Gabriel Boric tiene 36 años y desciende de croatas que migraron a Magallanes a fines del siglo XIX movidos por la fiebre del oro. Se instalaron en la redonda y acantilada isla de Lennox, donde antes de su llegada junto a otros ochocientos aventureros sólo recalaban canoas yaganas. El nuevo presidente de Chile tiene tatuado en su hombro derecho el mapa de la región. “En este punto -me dijo días atrás, señalando una pequeña mancha de tinta en el brazo- vivió mi bisabuelo”.
Boric forma parte de una generación nacida al final de la dictadura pinochetista. Sus miembros aprendieron a hablar durante la Transición Democrática y sacaron la voz para criticarla, primero siendo escolares, durante el Pinguinazo (2006), y luego como universitarios, liderando el Movimiento Estudiantil de 2011.
Son hijos del período concertacionista, del fin de la Guerra Fría, del neoliberalismo, el crecimiento económico, la internet, sus redes sociales, la irrupción de la identidades, el calentamiento global y el desvanecimiento de las utopías.
Más que una ideología, son diversas causas las que los reúnen. Quizás la que terminó asentándose con más fuerza sea el feminismo. También los enfoques de género, la ecología, el reconocimiento de las diversidades culturales y los derechos sociales.
Más que un individuo, quienes llegan al poder son ellos. Si quien los representa es Gabriel Boric, se debe, en primer lugar, a que apenas un año mayor que quienes le siguen -Giorgio Jackson, por ejemplo-, era el único con la edad suficiente para postular a la presidencia. El resto es fruto de sus aciertos. Con Jackson, de hecho, conforman una dupla, hasta aquí, inseparable y complementaria. Jackson es el ingeniero y Boric, el humanista. Las otras dos patas de la mesa en que el presidente electo decidió apoyar su gobierno, las buscó más allá de su mundo de pertenencia: Izkia Siches, la mujer fuerte del gabinete, con liderazgo propio, y el socialista Mario Marcel, la figura paterna y confiable, a cargo de la billetera fiscal.
Gabriel Boric no pretende reventarse 24x7, como prometía Sebastián Piñera con jactancia. Ha dicho que debemos cuidarnos, física y síquicamente, y que sus colaboradores también tienen vidas y familias. Tampoco aspira a manejar cada uno de los temas hasta en sus más mínimos detalles. Prefiere el trabajo en equipo, donde las responsabilidades se hallen bien distribuidas. Sabe que no sabe de todo y, lejos de ocultarlo, lo confiesa abiertamente. Por eso pregunta. Una vez electo, procuró reunirse con todos los ex presidentes vivos -Frei, Lagos y Bachelet-, para escucharlos y aprender de sus anécdotas. Lo he visto conversar con niños y adolescentes, entregándoles la misma atención e interés que a los sabios de la tribu. Es el más curioso de los suyos, el menos dogmático. “A mis convicciones —suele decir— las acompaña la duda como una sombra”.
Un periodista extranjero le preguntó, días atrás, a qué gobernantes admiraba, y respondió: los he ido variando, pero sin renegar de ninguno. “Quería decir que sus juicios maduraban sin los fanatismos del converso”, concluyó el corresponsal. “Se nota un tipo muy abierto y honesto”, me dijo a continuación, “una gran esperanza para la izquierda gastada de América Latina”. Nicolás Maduro lo acusó de pertenecer a “una izquierda cobarde” y él, en lugar de invitar a Daniel Ortega u otro representante del gobierno nicaragüense al cambio de mando, convidó a la poetisa Gioconda Belli y al escritor Sergio Ramírez (no pudo asistir), ambos hoy en el exilio por oponerse a un ex camarada sandinista que devino dictador.
Si se halla entre amigos, a un cierto punto, Gabriel Boric recita poesías. De Auden, de Benedetti, de Enrique Lihn. Las lee desde su celular con una sonrisa fascinada, descubriendo revelaciones que procura remarcar en el aire con el dedo, moviéndolo como si fuera una batuta. Colecciona ediciones raras, ojalá primeras, de autores nacionales. Durante sus vacaciones en Juan Fernández leyó Robinson Crusoe, Tierras de Sangre (pasa por Ucrania) y una biografía de Carlos Ibañez del Campo. Es más literario que literato. Sin ser erudito, habita la cultura. Parece entender que sólo en las malas novelas los personajes permanecen estáticos e impermeables al acontecer. En las buenas, en cambio, son complejos, contradictorios, y no necesariamente idénticos de comienzo a fin.
Los tiempos que corren requieren flexibilidad. Nos tocó un mundo en plena transformación. La velocidad para reaccionar ante lo nuevo ha cobrado una relevancia inaudita. Nunca antes los viejos habían necesitado tanto de los jóvenes. Se los requiere a cada rato para solucionar problemas tecnológicos. Para manipular el teléfono, el computador, la televisión inteligente… Y es perfectamente pensable algo parecido en la política. Las corbatas repentinamente se volvieron la rémora de un tiempo en que la rigidez y la formalidad eran constitutivas de la autoridad. Cuando hay que moverse muy de prisa, asfixian. Ningún corredor las usaría. Bill Gates se la sacó hace rato.
