El puente griego conecta al Museo Eduardo Sívori con el Rosedal de Palermo, donde apenas despierta la mañana los jardineros trabajan la tierra para mantener y regenerar el florido paseo para unos visitantes que eternizarán el resultado en sus redes sociales.
Remueven, agregan, seleccionan, podan. Curan. Es a toda vista un oficio laborioso, para el que se necesita un ojo entrenado, una expertise acumulada en el tiempo para tomar la decisión correcta, para mantener una armonía estética que además pueda prolongar su existencia. Algo similar sucede puertas adentro del Sivorí, que presenta Museo sin tiempo, una muestra que ingresa en el quehacer artístico, en eso de volver a cultivar para que la vida -el arte- renazca.
Museo sin tiempo, que comenzó el año pasado y estará abierta hasta abril, tiene dos grandes ejes, que si bien parecen independientes se conectan en el punto esencial: el resurgir, a través de la puesta en valor del patrimonio -con muchas obras que no veían luz desde hace décadas- y, a la vez, la restauración de piezas, como una manera de marcar esa necesidad de sanación tras una época de muchísima dificultad para los espacios culturales tras el cierre por la pandemia.
El Sívori no buscó retratar la pandemia per se, ni de manera directa, ni alegórica, sino que puso el ojo en la necesidad de recuperar y cuestionar la función de los espacios expositivos tras la magnitud del evento global que aún no ha finalizado.
“Nos enfocamos en momentos críticos. Por un lado, este contexto en el que estamos viviendo y cómo se relaciona con la conservación del patrimonio, y por el otro lado la emergencia del museo, que tiene una colección que nace en el ‘30, justamente en otro momento de gran crisis”, explicó Teresa Riccardi, directora del espacio y curadora, a Infobae Cultura.
Museo sin tiempo se divide en varias salas. Empecemos por la A, que se encuentra más cercana al ingreso, y lo haremos porque allí se desarrolla una “cocina” que suele estar oculta a los ojos del público y que posee un fuerte simbolismo sobre toda la exposición en general: el taller de restauración.
Es, además, el espacio dedicado a las esculturas que forman parte del acervo, que la mano paciente de Mariana Buscaglia van recuperando su estado original en una tarea orfebril sobre un escenario a vista de todos durante los jueves, cuando incluso dialoga con los visitantes que pueden conocer de primera mano este oficio “fantasma”. Allí, a poco metros, cohabita un estudiante de la UNTREF, quien trabaja también sobre piezas que se encontraban en pésimo estado.
“Por un lado se escenificó el acervo patrimonial escultórico para mostrar también los procesos en construcción y de investigación que tiene un museo por fuera de la exhibición, porque hay obras que necesitaban ser reparadas, tanto como nosotros necesitamos repararnos socialmente. Es muy interesante la conexión de la materia y el oficio del taller desde la perspectiva de alguien que viene con un foco más científico”, agrega Riccardi.
En el espacio lucen las piezas escultóricas de artistas como Ernestina Azlor, María Amelia de Marteau y María del Carmen Portela, quien a su vez es retratada en La llamarada (1925) por el escultor Agustín Riganelli, que copa la escena con varias piezas, por lo que se genera un ida y vuelta entre su academicismo y el de Portela con una mano más visceral.
Por ejemplo, de Riganelli se puede apreciar todo el desarrollo del El hombre del rascacielo (1928), desde el yeso original, a las pruebas de busto y una versión más pequeña de la pieza final.
La exhibición también tiene una pata en el presente como forma de generar una camaradería que se extiende más allá de la colección, al presentar a 10 creadores contemporáneos -5 visuales y 5 de escritura creativa- que participaron de la convocatoria del Laboratorio Federal del que participaron 600 personas de todo el país.
Así, participan Sol Echevarría, Simón Helú, Javier Soria Vázquez, Mariano Vespa, quienes intervienen la exposición en distintos puntos a partir de textos, mientras que Florencia Caiazza, Mariana De Matteis, Cecilia Lutufyan, Nicolás Rodríguez Sosa, Gisella Scotta y Mariela Vita lo hacen desde los visual, quienes “aportaron con una mirada más federal como con una conciencia más social y política”, comenta el co-curador Sebastián Vidal Mackinson.
La exposición se desarrolla luego en cuatros espacios interconectados, en los que aparecen entre otros los trabajos de José Planas Casas, Alfredo Guttero, Alfredo Gramajo Gutiérrez, Ramón Gómez Cornet, Pedro Fígari, Enrique de Larrañaga, Martín Malharro, Emilio Pettoruti, Miguel Carlos Victorica, Juan Del Prete, José León Pagano, Horacio Butler, Héctor Basaldúa, Raúl Soldi, Leonie Matthis y Juan Antonio Terry.
