después de marcar su libro doblándole la punta a la hoja. Los chasquidos del fuego y el olor dulzón de la carne asándose anunciaban cosas buenas. Hubo mollejas de corazón, chorizo de cerdo, entraña, tira de asado jugosa y de postre pechito de cerdo. Cuando terminamos papá empujó su plato hacia adelante y se puso los anteojos. Richard le preguntó si nos iba a contar cuál era el secreto de un largo y feliz matrimonio, y mamá empezó a revolear la cabeza y a levantar platos. Aborrecía las expresiones públicas de cariño. Papá fue breve: nos dimos la mano y cruzamos el río, no siempre fue fácil, hubo momentos duros, pero nunca nos soltamos la mano.
Estuvimos bailando alrededor de una fogata que hizo Leo en la parrilla con troncos y hojas. Cuando el fuego se debilitaba, él se ponía un camperón verde y desparecía en el bosque de dónde volvía con más ramas secas, que acomodaba y apantallaba con dedicación hasta que la llama volvía a arder. Marina saltaba como en una clase de aerobics y mamá hizo sus célebres pasos de Cleopatra. Mil horas, La rubia tarada, Fanky, Playas oscuras. Papá nos miraba sentado en una banqueta alta, tenía esa mirada vidriosa de viejo feliz. Leo estaba radiante, con una energía que últimamente solo aparecía cuando estábamos con más gente.
No pudimos volver a casa porque se desató un temporal. El viento empezó a golpear las ventanas de vidrio con furia y, aunque estábamos a varias cuadras de la playa, se llenó de arena por todos lados. Papá decretó toque de queda. Nos repartimos para dormir en la casa grande, a Leo y a mí nos tocó tirarnos en un colchón del cuarto donde ya dormían los niños. Las respiraciones profundas y desacompasadas no me dejaban conciliar el sueño. A la madrugada me encontré con mamá en la cocina, nos hicimos un té y criticamos a Richard paradas al lado de la heladera. Mamá siempre sabía cuándo no tenía que preguntarme sobre algún tema y aun así nunca nos faltaba tema de conversación. Podíamos hablar de las cosas más triviales o de las más polémicas con idéntico entusiasmo. Nos daba gusto escucharnos y toda la coreografía de la charla. Pensé en contarle que me había sentido algo en la teta mientras me duchaba el día antes de venir, pero preferí no decir nada, era más fácil no hablar del tema y hacer como que no existía. Afuera una capa blanca revestía los caminos y convertía el pueblo en un paisaje lunar. Se escuchaba el zumbido del viento, lejano, en retirada.
Al otro día supimos que el temporal había sido lo que se conoce como tromba marina: el mar avanzó hacia las casas, volaron techos, estallaron vidrios y los autos quedaron enterrados bajo la arena. Había pasado la tempestad, pero iba a llevar mucho tiempo reparar los daños. A la mañana, los hombres fueron a ayudar y unas horas después formaban una comunidad transitoria donde todos reían mientras trabajaban, compartían una coca, un fernet. Leo comandó un equipo que pasó toda la tarde restaurando el balneario, sus habilidades de carpintero amateur lo posicionaron alto en el grupo social. El balneario estaba arrasado, las carpas rotas y los vidrios del restaurante destrozados. Leo dijo que no podíamos irnos, que íbamos a quedarnos un día más para dar una mano. Me pidió que cocinara algo para la merienda, que lo llevara al colegio de Santa Clara y que juntara ropa, libros, todo lo que pudiera conseguir. Con Marina nos organizamos y con lo que había en las tres casas hicimos varios budines, dos bizcochuelos con dulce de leche y unas galletas con chispas de chocolate. Rosa quiso ayudarnos, Marina la sentó en la mesada y le iba dando pequeñas tareas para entretenerla. Papá separó en cajas algunas provisiones que había traído: aceite, gaseosas, fideos. Discutimos sobre la pertinencia de mandar o no las mostazas. Mamá se ocupó de juntar ropa de todos y llenó dos valijas.
Al atardecer, para distraer a los chicos, Richard propuso llevarlos a dar una vuelta en su camioneta y yo fui con ellos. A último momento se subió Leo, saltó a la caja con agilidad, sorprendiéndonos a todos. Rosa iba parada adelante, jugando con el viento, cada tanto se daba vuelta para comprobar que yo estuviera ahí, mirándola, nos comunicábamos con sonrisas. Ella parecía una criatura más del lugar, con sus rulos salvajes, los labios rojos y la piel tostada de ese color imposible, igual a la de Leo. Nos bajamos en unos pastizales que nos llegaban a la cintura y fuimos caminando hasta las caballerizas. Un peón que saludó a Richard con un abrazo de viejos amigos propuso que los chicos les dieran terrones de azúcar a los caballos y Rosa fue la única que quiso intentarlo. Leo la cargó a upa y la convenció, ella estiró su brazo, abrió su pequeña mano y cuando el animal comió se quedó inmóvil mientras fruncía mucho la cara aguantando las cosquillas. Después el peón nos contó que ahí tenían varios caballos de los que se conocen como árabes, que se distinguen porque son difíciles de domar y tienen el umbral de dolor más alto.
Nos volvimos al otro día, no había tránsito y apenas subimos al auto Rosa se durmió profundamente. Detrás de nosotros comenzó a ponerse el sol y la luz se volvió cobriza y envolvente. Conversamos sobre nuestra hija, sobre la alegría infantil de papá, sobre lo cansados que estábamos, y estuvimos de acuerdo en que no queríamos seguir viniendo a la costa. El año siguiente podíamos ir al sur. Después hicimos silencio y yo enredé mi mano en su pelo. Leo me miraba de costado, siempre fue bueno mirando de costado, mucho mejor que mirando de frente.
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