Del pueblo inglés de Nick Drake a las calles de La Plata: las excursiones de Santiago Featherston

El joven autor bonaerense de “Una canción que dure para siempre” (Sigilo) cuenta cómo empezó a escribir cuentos por influencia de Juan Forn

"Una canción que dure para siempre" (Sigilo), de Santiago Featherston

Debió ser un viernes por la mañana; yo estaba viviendo en un pueblo al sur de Inglaterra y me gustaba desayunar café con leche en una taza vieja que había encontrado en la cocina de la residencia donde estudiaba, jugo de naranja y una tostada con manteca y mermelada de frutilla −de Wilkin & Sons, la más rica que probé− mientras leía los diarios argentinos sentado al escritorio de mi habitación.

Días atrás había viajado a un pueblo en el que ni siquiera paraba el tren llamado Tanworth-in-Arden. Allá había visitado la tumba de Nick Drake y había paseado un par de horas por las calles vacías del pueblo hasta llegar a Far Leys, la casa familiar de los Drake, antes de volver caminado a Wood End −donde sí paraba el tren− para empezar el largo viaje de regreso a casa.

Tenía la idea de hacer muchas excursiones así: ir a Laugharne a conocer la casa sobre el río de Dylan Thomas, ir a ver a Robyn Hitchcock (que estaba de gira en aquella época) tocar en algún pub de algún pueblo no tan lejano, viajar a Islandia en algún vuelo barato; esa clase de anhelos que uno sueña y cuando llega el momento se pone a buscar excusas para no cumplir. (Si ahora pudiera enviarme un mensaje a través del tiempo, me diría simplemente, como me dijo una vez un amigo chileno: «Hay que festejarse a uno mismo, hay que disfrutarse». Pero volviendo a aquel viernes).

Cuando terminé con El Día, el clásico diario platense, y abrí Página 12, fui deslizándome hacia abajo hasta llegar a la contratapa, donde descubrí con entusiasmo que la había escrito Juan Forn. Hacía un tiempo que había empezado a leerlas con un poco más de atención, pero encontrar una contratapa de Forn seguía siendo una sorpresa para mí, que suelo olvidar en qué día vivo y cuántos años tengo.

El título era “El más triste de los Drake”.

Después de leerla, lo primero que hice fue reconocer con fastidio el cliché total de mi excursión: desde el primer párrafo, es más, desde la primera oración, Forn mencionaba con un dejo de burla a los jóvenes que peregrinaban a la tumba del “rey indiscutido del otoño”. Lo segundo fue buscar en YouTube la música de Molly Drake, porque de eso se trataba la contratapa: de las canciones que había grabado la madre de Nick y por fin se publicaban. Lo tercero fue encargar el disco, porque me pareció una belleza. Y por último abrí un archivo de Word y me puse a escribir mi propia contratapa. “No puede ser tan difícil lo que hace este tipo”, pensé, todavía con un poco de rencor.

Decidí escribirla sobre otro músico, Django Reinhardt. Busqué información en Google, inventé cada vez que la ficción me pareció más fiel a la verdad, y en un par de horas tuve lista mi contratapa.

“Yo sabía que no era tan difícil”, pensé antes de guardar el archivo y olvidarme de él.

Hasta aquel año había escrito y leído principalmente poemas (nada me gustaba más que manejar hasta Barrio Aeropuerto a lo de Pablo Ohde, el único verdadero poeta que conocí, para llevarle mis poemas y escucharlo hablar de lo que fuera), desdeñaba la narrativa contemporánea y consideraba los cuentos como lo más parecido al color beige en la literatura.

Uno de esos días, tirado en mi cama frente al póster de Rimbaud que había pegado en la pared (menos mal que Juan Forn nunca se enteró de esto), leí el Tristram Shandy y pensé que realmente podía hacerse una novela de cualquier cosa, así que decidí escribir una. En dos semanas de escribir todos los días durante la mayor parte del día al mejor estilo Kerouac, terminé una novela que, naturalmente, era un despiole generacional: los personajes vivían en La Plata pero tenían nombres rusos y soñaban con secuestrar a Carlos Ruckauf, había un club imaginario donde se honraba al Club Pickwick y cada tanto, sin ninguna razón, aparecía un capítulo de reflexiones aleatorias o de mensajes al lector. Pero mi prejuicio contra los cuentos persistía.

Fue recién cuando volví a Argentina y conseguí las obras completas de Felisberto Hernández en la edición en tres tomos de Siglo XXI, creo (o tal vez fue gracias a J. D. Salinger −en especial sus cuentos inéditos, “El bosque invertido”, “Melodía triste” y “Los Hermanos Varioni”− o William Saroyan, o Franz Kafka, o Isak Dinesen, o a todos ellos junto a los queridos niños perdidos del Sur, Truman Capote y Carson McCullers) que descubrí que los cuentos también podían ser azules, por ejemplo. O rojos. Y que eso era lo que siempre había querido hacer.

Y empecé a escribirlos.

Y una noche en La Plata, hablando con un amigo, contándole que ahora estaba más dedicado a la narrativa, él me contó que alguna vez le había escrito a Juan Forn para anotarse en su taller. Dijo que al final no había podido ir, pero que si me interesaba podía pasarme su contacto.

A los pocos días envié un mail que empezaba diciendo: “Estimado Sr. Forn”.

Al mes, apenas se abrió un cupo, empecé el taller.

Y uno de los primeros textos que llevé, con esa confianza alegre que da la inexperiencia, fue mi contratapa sobre Django Reinhardt.

Por supuesto, mis compañeros y Juan le encontraron varios problemas, y yo volví a casa imaginando las tres páginas que había llevado ardiendo en el fuego y convencido de que nadie me entendía. Pero, pese a la tentación, no incineré las páginas ni me sumí en la autocompasión: corregí. Una y otra vez.

Y lo mismo hice con los cuentos que escribí y fui llevando al taller, durante años; años en los que leí todos los libros de cuentos que pude, de cualquier época y país; años en los que aprendí que en un cuento hay lugar para la condensación del poema y la ambición de la novela, y que la poesía es siempre un horizonte común; años en los que entendí aquella cita que le gustaba repetir a Juan, de Jaime Gil de Biedma, en la que dice que de joven te interesa lo que te parece único en vos, y con el tiempo te interesa cada vez más lo que tenés de genérico, aquello que tenés en común con los demás.

En Yo recordaré por ustedes, su último libro, Juan Forn abre con una cita de Joseph Brodsky hablando de W. H. Auden, su maestro, en la que dice que todo escritor tiene un amigo imaginario, que el suyo es Auden, y que todo lo que escribe es un intento de mantener la conversación con él, porque en eso consisten, dice Brodsky, las civilizaciones.

Yo no sé en qué consiste nada y cada día que pasa sé menos que ayer, pero puedo afirmar que escribí los cuentos de este libro con ese mismo espíritu, aunque no lo supiera mientras lo hacía, tal como en aquella primera y fallida contratapa sobre Django Reinhardt.

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