Los años cincuenta son tiempos donde lo que subía como la espuma de una cerveza mal servida era el vacío: la estela de la resignación de vivir en lo sucesivo. Estados Unidos era un tarro lleno de desánimo, como si la sociedad se hubiese replegado en su propia intimidad, como si no hubiera nada más que esto: tomar el colectivo de la casa al trabajo, luego del trabajo a la casa —si es que tenías trabajo, si es que tenías casa—, mirar televisión, cerrar los ojos y, con un poco de suerte, soñar. Pero están los que no. Siempre, en todos las épocas, inquietos, insatisfechos, con la cabeza prendida fuego, están los que no. Y Jack Kerouac era uno de ellos.
En el verano de 1956 era un bombero forestal en la cima del mundo. Hacía dos meses que se había instalado en el estado de Washington, en la frontera con Canadá, en una montaña llamada Desolation Peak o, en español, Pico de la Desolación. Vivía en una cabaña y, cuando no trabajaba, escribía. Había publicado un libro en 1950, El pueblo y la ciudad, y había escrito diez más, todos sin publicar: algunos estaban guardados bajo la cama o algún rincón sin demasiada humedad; el resto juntaba polvo en las oficinas de distintas editoriales, aguardando a ser leídos por sus editores, aguardando una oportunidad.
Kerouac no tenía demasiada esperanza porque, básicamente, seguía escribiendo, y cuando uno sigue escribiendo lo hace porque cree que lo mejor todavía no lo escribió. Es una ecuación simple: no hay tiempo de mirar atrás, sólo dedicarse a mecanografiar la voz que grita en los propios pensamientos. Había algo más que un presentimiento. Un editor que leyó el borrador de En el camino —”un hombre muy inteligente”, según el propio Kerouac— le dijo: “Jack, esto parece Dostoievski, ¿pero qué puedo hacer con algo así en esta época?”. Él mismo lo sabía: “No era el momento”.
Hasta que un día la historia cambia —En el camino ya está en imprenta— y lo que se oye bajar del Pico de la Desolación no es una voz susurrante sino el ruido que de ahora en más representará a una nueva generación, a una nueva forma de hacer literatura. “Jack Kerouac se hace famoso de la noche a la mañana”, escribe Jean-François Duval en el libro Kerouac y la generación beat. “Al instante asistimos a la consagración de un hombre que, como se hace evidente, todo el mundo toma por otro. Se confunde al narrador con el escritor. Peor aún, se asume que ese autor-narrador y el personaje que pone en escena son una y la misma cosa”.
Dos dos atrás, en 1955, en un bar de San Francisco, un muchacho de anteojos llamado Allen Ginsberg, frente a un breve auditorio que fuma y bebe en silencio, mira un cuaderno, alza la voz y recita: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose...” Lawrence Ferlinghetti está presente, lo escucha, se maravilla, le propone publicar ese largo y bellísimo poema en su nueva editorial, City Lights. Sale en el 56 y en el 57 En el camino hace que ese envión que se venía construyendo, esa bocanada de frescura, esos chispazos incipientes se conviertan en una verdadera explosión.
“No se trata tanto de un acontecimiento literario —escribe Duval— como de un fenómeno sociológico. En el camino aparece en el instante preciso para hacer cristalizar las aspiraciones de toda una juventud nacida durante la Segunda Guerra Mundial (o justo antes), una juventud empujada por el irresistible impulso de los Treinta Gloriosos recién inaugurados y los cambios que éstos traen consigo: el crecimiento exponencial del consumo, los avances tecnológicos (transistores, televisión) y culturales (libros de bolsillo, discos de 45 revoluciones), la liberación progresiva de las costumbres, el desmoronamiento de las barreras sociales y raciales”.
Tenía 28 años cuando escribió esta novela. Fueron apenas unos días, tres semanas, entre el 2 y el 22 de abril de 1951. Estaba casado con Jane Haverty —no era su primera esposa, tampoco la última—, vivía en Manhattan. Estaba de regreso de un gran viaje por Estados Unidos y México. El narrador es Sal Paradise y el protagonista es Dean Moriarty, pseudónimo de Neal Cassady, uno de sus amigos. El otro gran personaje, Carlo Marx, es en realidad Allen Ginsberg. Son historias de viajes que pintan el lienzo de una libertad. La cantidad de libros que vendió es incalculable. Al día de hoy se reeditan en todo el mundo 100 mil ejemplares por año.
Comienza así: “Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera”. Hay ruta, cerveza, marihuana, whisky, cocaína, heroína, vértigo, mucho vértigo, y la necesidad de estar “tumbados de espaldas mirando al techo y preguntándonos qué se habría propuesto Dios al hacer un mundo tan triste”. “El resto podía irse al carajo”.
Nació justo en el medio, el tercero de cinco hermanos, un 12 de marzo de 1922 en Lowell, Massachusetts, Estados Unidos. Hijo de franco-canadienses que venían de Quebec, Canadá. Hasta que cumplió los seis años, en su casa se hablaba francés —En el camino empezó a ser escrita en este idioma—, luego aprendió inglés y se convirtió en su lengua oficial. Dos años antes, a sus cuatro, murió su hermano mayor, de nueve, llamado Gérard, fiebre reumática, y la familia entró en implosión. Su madre se resguardó en la fe, su padre en el alcohol y el juego. La figura de Dios fue constante; de adulto la encaminó hacia el budismo.
