Benjamín Labatut: “La realidad siempre se está cayendo un poco a pedazos”

En este diálogo íntimo, el elogiado escritor chileno devela su proceso creativo, reflexiona sobre la honestidad que presupone su escritura y define la relación que lo une con su país: “Lo quiero y lo odio mucho”

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Benjamín Labatut (crédito: Juana Gómez)
Benjamín Labatut (crédito: Juana Gómez)

Digo breve porque sueño con una larga noche de charla con Benjamín Labatut. Siete preguntas es poco pero supongo que setecientas también.

Benjamín Labatut es un escritor fuera de catálogo, único. Un diferente. Sus ideas giran en torno a la mirada que tiene sobre la escritura, la ciencia, las relaciones entre las personas y cómo el mundo todo el tiempo se está desmoronando para volverse a construir en un infinito caos que no por eso deja de ser hermoso y atractivo. Así leo todo lo que me llega de Benjamín Labatut.

Ya en su primer libro publicado, La Antártica empieza aquí, nos encontramos con el misterioso estilo de Labatut. Digo misterioso porque en estos siete relatos lo cotidiano se vuelve extraño, y lo extraño cotidiano. Desde militares chilenos perdidos sin rastro en el hielo polar hasta una mujer que quiere huir de su cuerpo envuelto en una piel enferma. Los territorios que habitan estos personajes les son hostiles, y la tragedia y la locura están a la orden del día, misteriosas y cotidianas.

Su segundo libro, Después de la luz, ya nos presenta al Labatut que conoceremos más en profundidad en Ese verdor terrible. No son cuentos, ni ensayos, tampoco novela, pero se podría decir que sí, porque, basándose en biografías y descubrimientos científicos, aquí ya Labatut mete cuchara y, manejando las palabras como un empaste de cemento, moldea la arquitectura de su propia escritura. Nos preguntamos qué hay de cierto, qué de invento. Cuánto sabe o no de física cuántica, o el concepto de “el vacío”; por qué nos apasiona lo que cuenta si al cerrar el libro las historias y las explicaciones científicas se nos escapan de las manos. Creo yo que es el poder de invitarnos a participar en su fascinación por el mundo conocido y desconocido, concreto a la vez que ininteligible.

Un verdor terrible llegó en plena pandemia y vino a contarnos, una vez más y de manera más afilada la historia de la ciencia y cómo los resultados de grandes inventos descontrolan a la vez que revolucionan y mejoran -a veces- nuestra manera de estar en el mundo. Leerlo es un viaje hacia la contradicción que existe en nuestras sociedades como motor para la supervivencia.

En su más reciente ensayo, La piedra de la locura, rastrea los modos en los que el arte, la ciencia y la literatura han lidiado con un tema tan escabroso como inescapable: la locura. Así, El Bosco, Lovecraft, Philip K. Dick y David Hilbert se encuentran hermanados en esto de intentar entender dónde ponemos los límites entre la cordura y la locura, cómo la paranoia muchas veces determina la forma en la que nos movemos colectivamente. Con el escenario de la pandemia como fondo, Labatut nos habla –de manera renovada, fresca, diferente– de lo mismo. No somos una cosa o la otra, sino una cosa y la otra. Muchas cosas y muchas otras; en el territorio, o en el vacío. Ayer y hoy. Y ahí yace el misterio de ese fuego terrible que es su escritura a la que nos convoca como un chamán.

—Un verdor terrible es un éxito mundial, traducido a mas de 20 idiomas, leído por sociedades, lectores y culturas muy diferentes. Me surgen dos preguntas a partir de esto porque, claramente, escribiste sobre un tema que interesa o interpela a muchos lectores. ¿Cuál fue la semilla de este libro?

—La semilla es un libro anterior, que es mucho más raro: Después de la luz. Lo escribí luego de vivir una experiencia que no puedo explicar, al menos no del todo, y recoge muchas historias e ideas que me fascinan y que están en el borde de lo comprensible. Mi mejor amigo, el editor argentino Maximiliano Papandrea, me ayudó a darle forma y me dijo que era una especie de cartografía de mi cerebro, un mapa de mis obsesiones –el vacío, el silencio, los límites, Dios, el infinito– y que seguramente me iba a pasar el resto de mi vida minando el material inconsciente que salió allí.

De alguna manera, es una “llave de sueños”, una especie de Aleph muy personal, un libro que trata de contener todo lo que me interesa. Como objeto literario, no le veo mucho valor, pero yo no lo escribí como un libro, lo hice para encontrar un camino de vuelta en un momento en que me perdí por completo. No sé si es un libro, es otra cosa, pedacito de mí, un trozo que se me rompió y que yo traté e convertir en literatura, porque lo que tiene forma y estructura en Un verdor terrible es delirio y caos en Después de la luz.

"Un verdor terrible" (Anagrama), de
"Un verdor terrible" (Anagrama), de Benjamín Labatut

—¿Por qué nos encandila tanto el claroscuro que casi siempre son la ciencia y los avances científicos?

—Porque somos una especie embrujada. Estamos encantados por nuestro sistema nervioso. Y vivimos fascinados, cegados y seducidos no solo por las maravillas del mundo sino por todo aquello que brota de esa oscuridad sin fondo que es nuestra imaginación. Esto corre doble para la ciencia, porque es la extensión más importante (y la más peligrosa) de la inteligencia humana. Sin ella, sin duda no podríamos sobrevivir, pero gracias a ella también es posible que nos extingamos. Esas dualidades son inevitables. Pero no debemos renegar de la ciencia, ni de ningún otra de las artes humanas. No son algo aparte de nosotros. La araña también es su tela.

—El libro es difícil de catalogar, ¿es no ficción? ¿Es una novela? Se me ocurre que en la formación de este libro hubo una intencionalidad en que el formato diga algo en sí mismo, transmita también algo.

—Hay ideas que son radioactivas. Hay ciertas ideas –como la idea de Dios, o de la eternidad, o de la reencarnación, o del crecimiento económico, o la felicidad, o la iluminación– que si te tocan, te transforman. Un verdor terrible nació de mi obsesión con ciertos misterios de la historia, de la ciencia, de la física y de las matemáticas: la singularidad del agujero negro, la función de onda de la ecuación de Schrödinger; el horror de la II Guerra Mundial; los paisajes alienígenos del universo matemático. Todas estas cosas desafían nuestra comprensión y abren una puerta hacia el abismo. Si el libro es raro es porque la extrañeza está en su corazón. Y supongo que también en el mío.

—En tu libro La extracción de la piedra la locura planteás una hipótesis acerca de lo frágil que es esta aparente roca sólida que es nuestra sociedad. Las fake news, las noticias virales, las redes sociales; ¿En qué contribuye esta fluidez de información y comunicación a crear una paradoja de realidad que se cae a pedazos frente a eventos como, por ejemplo, la pandemia?

—La realidad siempre se está cayendo un poco a pedazos. Pero eso es porque está hecha de pedazos. Si observas el mundo (o tu mente, ese espejo oscuro en que se refleja) te das cuenta de eso de inmediato: no hay un continuo. Hay trozos, partículas cortadas por el tiempo. Lo que le da fluidez y continuidad a la realidad es otra cosa. Pero esa otra cosa no es la realidad (que, hay que decirlo bien claro, no está bajo ningún peligro, por mucho que nosotros temblemos) sino el cuento que nos contamos con respecto a ella. Lo que sea cae a pedazos es una historia. Pero eso es algo tan necesario como es terrible.

Benjamín Labatut (crédito: Juana Gómez)
Benjamín Labatut (crédito: Juana Gómez)

—Noto en tus libros y en tus entrevistas que siempre dejás un espacio para lo oscuro, para todo aquello a lo que no alcanzamos a descifrar por medio de la “ciencia” y que –según mi lectura– se deja entrever en tus escritos que tal vez deberíamos abrirle la puerta de manera mas honesta a eso oscuro que está allí y que nuestra razón se empeña en ocultar.

—La sombra está ahí por las mismas razones que la luz: para que la veamos y para que podamos hacer cosas con ella. Yo creo que cuando las cosas se vuelven más oscuras, uno puede ver más lejos. Hoy, que estamos tratando de ver la primera luz del universo con el telescopio James Webb, no debemos olvidar tres cosas: que pasaron casi trescientos mil años antes de que el cosmos dejara de ser totalmente opaco; que las primeras estrellas no se encendieron hasta cien millones de años después del Big Bang; y que, como dice el Liber viginti quattuor philosophorum, “Dios es una tiniebla. Es la brusca sombra que invade el alma después de toda luz”.

—¿En qué cambia la mirada de un escritor el hecho de que escriba desde “el culo del mundo”? En todo caso, ¿en qué te cambia a vos? ¿por qué lo elegís?

—Todo lo que he escrito, lo he escrito en Chile, así que no te podría decir cómo cambia la mirada de un escritor si se va a otro país. Al menos en literatura, la periferia está más cerca del centro. Porque se trata de eso, de llegar al meollo, de morder el durazno hasta el carozo. Y eso es más difícil en medio de la abundancia.

Yo encuentro que el culo del mundo es un muy buen lugar para escribir y para mirar. Cuando hablo con la gente que vive en el “primer mundo”, los veo muy perdidos, ahogados en su cultura, tentados por el éxito, o avergonzados de su desarrollo. Sobre todo, los veo totalmente definidos por su época, por el espíritu de su época, y por preocupaciones que suelen ser totalmente pasajeras. Desde aquí abajo, desde Chile, uno les ve el culo.

Pero yo no vivo en Chile por elección. Uno no elige su país. Yo quiero y odio mucho a mi país, y me siento un tanto atrapado aquí, porque aquí vive demasiada gente a la que quiero. Mi cruz es la del Sur. Y lo seguirá siendo incluso si termino viviendo en Alemania o en Japón. ¿Qué hay allá afuera? Mejores playas, mejores museos, hombres y mujeres más hermosas. Sí, afuera hay más cultura y más dinero, pero conviven con el mismo horror. La gente suele hablar de lo mismo, aquí y en la quebrada del ají. Suelen pensar lo mismo. A mí no me llama el extranjero. Porque, además, uno se lleva puesto encima el sistema operativo. Donde sea que vayas, es tu mente la que colorea tu experiencia.

—Hablanos de Samir Nazal.

—Samir fue muchos hombres. Y todos eran literatura. Fue un verdadero maestro. Me enseñó muchas cosas –el valor del silencio, el valor de una coma bien puesta, la obligación de tratar la prosa como si fuera poesía– pero sobre todo me enseñó que la literatura tiene un corazón secreto, y que habitar ese corazón (o incluso sospechar que existe) es un trabajo que te toma toda la vida.

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