Hace cien años, el 5 de marzo de 1922, nacía en la Emilia Romagna, región italiana, un bebé a quien sus padres bautizaron con el nombre de Pier Paolo Pasolini, que viviría 53 intensos años (atravesados por la producción artística en varias ramas, la innovación, el escándalo, el sexo y la belleza) hasta que una muerte violenta, oscura, dio fin a su existencia sobre la tierra. Pero, ¿por qué mencionar tan pronto a su muerte en una nota que celebra el centenario del comienzo de su vida? Tal vez, para poder contar a Pasolini –para definirlo, sobre todo– esta sea la única manera. Ya el mismo PPP había reflexionado sobre esta cuestión en su texto “Discurso sobre el plano-secuencia”, del que Infobae Cultura publica un fragmento fundamental.
“En definitiva, mientras tiene futuro, es decir una incógnita, un hombre está inexpresado. Puede haber un hombre honesto que, a los sesenta años cometa un delito: esta acción censurable modifica todas sus acciones anteriores y, por consiguiente, se presenta distinto del que siempre fue. Hasta que no me muera nadie podrá garantizar que verdaderamente me conoce, es decir, podrá dar un sentido a mi acción que, por lo tanto, en cuanto momento lingüístico, es difícilmente descifrable.
Por lo tanto, es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresarnos, y al que, por lo tanto, atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caso de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea selecciona sus momentos verdaderamente significativos (inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios o incoherentes), y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto y, por lo tanto, lingüísticamente bien descriptible. Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos”.
Pero, ojo, no es esta una reflexión de un pesimista a lo Cioran, sino la de un hombre con una perspectiva vitalista sobre el mundo y las cosas que lo componen, pero que a la vez tiene una mirada materialista que esgrime para poder comprender. Por lo pronto, la nota podría haber comenzado así: “Se cumplen 100 años del nacimiento de Pasolini, el poeta, el cineasta, el novelista, el dramaturgo, el católico, el marxista, el defensor del dialecto friulano, el futbolista aficionado, el periodista, el polemista incendiario, el hombre gay que osaba decir el nombre de su amor y de su deseo, el expulsado del Partido Comunista, el excomulgado de la Iglesia católica, el intelectual que denunciaba al poder, el asesinado”. Y ese comienzo hubiera sido exhaustivo y cierto pero también habría sido una enumeración confusa.
La comprensión del montaje sobre algunos episodios de la vida de Pasolini ayuda a construir a un Pasolini entre los muchos posibles, aunque aquel con el que llegó a la fama internacional sea el de las películas. Como escribe Marcelo González Magnasco en su artículo para la compilación Pasolini. El penúltimo revolucionario (editado por la Universidad de Artes Audiovisuales): “Probablemente la mayor producción artística de Pier Paolo Pasolini sea él mismo. Él es su mejor obra, algo cercano a una instalación. Parece llegar por todos lados: cine, teatro, literatura, política. De alguna manera, esto sorprende y marea”.
Hace cien años nacía Pier Paolo Pasolini, o PPP. Su infancia lo encontró con un padre oficial del ejército italiano, cuyo mayor mérito sería apresar al autor de un atentado fallido contra Benito Mussolini, y que cumpliría misiones distantes por todo el país. Su madre, Susana, constituyó una figura central durante toda su vida mediante una relación de amor y veneración, mientras su hermano Guido, tres años menor, sería su compañero de aventuras. Durante la escuela secundaria se empapó en las lecturas de Dostoievski, Tolstoi, Shakespeare, a la vez que le daba forma a sus primeros poemas, más allá de los que había urdido durante la infancia. En la Italia fascista, se trasladó a Bolonia (conocida como “Bolonia la Roja” por la historia de luchas del movimiento obrero y la influencia que ejercía la izquierda), donde comenzó sus estudios superiores en literatura. Allí fue donde empezó a publicar poemas que comenzaban con un epígrafe en friulano, el dialecto campesino que hablaba su familia materna. Pero llegó la guerra.
Es decir, la Segunda Guerra Mundial, en la que su nación integraba el Eje hitleriano. Junto a su madre y hermanos se trasladó a Casarsa en 1942, en la campiña friulana de donde era originaria la familia materna. Pasolini, además de publicar su primer libro Poesía a Casarsa, tomó contacto con otros jóvenes defensores del dialecto regional (hay que recordar que el fascismo quería prohibir todo atisbo de diferencia lingüística a través de una política de homogeneización nacional) con los que llegó a conformar un movimiento que, con la cercanía de las tropas alemanas, se mantuvo en las sombras. Guido, el hermano de relación más estrecha con Pier Paolo, se unió a la guerrilla partisana Brigada Ossopo, de tamiz católico y socialista, y en enero de 1945, otros partisanos de la Brigada Garibaldi, de tendencia comunista, lo ejecutarían junto a sus compañeros en un episodio confuso. Un año después, derrotado el Eje y en una Italia convulsionada por la reconstrucción post-fascista, publicaría su libro de poemas El diario.
