Hay en su literatura un trabajo con el pasado que remite a la nostalgia sin golpes bajos. Relatos de un pasado que buscan recuperar la mirada de un niño, migraciones, fascinación por los mapas. Hay, también, un trabajo con la escritura que es una forma del realismo, un realismo suave o sensible, como definió la escritora tucumana María Lobo. Eduardo Muslip (1965) despliega sus narraciones con una delicadeza singular y su literatura fue y es celebrada por críticos y grandes lectores.
Muslip nació y vive en Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA y en la Universidad de Arizona, Estados Unidos. Es profesor en la Universidad de General Sarmiento. Es autor de los libros de relatos y novelas como Fondo negro: los Lugones (Solaris), Hojas de la noche (Colihue), Examen de residencia (Simurg), Phoenix (Malón), Plaza Irlanda (El cuenco de plata y Clubcinco), Florentina (Blatt & Ríos), Avión (Blatt & Ríos) y Elvira, publicado por la editorial de la Universidad de General Sarmiento.
Daniel Link señaló hace años, con las primeras publicaciones del escritor, que Muslip es “un maestro a la hora de narrar esos pequeños razonamientos sobre nada”, lo que describe con precisión, sutileza y elegancia su dominio de la tensión narrativa que se apoya, más que en las sorpresas de la trama, en los procedimientos para recortar la realidad, en la escritura y en el ritmo.
Hay un universo y un estilo Muslip -lo que cuenta y cómo lo cuenta- que todo buen lector agradece. Lo que sigue es la transcripción de una charla que mantuvimos hace algunos meses y que puede escucharse en este link.
— Empecé a leerte tarde, quiero decir, no cuando empezaron a salir tus libros. Y empecé por Plaza Irlanda, que me produjo un shock de esos que a veces nos sacude a los lectores y que, en mi caso, cada vez sucede más infrecuentemente. Hay algo con la nostalgia en tu narrativa que me interesa porque no juega con los golpes bajos. Me gustaría escuchar al escritor que escribe esos libros que provocan esto con una mirada hacia atrás que es inusual.
— Sí, bueno, justo tocás un tema que es para mí sensible, la cuestión de la nostalgia, porque es una palabra a la que le tengo miedo. Como un sentimiento que yo reconozco en el modo de trabajar con temas pasados, de mi pasado familiar, del pasado histórico argentino, de eventos que viví, también. Y en realidad la palabra nostalgia nunca me resulta cómoda. Porque me parece a veces como un retorno a un pasado desde una emoción del presente en la que el pasado queda un poco idealizado y, en realidad - te hablo de lo que escribo pero también de lo que me gusta leer- me gustan más esos desplazamientos en el tiempo en los que ese pasado parece vivir y hablarle a nuestro presente pero no teñido de ese sentimiento de idealización que muchas veces tiene el término nostalgia.
— Sí, entiendo lo que decís, algo en los procedimientos y en los modos de escritura que intenta capturar ese pasado sin ese tinte de la emoción del que estás hablando. Pero claramente hay una mirada hacia atrás.
— Claro, sí, sí, por supuesto.
— Incluso en Plaza Irlanda, novela en la que uno podría decir en principio que no aparece un narrador que confirma asociaciones biográficas con el escritor, ¿no?
— Claro, exactamente, sí. Igual bueno, Plaza Irlanda en realidad… mucho de lo que escribo también está jugando con escenas. Como es un procedimiento de escritura tan común, de tomar escenas del pasado personal o de los entornos en los que uno vivió o conoció, o incluso más indirectamente, y usarlos como material para una ficción que no se identifica directamente con lo biográfico en los núcleos centrales. Pero sí, está eso, el pasado como materia. La cuestión de poder aportar al lector escenas que muchas veces no son del todo propias porque, incluso cuando uno habla del pasado propio, también hace un desdoblamiento. Uno rescata voces de otros como rescata las voces del uno mismo que en realidad ya no es.
— Sí, bueno, es como esa forma del “realismo Muslip”, esos recortes de la realidad en los cuales cuando aparece ese pasado compartido, ese pasado de la niñez y de las voces de los livings, es una suerte de comunión familiar en esa memoria.
