Miguel Grinberg fue un hombre preclaro. Vio, desde siempre, lo que el resto vio después. Un excéntrico, en ese sentido. Fue, también, algo hippie, espiritual y muy verde. Un fundador de muchas cosas. Aquí, como homenaje, el relato de un intento de meditación hace cinco años, antes de que enfermara, en el marco del VegFest, un evento que organizaba la Unión Vegetariana Argentina (UVA), y una entrevista con el autor de Ecofalacias, entre otros títulos.
astronautas en un espacio nave
¿Es mucho decir que estoy aquí, en este festival verde, por él?
Miguel Grinberg es verde y alternativo mucho antes de que fuera una tendencia de moda. Fue uno de los fundadores del movimiento ecologista en la Argentina. Ya en 1979, en plena dictadura militar, Grinberg participó de una primera reunión ecológica en Rosario: una fecha concreta para decretar el nacimiento de los verdes en la Argentina.
Se presenta en este evento como escritor, periodista, instructor de meditación tibetana, ecologista, Premio Global 500 PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medioambiente). Es un hombre flaco, canoso, con barba, está demasiado abrigado, se quita el sweater, pide disculpas porque no se siente del todo bien, se acomoda en una silla en el escenario del Bauen, aclara: “No estoy aquí para dar recetas de cocina”. Y dice: “No vengo a predicar la revolución verde porque se convirtió en un negocio más. Hay bancos verdes, corporaciones verdes (por ejemplo Rockefeller y la fabricación de autos eléctricos)”.
“Una buena respiración ayuda a sintonizar con la música del universo. Estamos en un planeta que es un espacio nave y somos astronautas”.
“Una vida cotidiana en estado de cambio es lo más revolucionario en este siglo. Y una de las herramientas más revolucionarias que hay en este contexto es la práctica de la meditación”.
Grinberg ha dicho la palabra mágica: meditación. Se la dejó picando a Gabriela Mattei, la organizadora del VegFest, que le pide que nos guíe en una sesión. Él se resiste mínimamente. “Tengo el sí fácil”, dice. Y al final, acepta dar “una muestra gratis”. Explica que es una técnica tibetana adaptada, que aprendió allá por la década del 60, y que aplica en sus talleres de meditación. Nos pide que cerremos los ojos. Hay cerca de 200 personas en el Auditorio del Bauen. Todas, con los ojos cerrados. En rigor, no todas: el ruido llega desde los puestos de venta. Intento abstraerme, convertir al ruido en un murmullo imperceptible. Me pregunto si Grinberg también habrá cerrado los ojos o nos estará observando, en clara ventaja.
Pienso qué pasaría si ahora abriera los ojos, pero no me animo. Me comporto como una alumna obediente. Aunque tampoco abandono mi paranoia. ¿Esto es meditar? ¿Llegaré alguna vez al estado meditativo, el pensamiento cero? ¿Será hoy? ¿Será alguna vez?
Meses más tarde, leo un artículo sobre la incidencia que la meditación trascendental tiene en ciertas terapias no alternativas, que neurólogos y psicoanalistas la utilizan en hospitales, o en ciertos tratamientos, que está comprobado científicamente que meditar ayuda en cuadros de depresión pero también en algunas enfermedades “del cuerpo”. ¿Será la técnica puente, a través de la cual Mondo verde y las ciencias duras se dan la mano?
Pero la voz de Grinberg, ahora, es pausada.
“Estamos con los ojos cerrados y hagamos durante un minuto o dos un intento de respiración profunda. Cada vez que inspiramos, incorporar más aire y cada vez que espiramos, soltar más aire. En silencio, por más que haya gente hablando del otro lado del salón, no molesta, intentemos introspectivamente sentir por la nariz y con la mayor intensidad posible el movimiento del aire que es lo que nos sostiene. Si perdemos eso, dejamos de existir. Inspiramos profundamente, espiramos intensamente. En silencio. Intentando empujar el diafragma hacia abajo e inflar la panza con el aire que llena los pulmones”.
Obedezco: inspiro todo el oxígeno que puedo. Largo todo hasta vaciarme. Varias veces. Pero hay otros ruidos, digamos, internos.