Se unió al Partido Comunista Italiano en 1947, pero dos años después sería expulsado por “razones morales” ya que presuntamente había tenido relaciones con uno de sus alumnos. Ese mismo año de 1949, el papa Pío XII excomulgaría a todo católico que militara con los comunistas. Decidió partir a Roma junto a su madre Susana, con quien había vuelto a vivir su padre Carlo, tomado por el alcohol. Tenía todo el aspecto de una huida. En Roma, en 1950, su vida daría un vuelco.
Su diario sería no solo un espacio escritural íntimo, sino que escritos de ese diario serían perfeccionados como poemas y así publicados. Formaba parte del ámbito cultural romano, al que había llegado con los antecedentes de ser un defensor del dialecto del Friulia. Escribe en 1954 en friulano La mejor juventud, que abre a un público lector más amplio, con poemas como “David”:
Apoyado en el pozo, pobre joven,
vuelves hacia mí tu cabeza gentil,
con una risa grave en los ojos
Tú eres, David, como un toro en un día de abril,
que de la mano de un muchacho que ríe
va dulce a la muerte.
También en Roma incursiona en la novela con Ragazzi da vita (Muchachos de la calle, en su traducción de 1961 de Compañía Fabril Editora) con una trama protagonizada por esos jóvenes que conoció en la ciudad, de sectores populares pero no insertados laboralmente en las fábricas, lumpenproletarios se les solía decir, y con ellos compartía tardes, calles, partidos de fútbol y episodios eróticos con una naturalidad muy ligera. “Me siento mucho más cómodo con mis amigos de la calle, las chicas que deben vender sus cuerpos para vivir y los chicos que deben robar algo para llevar comida a un montón de hermanos, que con algunos de esos señores que escriben y creen que todo el tiempo están hablando de cosas importantes y sólo dicen banalidades, a esos la vida les pasa por un costado”, había escrito.
Este sector social será el protagonista de su debut cinematográfico con el film Accatone, de 1961, que transcurre en los barrios periféricos romanos, verdaderas villas miseria. Tanto como Mamma Roma, que filma al año siguiente y marca el regreso de Ana Magnani, como una madre prostituta que quiere ver cómo ese trabajo produce para su hijo un ascenso social, a la pantalla grande y que resulta un éxito de público. Estos dos primeros films marcan su inicio en una especie de neorrealismo en una segunda época. En 1964 dirige El Evangelio según San Mateo, consagrada internacionalmente por la crítica y el público y que incluso recibe las mejores calificaciones del L’Osservatore Romano, diario del Vaticano: la película planteaba mostrar la vida de Jesús transcurrida entre los sectores del pueblo, reconocibles así para el espectador actual. Susana, su madre, hace de la Virgen María y el poeta argentino Juan Rodolfo Wilcock interpreta al sacerdote Caifás. La película ganó el Premio del Jurado en Venecia.
Su prolífica carrera detrás de las cámaras, en el guion, en el montaje, había comenzado y duraría 14 años solamente. Para revisarlas a fondo, el libro de la Universidad del Arte, que tiene ensayos de Gianni Vattimo, Raúl Perrone, Jorge Aulicino y el especialmente recomendable texto del cineasta Nicolás Prividera, abunda no solo en esos años cinematográficos, sino en cada etapa de su carrera.
En 1968 Teorema, protagonizada por Terence Stamp y que mostraba un ángel que hacía temblar los cimientos de una familia burguesa con su belleza y una irresistible sexualidad, se convirtió en un éxito mundial, pese a la dificultad del lenguaje cinematográfico elegido, y que también se plasmaría en el éxito del guion trasladado al formato libro, ya que era en sí mismo una novela. Al año siguiente Pasolini llega a la Argentina junto a Maria Callas para participar del Festival de Mar del Plata con su película Medea.
Los años setenta comenzarían con La Trilogía de la Vida, una celebración de la juventud, del sexo, de la belleza popular y juvenil, de la picaresca contra los poderosos y un desparpajo filmado en Italia, Gran Bretaña y el norte de África, que ya había sido locación de otras películas: El Decamerón, de 1971, Los cuentos de Canterbury, de 1972 y Las mil y una noches, de 1974. La adaptación de los clásicos mediante relatos corales realizados en episodios implica un planteo político que mira con ánimo positivo al porvenir que exhibe durante esos años convulsivos. Ese entusiasmo juvenilista no tardaría en culminar.
En 1975 escribe la abjuración de La Trilogía, prolegómeno de Saló:
“Primero: la lucha progresista por la democratización expresiva y por la liberación sexual ha sido brutalmente superada y trivializada por la decisión del poder consumista de imponer en este punto una tolerancia tan amplia como falsa.
Segundo: también la “realidad” de los cuerpos inocentes ha sido violada, manipulada y pisoteada por el poder consumista; es más: esa violencia sobre los cuerpos se ha convertido en el más macroscópico de los datos de la nueva época humana.