“De recia formación católica, Jack rezaba ante la foto de su hermano cuando quería conseguir algo”, cuenta Juan Vives Rocabert en el libro Jack Kerouac: el rey de la generación beat. Un día, siendo muy chico todavía, escucha la palabra de Dios en el crucifijo: ”Hijo mío, te encuentras en un mundo de misterio y de dolor incomprensible, es por tu bien, te salvaremos, porque consideramos tu alma tan importante como el alma del resto de las personas que hay en el mundo... pero has de sufrir por eso, es más, hijo mío, has de morir, has de morir sumido en el dolor entre gritos, temores, desesperación”.
Juan Vives Rocabert ahonda en esta “situación que, andando el tiempo, Jack Kerouac habría de obedecer literalmente” y sostiene que “este mensaje de Dios puede no ser necesariamente un fenómeno de tipo alucinatorio y corresponder más bien a una novelización o mitificación de una parte narcisista de su personalidad en la que se atribuye una suerte de elevada misión, aunque ésta esté intensamente teñida por un fuerte masoquismo y una fantasía sacrificial”. Este episodio es clave para pensar en la obra de Kerouac: la experiencia y la imaginación, la verdad y la ficción, todo junto dando vueltas en un remolino lingüístico.
No necesitó estar en las revistas literarias, en los programas de televisión, en las bibliotecas de los eruditos y los autodidactas, en las librerías, en los sueños de miles de lectores —todo eso finalmente llegó—; la escritura estuvo siempre. A su mecanismo, su método, su técnica le puso nombre, “prosa espontánea”, y la definió como “el libre desvío de la mente hacia los infinitos mares del pensamientos, zambullirse en el océano del inglés sin otra disciplina que los ritmos de exhalación retórica y de la narración protestada, como un puño que cae sobre una mesa con cada sonido completo ¡bang!”. Sentir, improvisar, disparar.
Así fue cosechando una larga, prolífica, fructífera e intensa obra. Algunos libros: Los subterráneos, Los vagabundos del Dharma, Big sur. Formó con Ginsberg y William S. Burroughs a la cabeza un movimiento que, por un lado, nunca se reconoció así mismo, y por otro, se abrió a lo largo y ancho del país. Para Dennis McNally —lo escribe en el libro Jack Kerouac: América y la generación beat, una biografía— crearon “un conjunto de obras profundamente significativas que merecen estudiarse aunque sólo sea por razones estéticas”, pero también porque “son reflejos dramáticos de los cambios históricos de los Estados Unidos”.
Kerouac, Ginsberg y Burroughs como el tridente, la montaña de tres picos, los que alcanzaron una notable masividad, pero debajo hay una gran cantidad de autores. En el libro Poesía Beat, una antología del año 2017, hay textos de cuarenta poetas. John Clellon Holmes, Neal Cassady, Gregory Corso, Herbert Huncke, Lawrence Ferlinghetti, Gary Snyder, Diane di Prima, Carl Solomon, Philip Lamantia y Peter Orlovsky, pero también personajes prácticamente invisibles para la historia, outsiders, como Elise Cowen. Esta amplitud los saca del lugar de grupo, de cofradía, y los sitúa como movimiento, como generación.
Dentro de su obra, en el fondo, aunque a veces se lo puede percibir ondeando en la superficie, hay una sensibilidad crucial, una mezcla de vulnerabilidad y osadía, de tristeza y ardor, un grito de guerra con lágrimas en los ojos, un aullido, una llama profundamente poética. Porque, como escribió Allen Ginsberg, “en el fondo todos éramos poetas”. Gabriel Batalla sostiene en El camino de Jack Kerouac que, si bien su obra “fue incomprendida y rechazada por el mundo editorial por muchísimo tiempo e incluso por los intelectuales y críticos”, “hoy sería de una miopía canónica dejarlo fuera de los escritores más influyentes del siglo pasado”.
Eran las once de la mañana del 20 de octubre cuando comenzó a vomitar sangre. Estaba sentado bebiendo whisky y licor de malta, escribiendo algunas notas. Sintió una fuerte puntada en el estómago y ganas irrefrenables de sacar —ya no metafóricamente— todo lo que tenía dentro. Del hospital, una ambulancia lo llevó al St. Anthony en San Petersburgo, Florida. Le hicieron varias transfusiones y una cirugía pero ya era tarde. Murió a la mañana siguiente, cuando el reloj marcaba las 5:15. Era 21 de octubre de 1969. Fue anestesiado para recibir la cirugía y nunca más se despertó. Tenía sólo 47 años.
Hay un libro fundamental en su biografía. Se titula La filosofía de la Generación Beat y otros escritos. Hay anécdotas, recuerdos, confesiones, interpretaciones y una pulsión transgresora que parece salirse de las páginas. Es algo que está en sus libros, que en su poesía se ve mucho. ¿Son las historias? ¿Es el estilo? ¿Las escenas, los personajes? ¿La sensibilidad? Es lo que dice y es cómo lo dice. “¿Por qué voy a atacar lo que amo más allá de la vida? Eso es beat. ¿Vivir la vida? Naaa, amar la vida”, escribe. Y luego: “Me dan pena los que escupen a la Generación Beat, el viento los disipará y los borrará de la historia”.
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