Los de mis dudas, mis desconfianzas: no creo que respirar cualquier aire sea bueno. Aquí hay un montón de personas de las cuales un buen porcentaje podría estar, al menos, con un resfrío o incubando una gripe. No sé si el salón está bien ventilado. No vi ventanas. Y los olores de comida, los sudores, los vapores…
El chamán Grinberg autoriza a abrir los ojos lentamente. Y aconseja: “Traten de hacer esto todo el tiempo. En la fila del supermercado. En el colectivo, en el subte, en el pago fácil. En la sala de espera del dentista. Traten de cargarse de oxígeno y de energía universal y cada cual va a descubrir su lugar en la orquesta”.
La mujer de Grinberg lo ha estado mirando desde la primera fila, embelesada, con una sonrisa permanente. Patricia, la entrenadora física que no puede dejar la miel, se levanta de su silla, se acerca al orador, le toma una mano con sus dos manos y le agradece efusiva, tanto, tanto. Yo le pido el teléfono para una entrevista.
Mientras me alejo, desde la pantalla, el doblaje en español de la voz de Paul MacCartney dice:
—Toda la carne es roja.
el ecologista
Es lunes. Son las 9 de la mañana. La cita es en un bar tradicional porteño, La Academia, Callao y Corrientes, a pocos metros del Hotel Bauen. Hoy, el ruido en La Academia es infernal. Adentro, la máquina de café; afuera, el tránsito de Callao.
Miguel Grinberg nació verde. Su apellido significa montaña verde. “Si hubiera nacido Goldberg (montaña de oro), habría sido joyero”, bromea. Ya en la década del 60, formó parte del naciente rock nacional; antes, pasó una temporada en Nueva York, donde forjó una amistad con el beatnik Allen Ginsberg, tradujo poetas norteamericanos, se vinculó con el espiritualista Thomas Merton, mostró una preocupación temprana por la ecología y las filosofías orientales, escribió libros con títulos como Ecofalacias o Somos la gente que estábamos esperando, publicó y dirigió revistas: Mutantia, Eco Contemporáneo, fue crítico de cine. Y condujo un programa de rock Son progresivo, por Radio Municipal (Radio Ciudad), a través del cual, ya en 1972, difundía cuestiones ecológicas. Una de sus oyentes era la astróloga Ludovica Squirru, que años después lo convocó para formar parte de su proyecto Fundación espiritual de la Argentina.
—Ludovica reunió a astrólogos de distintas formaciones, mapuches, mayas, celtas para hacer una carta astral de la Argentina. Y llegaron a la conclusión de que el 25 de mayo de 1810 y el 9 de julio de 1816 eran fechas funestas para fundar cualquier cosa, mucho menos un país, y que el día indicado hubiera sido un 4 de diciembre.
Y desde hace 11 años, en Traslasierra, en Ojo de agua, donde Ludovica tiene un campo, se realiza la ceremonia celebratoria de la Fundación espiritual de la Argentina, con música y ballet, y yo coordino la meditación grupal al aire libre, hacemos el reencuentro con la naturaleza. No estamos creando un partido político ni una nueva religión, cada cual medita a su manera, reza a su manera y si no tiene manera no reza ni medita.
Diez años después del programa radial, en la agonía de la última dictadura militar, en 1982, Grinberg fundó la Multiversidad de Buenos Aires, «donde el que tenía algo para enseñar, enseñaba. Allí se creó el Centro de Estudios de Tecnologías Asociadas de la Argentina (CETAAR) y el Centro de Estudios de Cultivos Orgánicos (CENECOS), una Red Verde esperanza de huertas infantiles, una revista de la primera democracia que se llamó Canta Rock, que hicieron Pipo Lernoud y otros. Yo entré a protagonizar la lucha ecológica a nivel internacional. Viajé por Asia, África, fui uno de los protagonistas de la cumbre Eco 92 en Río de Janeiro».
A pesar de su discurso basado en el “yo lo hice”, Grinberg no se siente ni un gurú, ni un chamán, ni siquiera un líder.
—Me siento del pelotón de avanzada. Los que el capitán elige para hacer un reconocimiento de un territorio nuevo, donde no ha estado nadie y no se sabe si hay peligro y hay que confirmar si hay peligro o si es zona segura. Y yo he sido miembro de ese pelotón durante toda mi vida. Sigo siéndolo.
Grinberg es una parábola de los alternativos del siglo XX. Y no para. Tampoco ahora, cuando escribe columnas de temas ambientales, dicta sus talleres de meditación y enseña como docente de Periodismo ambiental en la Universidad de La Plata. Grinberg habla del presente contaminado con autoridad de arqueólogo, de místico o de sabio. Dice que no predica ni quiere convencer a nadie, que está contra toda ortodoxia, contra toda militancia, pero advierte:
—Comer se ha vuelto una actividad peligrosa. Aunque uno sea vegetariano y coma comida fresca, eso no le asegura que sea segura. Sobre todo con el auge de lo transgénico, que ya no es aplicable exclusivamente a la soja. La modificación de los genes en cualquier tipo de alimento tiene como objetivo una vida más larga en las góndolas del supermercado y una producción más intensiva, en algunos grados a niveles de locura. Hubo un momento en que una gran corporación norteamericana se propuso fabricar tomates cuadrados porque en el cajón entraba más cantidad.
Estamos en el peor lugar del mundo desde el punto de vista ecológico. En pleno corazón del centro porteño, a 500 metros del kilómetro 0 de la Argentina. Pasa una ambulancia, luego otra y otra. Un camión de bomberos.
Grinberg se detiene. Escuchamos en silencio el ulular de la sirena, como si fuera un grito sagrado. Cuando el ruido se aleja lo suficiente, Grinberg sigue, como los artistas o los políticos cuando esperan que disminuya el sonido de los aplausos.
—Pero aun si no existiera lo transgénico, existen los plaguicidas y todo lo que es verduras, frutas, frutos de la tierra, están sometidos a procedimientos químicos tanto para su crecimiento como para combatir las plagas. Son venenos que llegan al estómago del usuario y conforman una sopa química. De allí provienen las alergias, desórdenes nerviosos y males del progreso, que atacan, sobre todo, por la falta de controles, a los habitantes del antiguo tercer mundo, que ahora es el ningún mundo.
Peor, dice, están los carnívoros, por el uso de hormonas de crecimiento en el ganado vacuno “para que puedan ir al mercado más rápido”, y los “70 compuestos diferentes químicos” en la cría industrial de pollos. Dice, en sintonía con las películas de terror vegano que estuve viendo: “Aparte de los antibióticos, de los fungicidas, de los piojicidas y de la cantidad de cidas para matar las plagas que amenazan a ese conglomerado de animales en campos de concentración que son las granjas industriales, cuando eso llega al estómago del consumidor acarrea parte de lo que el animal ingirió para constituirse en una pieza comestible”.
Grinberg contribuye a mi teoría de los sufijos malos. En este caso, cidas.
—Así como comer verde no es una garantía de ingesta saludable, comer carne no voy a decir que es una receta para el suicidio, pero algo que ocurre lateralmente, y no podemos dejar de notar que cada vez hay más colas de gente en las farmacias.
Hasta aquí venía bien siguiendo la argumentación. Saltar de la granja industrial a la cola de la farmacia no me parece tan obvio.
Ahí hay un eslabón perdido. Grinberg aclara. Dice que el mundo “está inserto en una epidemia de cáncer agudísima, que tiene que ver con la alimentación, con la calidad del agua, del aire y con la seguridad alimentaria, una materia en pañales que la industria se ocupa de soslayar o desplazar. Cada vez hay más testimonios de laboratorios químicos independientes que sostienen que la ingesta de productos transgénicos termina resintiendo el organismo”. Y critica a la “industria química farmacéutica y médica, apuntada a socorrer a víctimas, no a suprimir las causas del mal”.
Contra los transgénicos, Grinberg rescata el movimiento argentino de producción orgánica que “permite a alguna gente abastecerse directamente del productor”. Y ve como “señales saludables, la multiplicación de mercados barriales de productos orgánicos, de la mano de la separación selectiva de basura y la difusión de semillas”.
También destaca la “actividad esclarecedora de algunos grupos”. Y es un convencido de que veganos y vegetarianos son la prueba y la confirmación de que se trata de una decisión saludable. Los verdes, asegura, son más sanos. Aunque, reconoce que “es de la clase adinerada de donde están saliendo las iniciativas, todavía falta gente que descubra el potencial de la pobreza para hacer alternativas. Y el sueño de los pobres argentinos es ser clase media. La Argentina está a contramano de la historia. Está orgullosa de su producción sojera transgénica, de su plan nuclear, de su fracking, de destruir sus glaciares, de hacer megarepresas con China. No estamos muy verdes que digamos”.
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