— Sí. También me ayuda a eso que son escenas que ya para mí no existen. Estoy trabajando mucho con la obra de Hebe Uhart y una de las cosas que ella siempre mencionaba en relación a lo biográfico, no concretamente a su escritura, es que se consideraba una sobreviviente por estos azares de las historias familiares que a veces determinan que uno se siente como uno más en un gran plan y a veces se siente como una figura que quedó un poco residual. O sea, lo que trabaja es una escena familiar que en realidad ya no existe. En mi caso pasa un poco eso. En todos estos ambientes que describo no me siento como una figura más en una genealogía amplia que continúa sino un poco como un sobreviviente. Esto, dicho sin ninguna carga negativa.
— Hay algo con los comienzos, por ejemplo en Plaza Irlanda y en Florentina los comienzos son frases cortas y fuertes. “Nunca supe qué hacía ella en Plaza Irlanda” o “Aparece Florentina. Aparece su recuerdo porque mi abuela murió hace 30 años.” Hay algo con esos comienzos que atrapan en un tipo de relato que no es el de la trama en la querés saber lo que va a pasar sino que lo que aparece es una narración envolvente en relación con eso. ¿Cómo surge ese estilo?
— Bueno, siempre los inicios imagino que es algo que uno se plantea porque se trata de cómo empezar, ¿no? No cómo empezar todo el proceso de escritura sino con qué frases, con qué escenas...
— Qué va a leer primero el lector, digamos.
— Claro, uno se presenta al lector. Y, por ejemplo, a lo mejor me ayuda a pensar esos inicios el hecho de que soy un muy mal lector de comienzos. O sea, yo noto que me cuesta muchísimo, cada vez me cuesta más atravesar las primeras frases, las primeras páginas incluso de un libro... Creo que me cuesta más que lo que le cuesta al lector promedio. Me pasa hasta en las lecturas públicas, cuando voy a escuchar a alguien leer, y yo digo “Dios mío”… Como que los demás siempre parecen entrar en el mundo que se les propone más rápido que lo que entro yo (risas). No sé, me imagino yo mismo como lector de lo que estoy haciendo y necesito dar una entrada que favorezca de un modo la diferenciación clara del mundo que voy a proponer. Supongo que viene de mis propios límites como lector.
— Te quería preguntar si en general en tus historias hay lo que tradicionalmente uno podría llamar inspiración. ¿Tenés temporadas en las que decís “no se me ocurre qué escribir” o estás siempre con varias cosas al mismo tiempo? ¿Cómo es el trabajo con tu producción, en general?
— En realidad, si tengo que pensar un poco las últimas cosas que publiqué, todas fueron cosas derivadas de otras. O sea, vengo arrastrando desde hace muchos años proyectos amplios y se aparecen en el medio las novelas o relatos largos que termino publicando. Por ejemplo, Florentina apareció mientras yo estaba trabajando -aún sigo haciéndolo- con una especie de crónica de viaje por el sur de Brasil en el que recojo también aspectos históricos de las cuestiones del siglo XIXl. Me gusta mucho leer crónicas de viajes de distintas épocas, sobre todo por América Latina. Y tuve una experiencia concreta: recorriendo ciertas zonas del sur de Brasil me pasó esto de, de golpe, escuchar voces de personas que me remitían directamente a la voz de Florentina. Y lo que era una parte de ese relato más amplio me evocaron la figura de Florentina y terminó independizándose como relato.
— O sea que Florentina es un spin-off de ese libro que todavía estás haciendo…
— Claro. Y del que a lo mejor salen otras cosas derivadas que tampoco son ese marco general. Pasa lo mismo con, por ejemplo este relato breve que se publicó autónomamente en la editorial de la universidad en la que trabajo, que es la Universidad de General Sarmiento, un relato que se llama Elvira, en el que pongo una escena ambientada en Tucumán. De hecho, tengo mucho material que estoy escribiendo con la pretensión de una novela ambientada en Tucumán haciendo puente entre los años 70 y hoy y éste es un relato que un poco es como un derivado, una parte de ese relato más amplio. A veces no es sólo una parte sino como eso, como un derivado, algo que termina siendo otra cosa que lo que era en el proyecto original.
— Ahora, cuando aparecen esas imágenes, esas voces o esos recortes del pasado en función de algo que después terminas independizando, en este caso tu abuela Florentina, ¿esos personajes habían aparecido antes en algún momento con función literaria?