Tercero: las vidas sexuales privadas (como la mía) han sufrido tanto el trauma de la falsa tolerancia como el de la degradación de los cuerpos, y lo que en las fantasías sexuales era dolor y alegría se ha convertido en engaño suicida, en tedio informe”.
El espíritu revolucionario de los setenta había devenido en un enfrentamiento entre organizaciones armadas de izquierda, como las Brigadas Rojas, y las paramilitares fascistas. El auge de movilización obrera sufría un reflujo. Y el mercado mostraba su victoria en colores por TV. Pasolini filma entonces Saló, o los 120 días de Sodoma, que adapta la novela del Marqués de Sade, un texto que desafía a ser leído por entero debido a las escenas que un cura, un noble, un jurista y un gobernante le producen a los campesinos y que fue escrita antes de la Revolución Francesa. El director, que hoy sería centenario, la traslada a la República de Saló, refugio en 1944 de las últimas fuerzas fascistas antes de que la resistencia armada clandestina y el ingreso de tropas aliadas depusiera definitivamente al régimen fundado por Mussolini. El film de Pasolini también pone a prueba al espectador, porque lo que en sus últimos films era vivado y celebrado se convertía en fuente de dolor, sadismo y muerte. PPP no pudo ver el estreno, antes fue asesinado, según el juez Alfredo Carlo Moro, hermano de Aldo Moro -el político asesinado en un crimen que sigue provocando discusiones-, por un taxiboy que se autoinculpó. El fallo dice: “Sí, Pelosi es culpable, pero en concurso de otros”. Ese “otros” nunca fue aclarado.
Los hechos fueron así. El 2 de noviembre de 1975, terminada la realización de su película (que se había atrasado ante el robo de unos rollos que obligaron a filmar otra vez escenas enteras), Pasolini estaba embarcado en la finalización de su novela Petróleo, que mostraba el mundo de corrupción del poder y el asesinato del director del Ente nacional de hidrocarburos, que proponía nacionalizar la producción del combustible en Italia y cuyo avión se estrelló sin motivos aparentes, causándole la muerte. Esa noche, Pasolini había decidido recurrir a uno de los taxi boys que se ofrecían cerca de la Estación Terminal. Conversó con Pino Pelosi, de 17 años, y quedaron en un encuentro a cambio de 20 mil liras. Iban en el BMW de Pasolini cuando Pelosi le dijo que tenía hambre, pararon en una trattoria en el camino a la playa de Ostia, en las afueras de Roma, y Pelosi gozó de una buena cena. Pasolini, que había comido con amigos, pidió una cerveza.
Horas más tarde, el cuerpo de Pasolini fue encontrado sin vida, desfigurado, con heridas en todos los miembros, con rastros de la furia y la crueldad. Por eso, nadie creyó que el delgado Pelosi pudiera haber sido el asesino, o el único asesino. Por eso escribió el juez: “Sí, Pelosi es culpable, pero en concurso de otros”. La periodista Oriana Fallacci acusó por el asesinato a la mafia y dos de sus sicarios en un artículo periodístico, pero en el juicio dijo que no podía revelar sus fuentes por ética periodística. Sergio Citti, actor de innumerables películas, dijo que lo habían llamado para entregarle los rollos robados del film y quedaron en ese lugar de entrega, pero que era un señuelo para matarlo por su novela, de la que aún hoy queda un capítulo, el de la muerte del funcionario Enrico Mattei y sus culpables.
Al ser detenido, Antonio Pino Pelosi dijo que había robado el auto, pero luego tuvo que reconocer que era el auto de Pasolini. Lo llevaron ante el cadáver y confesó haberlo golpeado con un palo luego de una propuesta “extraña” y que al irse con Pasolini tirado en el suelo, pasó por encima de él. Cumplió 9 años de cárcel. En 2008 dijo, ya libre, que recién podía hablar ya que habían muerto los verdaderos asesinos y que ya estaba su familia a salvo de represalias. Sí, dijo, que él había mirado toda la escena y pasado por encima de Pasolini al escapar. Ante el pedido de reapertura del caso, la justicia estimó que no había aportes nuevos que valieran que se vuelva a juzgar el crimen. En 2015, Pelosi murió por un cáncer.
Un montaje de una vida. Uno de los posibles. Pero sin dudas existen los hechos. En el caso de los protagonizados por Pier Paolo Pasolini, hechos estéticos, principalmente, o hechos políticos que solo podían existir si eran estetizados. Su vasta obra en tantos géneros lo convierte en uno de esos hombres imprescindibles para comprender una época. Sin embargo, Pasolini extiende el arco epocal. Dice: “Yo soy una fuerza del pasado, solo en la tradición está mi amor”. Y unas líneas después: “Doy vueltas más moderno que todos los modernos buscando hermanos que ya no están”. Una fuerza del pasado más moderna que todos los modernos. Todo un compromiso político y estético. De los cien años que se cumplen desde que nació, solo orbitó entre los vivos cincuenta y tres. Es por eso que Pasolini produce melancolía de su ser.
SEGUIR LEYENDO: