“El último día de mercado”, un cuento de Andrea Chapela

Infobae Cultura publica un relato de “Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio”, el libro de la escritora mexicana, una de las “25 mejores escritores jóvenes en español” según la revista inglesa Granta

“Puesto de mercado”, autor anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII (Museo Nacional de Historia, México)

–¡Cuidadito y regresas con otro refuerzo, Agustina! Es lo último que me falta hoy.

El tono de voz que Myriam utiliza con su hija es muy distinto al que usa con Luisa. Nunca se había dado cuenta. Es la diferencia entre una orden y una petición.

–Qué exagerada, mamá.

–No me contestes.

La orden le sale natural. Myriam no se ha acostumbrado a que Tina tenga un auricular y esté conectada a la red de la casa. Tina tampoco está acostumbrada, porque su reacción no es obedecer, sino contestar:

–Ma...

El choque eléctrico detiene la respuesta en la primera sílaba.

Luisa, que está escondida entre los arbustos del jardín, no puede ver la reacción de Tina, pero la imagina. Se tensa, tal vez hace una mueca de dolor, se niega a reaccionar. En un circuito cerrado cada desobediencia genera una pulsada eléctrica. La descarga es como la de las máquinas de toques, aumenta hasta que la persona obedece. Nunca llega a las quemaduras, pero debe ser dolorosa, incómoda. La conexión con la red tiene la desventaja de venir con una jerarquía: Tina, su madre, la casa.

Luisa nunca lo ha sentido en carne propia. Probablemente nunca lo sienta. Sus padres y ella son la casa, los dueños de la red a los que el resto está conectado y mientras que los padres de Luisa sí tienen un auricular para acceder a la red, se espera que ella no necesite uno nunca, que sus capacidades genéticamente modificadas, hechas a la medida, la pongan por encima de cualquier refuerzo.

–Ay, Tina... –la voz de Myriam sale como un sollozo–. ¿Tienes el dinero de las tortillas? No tardes, por favor.

A pesar de que su madre ha levantado la orden, Tina no le contesta. Sale por la puerta de la cocina al jardín. Ya afuera se limpia los ojos, agita todo el cuerpo como si así pudiera sacarse la corriente eléctrica de adentro. Avanza con decisión hacia la puerta de servicio al fondo del jardín. Luisa sale de su escondite entre los arbustos y cuando alcanza a Tina, esta tiene su mano sobre el sensor para abrir la puerta. El arete que cuelga de su oreja izquierda, conectado al auricular y por tanto a sus emociones, brilla naranja. Un enfado leve. En las cuatro semanas que Tina ha estado usándolo, Luisa ha creado un catálogo color–emoción.

Cuando Tina llegó con el auricular, tres meses atrás, causó una conmoción. Myriam estaba furiosa. No quería que su hija estuviera conectada a la red de la casa. En vez de apoyarla, la madre de Luisa le dijo a Myriam que, una vez hecha la conexión, lo más prudente era que Tina estuviera conectada a un sistema cerrado. Más tarde, durante una fiesta, Luisa le escuchó decir que era mejor así, que todos estaban más seguros si todo el servicio estaba conectado a la red.

Al cruzar la puerta, Luisa aguanta la respiración. Interfirió el sistema de seguridad esa mañana para que la dejara salir sin problemas, pero no está segura de su éxito hasta que se encuentra del otro lado y la alarma no ha sonado. Solo para asegurarse, revisa el programa de intervención en la pantalla de su brazalete. Todo bien. Nadie va a buscarla en el rato que esté fuera. Sus padres no se encuentran en casa. Como todos los sábados pasarán la mañana en el club. Comerán allí y no regresarán hasta que sea hora de supervisar los últimos detalles para la cena de cumpleaños de su padre. Nadie se preocupará por ella hasta que lleguen los primeros invitados y su madre suba a asegurarse de que el vestido de Luisa es adecuado.

Tina, por supuesto, ha salido muchas veces. No es la primera vez que la mandan a comprar algo al mercadito sobre ruedas que se pone los sábados a pocas cuadras, justo en la calle que divide dos colonias. Pase lo que pase, comentar la aventura será una buena distracción durante la fiesta de esa noche.

Tina, a pesar de ser hija de la cocinera, siempre está invitada.

Son mejores amigas y, gracias a ella, Luisa puede aguantar que le pregunten qué nuevo idioma ha aprendido este mes (coreano) o le pidan que resuelva problemas de geometría avanzada.

Siempre hay algún adulto que quiere ver si las capacidades de una inteligencia expandida están a la altura.

–¿Trajiste las cápsulas de inteligencia?

–No se llaman así, pero sí, aquí están.. Fue cosa de cambiar las etiquetas. Dejé dos para que Clara piense que se me volvieron a acabar. ¿Es suficiente para la extensión?

Luisa toma tres cápsulas con el desayuno y dos más con la cena. Sus padres solo toman la dosis de la mañana, pero los genes de Luisa fueron modificados desde la gestación, así que requiere más medicamentos y chequeos para mantener en orden sus funciones cognitivas avanzadas.

–Sí. En el mercado del sábado hay de todo. Me recomendaron una tienda que es de confianza. ¿Segura que quieres venir?

Luisa casi puede oír la voz de su madre, sus advertencias sobre la colonia vecina, sobre salir sola a la calle, lo que puede sucederle. Luisa conoce las estadísticas y sabe que los trozeadores, esos que secuestran y hacen negocio con partes del cuerpo, que su madre teme, son un problema de verdad, pero está cansada de ver la ciudad solo por la ventana del coche.

Quiere estar en ella.

–Vamos. Tardaremos más si nos quedamos aquí.

Para demostrar que no tiene miedo, Luisa se aleja de la puerta por el callejón. Saborea el sonido de cada uno de sus pasos, mira las envolturas y pedazos de botellas contra el muro. La callejuela está en completo silencio, a pesar de que la Ciudad de México siempre le ha parecido ruidosa y caótica desde el interior del coche. Llega hasta la esquina y con temor toca la pared. Esto es lo más lejos que ha caminado.

–El mundo exterior –dice Tina con los brazos abiertos para presentarle el callejón, el led en su arete brilla azul celeste–. Hay que deshacerte esas trenzas.

–Tu mamá me va a matar –dice Luisa antes de llevarse una mano al intricado peinado que Myriam le hizo durante el desayuno.

–Prometo que te ayudaré a trenzarlo de nuevo cuando volvamos.

Luisa siempre lleva el cabello recogido, pero cuando Tina termina de deshacer la trenza le cuelga alrededor de la cara.

–Se ve bien –dice Tina–. El mercadito está para acá. Vamos.

* * *

Caminan por la avenida Sierra Madre cuando Luisa ve los primeros puestos del mercadito sobre ruedas. Los ha visto antes, de lejos, a través de la ventana del coche estancado en el tráfico. En los días previos a la excursión, leyó sobre ellos, sobre cómo recibían permisos de las alcaldías para ocupar distintos lugares a lo largo de la semana. El del sábado es el más grande. En una de las esquinas se pone la señora que trae las mejores tortillas. Hechas a mano de principio a fin. Un lujo.

Pese a todo lo que ha leído, no está preparada para el caos del mercado. La luz a su alrededor es rosa y el arete de Tina se ve morado claro en lugar de azul. Está emocionada. El ruido la envuelve: las pisadas; la gente que grita “¡Güerita!”,

“¡Seño!”, “¡Joven!”, tratando de que los transeúntes se detengan; se intercambian precios de aguacates, mangos y queso; el silbido del aceite hirviendo mezclado con el sonido de la gente comiendo, platicando. El aire está cargado con los olores cambiantes de puesto a puesto: flores frescas, tacos y garnachas, frutas, carne cruda, pollos sin cabezas. Y el calor, la luz del sol concentrada, amplificada entre los cuerpos. Dentro del mercado se siente, no puede ver bien con tanta gente.

Sin embargo, Tina sabe a la perfección a dónde va. Zigzaguea entre los puestos sin responder a los gritos ni detenerse; Luisa la sigue, tropezando con la gente, sin saber cómo pasar alrededor de los que están detenidos. Se distrae con cada nuevo estímulo: olores a fruta, carne cociéndose, sudor; los colores de los puestos, la comida, los vestidos de quinceañera que cuelgan en un puesto, la ropa de la gente y, sobre todo, los sonidos: cumbia en un puesto, en otro gritan “¡Llévelo, llévelo!” y, apenas unos pasos más lejos, otra canción, otro grito. La atmósfera húmeda creada por los cuerpos y las carpas sucias y viejas. Esto es lo que ha querido por mucho tiempo, pero ahora siente que los estímulos la sobrepasan. Su mente trata de procesar toda la información al mismo tiempo.

“Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio” (Almadía), de Andrea Chapela

Después de varios puestos de fruta y verduras, Tina se detiene frente al de una anciana. Está sentada en un huacal, rodeada de canastas cubiertas por trapos bordados con flores donde saca tortillas frescas. Tres personas esperan su turno.

El proceso es lento, artesanal y la gente paga por eso.

–Ten –le da un billete azul que dice quinientos y tiene unos pájaros alrededor del número–. Dile que vienes de parte de la señora Myriam. Que te dé lo encargado, agregue dos docenas y te las envuelva. Pasamos por ellas de regreso. Yo ahorita vengo. Voy a preguntar por la tienda.

Luisa nunca ha tenido dinero en sus manos, así que observa el billete. ¿Será mucho o muy poco? ¿Cuánto costará una tortilla? Si lo supiera, podría hacer la cuenta de cuánto tiene que pagarle. Cuando por fin llega hasta la señora de las tortillas, pide sin titubear.

–Pásame la mitad y en veinte te las tengo. Voy a mandar a mi hija por más.

No dice cuánto es y Luisa teme preguntar. No quiere que se note que nunca ha hecho eso antes, así que solo le extiende el billete. La señora frunce el ceño. ¿Será mucho? ¿Muy poco?

Luisa siente cómo su corazón se acelera, pero al final la señora toma el billete y le regresa algunas monedas, luego hace un gesto para llamar a la siguiente persona.

Luisa se quita del camino y mira alrededor. ¿Dónde está Tina?

Se le cierra la garganta. La gente pasa a su alrededor. La empujan, le gritan. Los estímulos que un momento antes le causaban emoción, ahora la aplastan. No sabe en qué concentrarse, comienza a tratar de aislar cada olor: a sudor, a grasa, a aceite quemándose, a tortillas frescas. En su mente retumban las advertencias de su madre sobre los peligros que se encuentran más allá del muro. Cierra los ojos y comienza a recorrer todos los escenarios posibles, tratando de pensar en planes de contingencia. ¿Qué hacer si Tina la abandonó? ¿Cómo volver a casa? Tendría que salir del mercado, encontrar Sierra Madre y de allí deshacer el camino.

–¡Luisa!

Abre los ojos y distingue a Tina entre la gente.

–Ya sé dónde está la tienda. ¿Ya pediste las tortillas? ¿Tienes el cambio?

Luisa le entrega las monedas que la señora le regresó y Tina las cuenta. Hace una mueca.

–¿Está mal?

–No. No te preocupes. Lo arreglo cuando volvamos.

Tina guarda el cambio y con un gesto de la cabeza le dice que la siga.

–Por aquí, al fondo. Hay que salir del mercado. Me dijeron que pregunte por don Romo.

Tina comienza a andar. Mientras caminan, Luisa trata de recordar detalles de cada esquina para crear un mapa mental.

Salen del mercado a una calle donde los muros tienen grafitis y la pintura de las paredes se está descarapelando. La madera se ve más vieja, los vidrios de las ventanas más sucios. La calle está repleta de hombres que ofrecen productos. Hay mantas en el suelo sobre las que observan productos de todo tipo. Luisa se detiene frente a una que vende pequeñas cajitas llenas de líquidos de colores. Después de inspeccionarlas un momento se da cuenta de que son iris azules, grises, verdes e incluso morados. Pantallas de ojos. Son temperamentales y Luisa solo ha leído sobre ellas, porque son ilegales en Estados Unidos y Europa.

Tina la espera frente a la puerta de una vecindad. Caminan por un pasillo hasta el número 4. Luisa observa las baldosas sucias y rotas, tratando de distinguir el patrón. Se detienen en la puerta.

–¿Me das las cápsulas?

–¿Qué estamos haciendo aquí? –pregunta Luisa–. ¿En serio vas a comprar una extensión de pantalla?

–No exactamente. Voy a arreglar mi auricular.

–¿Arreglar? ¿Aquí? Pero si lo acabas de comprar.

Tina se muerde el labio, su arete brilla verde. Luisa sabe que su amiga está nerviosa. Miente.

–Dime la verdad.

–El circuito de mi auricular está cerrado y conectado a tu casa. Ya lo sabes –responde Tina, tras un breve e incómodo silencio–. Necesito abrirlo para que no pase lo de hace rato con las órdenes de mamá. Me dijeron que por una botella de tus cápsulas podría conseguir que me lo abrieran.

Luisa quiere decirle que es peligroso tener un circuito abierto, que cada auricular está conectado a una red cerrada para proteger la mente de las personas, que Myriam no la va a dejar tener su fiesta si se entera, que las redes evitan ataques del exterior, cosas que ella sabía, pero el arete de Tina pulsa de color amarillo. Está enojada. Sabe que ninguno de sus argumentos convencerá a su amiga.

–¿Es seguro?

–Sí. Don Romo es el mejor y será rápido. Media hora máximo. ¿Me das las cápsulas?

La pregunta no se siente como una petición. ¿Qué haría Tina si Luisa se niega? ¿La atacaría? Luisa abre su mochila y saca el frasco.

* * *

La tienda de don Romo es pequeña y está abarrotada de refuerzos mecánicos. Luisa nunca ha visto muchos de los diseños que cuelgan del techo, pero puede adivinar para qué son: arneses para ser más fuerte, diademas para guardar información mental, collares con pequeñas bocinas para cambiar el tono de la voz. Algunos de los aparatos están hechos de piezas de distintos metales y colores, como si alguien hubiera descuartizado diferentes refuerzos y usado las partes para crear nuevos mecanismos altamente especializados.

Tina se encuentra al fondo de la habitación, frente a la mesa de trabajo. Está hablando con rapidez, dando las especificaciones del tipo de pieza que desea. Está nerviosa, pero el hombre detrás de la mesa no la escucha. Está examinando la botella de cápsulas. Saca algunas y las observa con su ojo izquierdo, que está nublado y desenfocado, probablemente reforzado para examinar las pequeñas marcas en el borde de cada cápsula. Don Romo es pequeño, con piel endurecida bajo el sol.

Sus brazos y manos se ven fuertes, pero su rostro arrugado es el de un anciano.

–Son de muy buena calidad –dice–. ¿De dónde las sacaste?

–En la casa donde trabaja mi mamá tienen un gabinete lleno de ellas. ¿Me alcanza con eso?

Don Romo la mira fijamente con su ojo derecho, mientras su ojo reforzado se posa en Luisa. No tiene pupila, es un orbe lechoso y desenfocado. Sin embargo, Luisa se siente expuesta, mucho más de lo que se sentía afuera.

–Es mi prima, quería conocer su tienda –miente Tina–. ¿Es suficiente?

El hombre permanece impasible.

–Por supuesto –responde sin dejar de observarla.

Andrea Chapela (Foto: Alvan Prado)

¿Y si quiere ver su auricular? Luisa se toca el cabello, jugando con las puntas, como si quisiera colocarlas detrás de s oreja, a pesar de que no debe. En lugar de eso da un paso hacia la puerta.

–Sabes que te iría mejor si te tomaras las cápsulas en lugar de vendérmelas, ¿verdad? Mejorarán tu cerebro como ningún refuerzo mecánico sería capaz y no tiene ninguno de los efectos secundarios de las redes.

Luisa siente el ojo reforzado sobre ella. Da un paso hacia la puerta. No debería estar aquí, fue una pésima idea, lo sabe. Da otro paso.

–Deberías tener cuidado con tu auricular, no digas que tienes un circuito abierto. Algunos patrones prefieren tenernos cautivos en una red, conectados a sus casas, donde pueden controlarnos. Se va a poner peor, cuando todos esos niños modificados crezcan, van a ser mucho más que un refuerzo mecánico. Siempre vamos un paso atrás.

Cállate, piensa Luisa, eso no es cierto. Da otro paso y golpea uno de los refuerzos metálicos que cuelgan del techo. Reacciona por instinto y lo atrapa antes de que golpee el suelo.

Cuando siente el peso, se da cuenta de lo que ha hecho. Ambos ojos, el oscuro y el nublado, se encuentran sobre ella y no sabe dónde ocultarse. Don Romo sabe qué es, quién es. La voz de su madre le reverbera dentro, le dice que es especial, que el mundo afuera de la casa le hará daño, que tiene que correr, huir. Luisa suelta el refuerzo mecánico. Antes de que alguien pueda detenerla alcanza la puerta, el ruido sordo del golpe la sigue y comienza a correr hacia el mercado.

* * *

El aire se siente caliente en su garganta, sus pulmones le queman. Confía en que su mente haya creado un mapa, en que si sigue moviéndose quizá llegue a casa. Entra al mercado techado.

Busca el vestido azul para orientarse. Da media vuelta, avanza un poco. Siente de nuevo la sensación de asfixia. La atmósfera rosada la oprime. Exhala e inhala intentando tranquilizarse.

–¡Luisa! –escucha su nombre. Es Tina–. ¡Detente! ¿Qué chingados te pasa?

Viene sola y eso la tranquiliza. Exhala e inhala.

–¿Cómo me encontraste?

El sudor de su cara hace que algunos mechones se le queden pegados en los ojos.

–Tienes un rastreador –dice Tina como si fuera lo más obvio, su arete vibra amarillo–. ¿Crees que tus padres se la jugarían? Toda la casa tiene acceso.

Luisa no responde. ¿Un rastreador? Se siente extraña en su propio cuerpo.

–¿Por qué te asustaste? Te pusiste como loca. Don Romo se asustó.

Se sintió una tonta.

–No lo sé –responde.

Tina le toca la espalda para tranquilizarla.

–¿Podemos irnos? –dice Luisa suavemente, aún con miedo.

–Ya pagué por la pieza. No puedo irme –dice Tina y Luisa quiere decirle que fue ella quien se robó las cápsulas, quien pagó, pero no lo hace–. Como no necesitas un auricular, no te importa, pero yo sí lo necesito y estoy cansada de estar conectada a la red de tu casa.

Luisa no le pregunta por qué, lo sabe de sobra, pero le sorprende que por primera vez Tina se refiera a la casa como un lugar que no le pertenece.

–Por favor.

Tina no contesta, su arete brilla rojo por un momento antes de volver a amarillo.

–Voy a volver con Don Romo. Ven conmigo o regresa a casa. Me da igual.

De nuevo la asfixia. El miedo. Luisa siente que los ojos se le llenan de lágrimas. Tina se da media vuelta y comienza a caminar.

–Tina, llévame a casa. Ahora.

La orden sale de su boca con facilidad, tanta que apenas la registra. Tina se detiene, ambas saben lo que sucederá si se niega. Las dos conocen la jerarquía, Luisa es la hija de la casa y el auricular lo sabe. Tina da un paso y se tensa, el arete se pone rojo oscuro.

Tina se vuelve a mirarla, con los puños apretados. Su arete oscila entre el rojo y el naranja. Parece que está a punto de gritar, pero cuando habla su voz suena rota:

–Vamos.

Caminan en silencio, pasan frente al vestido azul de quinceañera, los muebles viejos, las mesas de comida, la señora de las tortillas, los puestos de flores y frutas y salen a Sierra Madre. Tina no se detiene hasta que se encuentran de nuevo frente a la puerta de metal en el callejón. Luisa la toma del brazo y abre la boca para disculparse, pero la detiene el rostro resignado de la otra niña.

–Aquí está. Tu casa –dice Tina, su arete completamente transparente.

Luisa quiere decirle algo que arregle lo que acaba de suceder entre ellas, decirle que entiende por qué Tina quiere un auricular, que ella también sabe de encierros y órdenes, pero algo la detiene. Tu casa, dijo Tina, y algo en ese pronombre desarma todos los argumentos de Luisa antes de que pueda formularlos. Se mezcla con el miedo y la vergüenza. La culpa se transforma en rabia. Con una palabra Tina alzó un muro entre ellas. ¿No entiende que tenía miedo, que la llevó a un lugar peligroso, que la utilizó para conseguir lo que quería? Las amigas no harían eso. Tal vez ellas nunca fueron amigas, tal vez...

El silencio se extiende y por un momento parece que se que darán allí, heladas; sin embargo, Tina toca la puerta de metal que se abre hacia el jardín, da media vuelta y se aleja.

La idea se siente más como un reflejo. Una reacción a la desesperación. Luisa abre el programa en su brazalete y lo apaga. No podría decir por qué lo hace, solo que tiene que hacer algo antes de que Tina gire la esquina. Cruza la puerta y la alarma retumba por toda la cuadra. Retumba dentro de sus padres, de Arturo, Clara, Myriam y la misma Tina. Todas las personas conectadas a la casa saben que está allí, en la puerta, entre el jardín y el callejón. Luisa ya no alcanza a verla, pero con cierta satisfacción imagina el pendiente de Tina morado de incredulidad.

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