— Es que no, justamente no. O sea, lo de Florentina realmente fue una aparición, fui fiel en el modo que muestro esto que, de golpe, se me aparece la figura de ella de un modo mágico. Y, entonces, después le doy vueltas para darle un lugar dentro de la ficción. Pero no fue una figura que realmente me estuviera dando vueltas, por lo menos no de manera consciente. Y apareció de este modo un poco indirecto que, como te decía, me pasó de escuchar voces hablando en portugués en Brasil que, de golpe, digo: pero esta es la voz de mi abuela, una señora mayor hablando en portugués, y me daba cuenta de que era la lengua de mi abuela gallega. O sea, yo, que había estudiado portugués por muchos años y que me considero más o menos hablante competente del portugués, nunca había asociado que lo que escuchaba en mi propia infancia era una voz casi idéntica. Un poco sorprendente, también. Lo digo y me sigue resultando extraño cómo puede pasar algo así.
— Hay en Florentina situaciones y momentos de humor, en un tipo de relato que no tiene en principio vínculo con el humor. Viste que en la literatura argentina no hay mucho humor, en general y más bien hay cierta tendencia a la solemnidad. Y en tu novela aparece cierto grado del humor cuando por ejemplo, ahora no me acuerdo exactamente la frase, pero aparece esta idea de que “hay que elogiar siempre los perros nuevos y los autos nuevos de la gente (risas), algo que aprendí de mi familia, que cada vez que alguien tenía un perro nuevo o un auto nuevo había que elogiarlo y todavía lo sigo haciendo”, dice el narrador. Me moría de risa con eso.
— Sí, bueno, mirá, la verdad es que estoy asociando un poco lo que decís, ese tipo de humor en relación con la memoria es algo que hace mucho Patricia Suárez, no sé si la conoces.
— Sí, claro.
— Patricia Suárez, una narradora que tiene una producción enorme.
— Es dramaturga también.
— Sí. Bueno, ella tiene un libro de cuentos que se llama La italiana, que es de las primeras cosas que publicó. Y trabaja muchísimo ese tipo de relación con la memoria y también con cierta torsión de humor en relación con eso. Una especie de disfrute por cierta cosa de extranjería, ¿no?, este goce por el nombre propio en otra lengua. Estas especies de restos de objetos de otra época que la gente puede atesorar o no y que, vistos a la distancia, se ven como medio inocentes, como reliquias. Pero esta especie de bazar que es la memoria, con ese color del bazar. Me gusta mucho la palabra bazar, hasta literariamente. En realidad a mí me pasa como lector también que también me gusta ver ese humor. Más que el humor, evitar cierta cosa solemne, como decías vos, que un poco me enfría como lector. Sobre todo cuando uno trabaja con escenas del pasado, en las que la solemnidad lleva un poco a enfriar las figuras que uno trata, a transformarlas en monumentos, no sé, en figuras como de piedra. Pero bueno, cierto humor, cierta sensualidad, elementos que viven en el presente, todo lo que que nos hace vivible el día a día y por eso tiene que estar cuando traemos el pasado al presente.
— Hablabas antes de la migración, la literatura de viajes, somos un país construido con migrantes. ¿Pensás que esta aparición de Florentina, y el momento en que aparece, de algún modo lo que hace es legitimar ese gusto tuyo por la cuestión de los migrantes o por lo migrante?
— Sí, yo creo que hay algo de estas últimas décadas en las que la mirada sobre el pasado migrante nuestro se revisita socialmente de una manera particular. Pero también pasa que cuando uno trabaja con la memoria es inevitable que, de repente, enseguida encontremos la frontera de los límites de lo nacional. En mi caso, mis cuatro abuelos eran inmigrantes y todo el tiempo uno encuentra esa porosidad de lo argentino como lo argentino casi como un lugar de tránsito. Porque no sólo está la inmigración sino la cuestión de la migración que aparece siempre presente. Y de los argentinos hacia afuera. Y nuestras generaciones, que están o viniendo o yéndose. Tampoco esto es tomado de una manera dramática, son todos temas que disuelven un poco la idea de identidad nacional o lo que sea. Esta cosa de tránsito que está allí y que en los últimos años en la Argentina se suma toda la cuestión de las migraciones externas o internas. De hecho, mi familia también vivió migraciones internas, mi papá, que era hijo de libaneses, vino a Buenos Aires desde Tucumán, o sea fue un migrante interno. Y bueno, y hoy por ejemplo, no sé, hay un autor que a mí me gusta mucho, también rosarino como Patricia Suárez, que se llama Mario Castells, que es hijo de paraguayos, que tiene una hermosa novela, El mosto y la queresa, que está entre el campo paraguayo, donde pasó parte de su infancia yendo y viniendo, y Rosario. Y hay otra autora que se llama Paloma Vidal, que es una escritora brasileña pero hija de argentinos. Alejandra Costamagna, una chilena argentina, también. Me interesa mucho la literatura que trabaja con estas pequeñas extranjerías, en algunos casos, y no con la cosa de grandes diferencias, gran viaje o diferencia radical sino con estos desplazamientos.