“Esta sala de alguna manera retrata a esa sociedad de la década del ‘30, todo lo que iba a sucediendo. Esto nos sirvió de excusa también para poner las grandes joyitas que tiene el museo, como por ejemplo el Pettoruti (Señorita con abanico verde, 1925), que es increíble, como los Berni (Chacareros, 1935)”, dice Vidal Mackinson sobre el inicio del recorrido.
El intinerario propone una relación sobre el trabajo que se conecta con esta idea de la regeneración, del resurgimiento y lo colaborativo. Por un lado, con piezas que fueron las fundacionales del Sivorí, donde la idea de un arte nacional, despojado de las influencias academicistas de los siglos anteriores y que mira al labrado de la tierra como a los paisajes de esa construcción de lo argentino que se refleja en los movimientos que miraron hacia el interior del país a principios del siglo pasado y, a la vez juega con la vanguardia, que se expresa en Pettoruti.
Allí también se encuentra la gran obra maestra del acervo, Chacareros de Antonio Berni, que se presenta de espaldas al público, para que se aprecie como, al igual que Manifestación, fue realizada sobre bolsas arpilleras. Así, esta pintura magnífica se expresa más allá de lo pictórico, sirviendo como puente entre lo productivo como eje de la subsistencia y lo artístico. El frente convencional, la pintura propiamente dicha, forma una tríada con Arrieros, de Enrique de Larrañaga, y Colonos, de Raúl Mazza, resaltando el rol de la camaradería, la tradición y el oficio como necesidad para ese resurgimiento.
En la sala C aquello que se llamó civilización avanza, y las ciudades se hacen presentes, como también “la representación dede los distintos paisajes de Argentina, tratando de escaparse de esa representación más clásica y mascullada de la pampa; o sea, es como ir hacia otro paisajes, de lo urbano a lo serrano, a los del norte de Argentina, con obras que se expusieron en la primera muestra y después no se mostraron nunca más”, suma Vidal Mackinson. Y Riccardi agrega: “Está representado el momento a nivel federal de aquella época, con realidades muy diferentes, que unen esa transformación urbana tan radical de los primeros años con, por ejemplo, la mirada del Jujuy de Terry”.
“Intentamos que de alguna manera el museo refleje un panorama más amplio del lo que es también el circuito del arte en general y no solamente hable sobre nosotros, sino sobre cómo nos vinculamos. Es evidente que las instituciones necesitan reforzarse y que hay que trabajar para que efectivamente esos lazos permitan que los que saben, los restauradores por nombrar un ejemplo, puedan hacer lo suyo sobre las piezas del patrimonio, para que se pueda producir un cuidado de lo público. Ese es el legado más importante”.
“Por eso, para mí, rotar las colecciones es crucial, porque si lo hacés vas restaurando patrimonio y vas mostrando ese patrimonio, entonces eso activa todo el tiempo un circuito de manos que son esenciales y del que todos participamos como institución”, comenta Riccardi.
A través de un pasaje dedicado a la naturaleza muerta, “el alimento, la postestad de la tierra, quién la labra”, se llega al núcleo dedicado a la representación de la mujer, con obra de Horacio Butler como una mujer españolizada (1930), uno de Consuelo R. González (Reposo, 1935), con Valentín Thibón de Livian (Escena de circo, 1927) o el de Raúl Rosarivo (Hilandera india, 1930), “que muestra a una mujer nativa americana pero representada casi como de la manera clásica, muy occidentalizada”. El espacio se cierra con una site specific de Gisella Scotta: “Ella venía trabajando con el tema de las rosas y cómo el parque está situado donde era la estancia de Juan Manuel de Rosas, llevó el Federalismo o muerte al Feminismo o muerte, retomando el rojo punzó, recuperando la historia del contexto del terreno y trayéndolo a la actualidad”.
En la sala de retratos se plantean obras que recurren a “oficios, artistas y gestores culturales” que resaltan, “como se marca en la autobiografía de Luis Falcini, el primer director del museo, esa gran correspondencia, no solo en cartas sino en el conocimiento entre muchos artistas de la época, que trabajaban con ese espíritu de camaradería que queriamos rescatar”, dice Vidal Mackinson.
Museo sin tiempo no solo es una excelente oportunidad para conocer obras que hace mucho tiempo no eran colgadas, sino también para adentrarse en la vida interior de un espacio que apuesta a la renovación constante como método (la fantástica muestra sobre Mariette Lydis de 2019 es un ejemplo) y que de esta manera no sólo puede atraer a su público cautivo, sino también renovarlo a partir de una cualidad que no siempre es común en el circuito: la sorpresa. Y eso sí es una manera de enfrentar a las crisis.
*Museo sin tiempo, en el Museo Eduardo Sívori, Av. Infanta Isabel 555, Palermo. Lunes, miércoles, jueves y viernes, de 12 a 19h; sábados, domingos y feriados de 11 a 20h. Martes: cerrado. Entrada general: $50. Miércoles, gratis. Extranjeros no residentes: $250. Gratis: Menores de 12 años, jubilados, personas con discapacidad más un acompañante y estudiantes con acreditación.
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