“Sabemos, compatriotas, (…) que cometeremos errores y que esos errores los deberemos enmendar con humildad, escuchando siempre a quienes piensan distinto y apoyándonos en el pueblo de Chile”, dijo en su primer discurso desde el balcón de La Moneda. “¡Boric, amigo, el pueblo está contigo!”, respondió la multitud. Pero ya sabemos que los amores y preferencias populares, hoy por hoy, mutan de modos sorprendentes. Los resultados de las múltiples votaciones tenidas en los últimos años lo ratifican. Sebastián Piñera ganó la segunda vuelta con un 54,58% y, al terminar su mandato cuatro años después, según la encuesta Mori, lo apoya apenas un 15%. Durante el estallido social llegó a un 6%. A favor de una nueva constitución votó el 80%. En mayo de 2021 la derecha obtuvo menos de 1/3 de los escaños constituyentes, pero siete meses después, más de la mitad del Senado. José Antonio Kast ganó la primera vuelta presidencial y Boric arrasó en la segunda. Los deseos de transformaciones profundas se entrelazan con los miedos y ansias de calma. Llevamos casi treinta meses agitadísimos, con estallidos sociales, pestes, enfrentamientos en el sur, conflictos migratorios en el norte, crímenes de violencia desconocida, elecciones apasionadas, discusiones constituyentes… Si la mayor aspiración conservadora es el orden, Piñera estuvo lejos de conseguirlo.
Quizás se trate, sin embargo, de un gran movimiento en las placas tectónicas de nuestra civilización. La crisis puede verse en gran parte del mundo. Hay quienes ya huelen la Tercera Guerra Mundial. Vuelve a levantarse una Cortina de Hierro entre Oriente y Occidente y una nueva carrera armamentista que esta vez, de seguro, incluirá bombas que no estallan a la vista, posibles ataques informáticos, fake news, en fin, macabrerías que serán realidad antes que ciencia ficción.
Boric tiene el reto de conducir ese gran proceso de cambio a nivel local. Chile, una vez más, está a la vanguardia. Politólogos, periodistas y ciudadanos atentos de distintos lugares, especialmente latinoamericanos, nos miran con mucha atención. Hemos decidido acordar democráticamente cómo recorreremos en conjunto lo que viene. Ese mundo nuevo que asoma y acontece, requiere ajustar sus normas y pactos comunitarios. Tendrá la responsabilidad de encabezar el salto y llevarlo adelante en paz, con el barco bien estibado, sorteando la incertidumbre con el máximo de tranquilidad. Por eso el resultado de la constituyente y su gobierno están indisolublemente ligados. “Viviremos tiempos desafiantes y tremendamente complejos”, reconoció en su discurso inaugural. “Salir adelante juntos y juntas, eso es lo que debemos construir…”, e “iremos lento, porque vamos lejos”, concluyó.
El nuevo presidente de Chile no esconde sus emociones. Tampoco las flaquezas. Ha sabido exponer con sobriedad y cercanía sus problemas de salud mental. No pretende distanciarse de las fragilidades que todos compartimos ni mostrarse superior al resto en ningún sentido. Quizás allí radique el que muchos busquen abrazarlo. Trasunta honestidad, humanidad, proximidad. No creo que junte las manos o se lleve una de ellas al corazón cuando agradece como un puro gesto retórico. Es, a todas luces, un tipo sensible. El viernes 11, mientras todo un país lo saludaba colmado de esperanzas, por momentos parecía que algunas lágrimas se le podían escapar.
Ha insistido en que necesitará de mucha ayuda. A propósito de la Convención Constituyente, pidió “una constitución que nos una…”. Para eso necesitamos “que nos escuchemos de buena fe”, y agregó, hablándole a los propios, “nos lo digo a nosotros mismos. En Chile no sobra nadie”.
Tenemos un presidente querible. Ahora se las verá con las infinitas complejidades de una administración repleta de flancos abiertos. Sus ansias de cambio y mejoras estructurales deberán batírselas con las dificultades cotidianas de un país convulso. Se le ve íntimamente conectado con los nuevos horizontes. He escuchado a varios que no votaron por él, reconocer que este viernes, durante el cambio de mando, se emocionaron. Un modo, una estética, una era parecía quedar atrás, y la de sus hijos o nietos asumía el mando. Gabriel Boric no es un líder providencial, no se cree un faro en medio de la noche. Encarna, eso sí, con la humildad e inteligencia requerida, el espíritu de los tiempos.
*Periodista y escritor, fundador y ex director del semanario The Clinic, actual convencional constituyente. Sus últimos libros son “Cuba. Viaje al Fin de la Revolución” (2018) y “Sobre la Marcha. Notas Acerca del Estallido Social en Chile” (2020).
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