— En Elvira lo que aparece una visita a una mujer que lleva el nombre del título, alguien que tenía que ver con la familia de la infancia del narrador, que vuelve a su lugar de origen, y lo que aparece ahí es la relación de Elvira con la tía del narrador, la relación de amigas, en realidad una relación de pareja que, con los años, uno la relee de otro modo. ¿Pensás que lo que está pasando en estos años con los temas de género y con cómo se ven las relaciones de algún modo te convocó a escribir esa historia?
— Sí, lo que estás diciendo realmente es algo que yo mismo me sorprendo de verlo y que está plenamente. Me pasa que hay cosas que escribo y que al poco tiempo de golpe veo más la relación con ciertas influencias de temas que aparecen socialmente. Por ejemplo, en Florentina hay una escena sobre una mujer que es enfermera del Moyano que, en realidad, cuidaba a las internas, y las cuidaba incluso fuera del hospital mismo porque a veces había maltrato, bueno, era todo lo que uno puede imaginarse sobre el tema de cómo se trataba a personas internas en un neuropsiquiátrico en esa época. Y la relación con el barrio porque, por ejemplo, en Barracas esos hospitales psiquiátricos, el Borda y el Moyano, tuvieron mucha presencia en la trama barrial, social. Y el hecho de que sean mujeres que se cuidan unas a otras, un poco sin conciencia, seguramente...
— O sea, la palabra sororidad no existía como concepto.
— Claro. Por ejemplo, recuerdo que en un momento que vos hablaste de esta novela mencionaste la frase “no me toque a la enferma”.
— Sí, “don Pascual, usted no me toca a la enferma”. Esa frase es mortal.
— Esas frases que me quedaron dando vueltas eternamente en la cabeza y que recién puedo pensarlas como sororidad o cuidado entre mujeres, en términos de hoy. Y lo que vos decís de Elvira, lo mismo. Estas relaciones entre mujeres que aparecen con la categoría de amigas y que son, en realidad, las relaciones fundamentales de la vida de esas personas y que no tienen una legitimación dentro del entorno familiar. Y se crean hoy las condiciones para poder verlo así, ¿no?
— Mencionaste antes a Hebe Uhart antes y fuiste discípulo de Hebe y con Pía Bouzas pudieron recuperar la obra de Hebe luego de su muerte. Me gustaría que me dijeras qué fue Hebe Uhart para vos.
— Bueno, Hebe Uhart fue una amiga, centralmente. Si uno dice la palabra amiga bueno, amiga puede ser tantas cosas… Pero ella fue muchas cosas; fue profesora mía porque la conocí en el año 85, siendo profesora del CBC, cuando empecé Letras. Después fui a su taller, no fui mucho tiempo, fue raro, no me siento discípulo de Hebe. Incluso en nuestra relación más específicamente literaria yo me peleaba mucho con ella. Me acerqué a ella como profesora porque leí sus libros, La luz de un nuevo día me pareció brillante, dije “quiero estar cerca de esta voz”, una cosa así. Y así fue que mantuve como un vínculo, primero más en su taller. Después como amigos. Y bueno, y por estas cosas medio particulares del paso del tiempo, terminé estando cerca cuando ella, ya muy mayor, enfermó. Pero si tuviera que rescatar una de las cosas que para mí fue Hebe a nivel intelectual o por su modo de ver la literatura tiene que ver con el modo en que Hebe en toda su narrativa rescata siempre más la continuidad de la vida que los grandes quiebres. Y lo puede llegar a hacer en temas en los que uno pensaría que el quiebre es más importante que la continuidad. Por ejemplo, no sé, desde la continuidad de lo indígena en la Argentina en el siglo XX, a pesar de los genocidios del siglo XIX. Cómo siempre encuentra el hilo de cómo la vida continua y cómo hay como un rescate de lo anterior y sigue viviendo de alguna manera en lo otro. Y por eso por ejemplo a mí siempre como que con ella aprendí a disfrutar más, no sé, cuando uno lee literatura argentina del siglo XIX, leer a Mansilla en que describe concretamente cómo vivían unos indígenas en el campamento, por ejemplo, que a obras sobre la literatura del siglo XIX que lo que hacen es fantasear una utopía con indígenas que, en realidad, nunca existieron (risas). Son como tendencias que un modo de valorar ese rescate de elementos que hacen que se vean esas figuras del pasado y cómo viven aún hoy en el presente de distintas maneras.— Eduardo, cuando salió la reedición de Plaza Irlanda pude saber que en el origen de tu novela estaba la novela Las cosas de la vida, del francés Paul Guimard...
— Ay, que lindo que la nombres. Que a esa novela la adoro.
— Y que fue un regalo de Elvio Gandolfo. Y aunque no leí la novela de Guimard recordé inmediatamente la película de Claude Sautet, con Michel Piccoli y Romy Schneider. Y recordaba que, al igual que en tu novela, lo que aparece es esta idea de la muerte que interrumpe y se lleva las respuestas que ya no llegarán.
— Siempre me interesa la cuestión de los duelos. Y lo que la muerte de una persona se lleva de todo ese mundo, de todo un mundo de pequeñas cosas que se disuelven en el momento en que una persona muere. Como si fuera un centro de gravedad de que desaparece y lo que queda son restos que es con los que uno hace literatura, ¿no? Como en el caso de Florentina, estas frases que fueron atravesando, que quedan en la memoria y que uno reconstruye a la persona a partir de esos pequeños elementos. Pero en Plaza Irlanda, en particular, está la consciencia de las cosas a las que uno nunca va a volver a acceder. O sea, esta cosa doble de volver, de recordar y hacer que vuelva ese sujeto que no está y, al mismo tiempo, la conciencia de lo ya perdido. Y es algo que en literatura es tan difícil.
— Te preguntaba esto porque en Las cosas de la vida hay un accidente y una carta que debió enviarse y no se envió y queda para siempre en la guantera y entonces la persona que la tenía que recibir no sabe si la iba a recibir finalmente o si finalmente había sido descartada. Esas preguntas angustiantes, porque lo que genera eso es una tremenda angustia, como la pregunta de qué hacía ella en Plaza Irlanda, cómo murió ahí y cómo el narrador no sabía, no tenía la menor idea de qué podía estar haciendo ella ahí.
— En el caso de la novela de Guimard hay una carta que parece explicar algo pero que, en el fondo, tampoco explica nada porque incluso el propio narrador dice, me acuerdo, que habría que tirar todas esas cartas y que mienten por anacronismo. O sea, porque expresan un estado de cosas que, cuando uno vuelve a leerlas, en realidad, ya no son. Esto pasa también con los diarios personales, muchísimo. Y en el caso de Plaza Irlanda, lo que hice fue tomar esos eventos que uno no puede explicar y preferí mantener un evento que tiñe todo lo demás. Como que relativiza todo lo demás porque todo lo que él sabe de Elena, en realidad, queda un poco relativizado por este desconocimiento...
— De algo que termina siendo fundamental porque va a ser el lugar de la muerte...
— Claro, exacto.
— Se convierte como en evanescente todo lo demás. María Lobo dice cosas muy lindas sobre tu literatura en un texto que pude leer y editar, y en el cual compara tu obra con la pintura de Pierre Bonnard. ¿Te gusta Bonnard?
— Vos sabes que sí. Es algo curioso, bueno, eso aparece un poco en Florentina, el interés de chico por la información enciclopédica. Y cuando era chico había en mi casa estas viejas enciclopedias de los grandes pintores, las grandes obras. Y me acuerdo que Bonnard era uno más entre estos y me quedó muy firmemente, cuando en realidad no es un Manet, no es una de estas figuras centralísimas. A mí me sorprendió que me trajera así una figura que yo sentía como periférica y más cercana a mi sensibilidad que a las grandes figuras. Obviamente es una gran figura Bonnard, pero dentro del gran canon, no tanto.
— Más asordinado digamos.
— Exacto, sí.
SEGUIR LEYENDO: