“La obra de arte es tu propia vida”. “Tenemos que llegar a ser artistas de nuestra propia existencia, no necesitamos que ese arte quede plasmado en ninguna obra externa”. Me dice en1962, yo 16, él 23. Acá, Plan Conintes a rabiar, en Cuba la Revolución y como si fueran una mala palabra yanqui, más al norte, los beatniks.
“Tus poemas no son importantes”, agrega él, “tampoco los míos ni nada de lo que vengo publicando en Eco Contemporáneo”.
Casi sesenta años después, pese a los kilómetros de palabras que ambos escribimos, de cara a su partida la frase toma otra dimensión. Aunque relea sus casi 40 libros y cientos de artículos, plenos de visiones tanto o más preclaras que aquéllas, el espíritu que encarnó durante 84 años su cuerpo ha de estar más que satisfecho. Miguel siempre expresó una perspectiva más elevada que el común de nosotros. Le encontró las palabras iluminadoras, las acompañó con acciones desinteresadas, se entregó a ellas consciente de que solo era un emisario. Iba en quienes lo seguíamos como en quienes lo caricaturizaban, procesar o no sus mensajes.
En aquella época, Eco Contemporáneo, su revista tipo Selecciones, presentaba a poetas y cuentistas latinoamericanos nuevos (Dal Masetto, Clarice Lispector, Ernesto Cardenal, Raquel Jodorowsky, Gonzalo Arango), intercalados con escritos de consagrados como Henry Miller, Thomas Merton, Albert Camus, Nicolás Parra. Algunos autores argentinos de la generación previa, de culto, no populares, como César Fernández Moreno, Miguel Brascó, Federico González Frías, Rafael Squirru, Héctor Yánover de repente se entrecruzaban con Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinguetti, Etchuvenko, los Nadaistas colombianos… En esa época hubo cuatro o cinco revistas literarias independientes regulares, o al menos no fugaces (El grillo de papel/El Escarabajo de Oro, Airón, El barrilete de papel…). Eco albergaba a los outsiders de cualquier grupo o cofradía. Ángeles marginales, gustaba llamarlos él. Bailarinas, pintores, dramaturgos, libre pensadores, buscadores de alguna verdad… Las mejores mentes, antes que las destruyera la maquinaria.
Ni él ni muchos de los que lo acompañamos sabíamos qué queríamos de la vida. Solo lo que no queríamos. E igual seguimos buscándole un sentido a todo —amores, laburos, pasiones— a través de lo que escribíamos y dábamos a conocer.
Más que una promesa, a los 25 Miguel ya era un referente de algo que nadie sabía bien de qué se trataba pero dejaba intuir que por ahí venía “alguna corriente subterránea”. Periodismo y ambiente de letras lo respetaban con pinzas: sus escritos y declaraciones daban por existente un movimiento de renovación poético-existencial que ponía en peligro su hegemonía cultural. Excepto la controversia literatura comprometida vs. arte x el arte, no asoma nada novedoso. El boom de los escritores latinoamericanos, todos cuarento/cincuentones, recién florecía. Miguel se irguió como el nexo local de una red que trasciendía las fronteras y dicotomías habituales.
A los que lo ninguneaban les hizo pito catalán con su correspondencia con Henry Miller, Allen Ginsberg, Julio Cortázar, Alex Trocchi, Lawrence Ferlinghetti, Leroy Jones… Con el viejo Witoldo se hablaba de par a par, Gombrowicz todavía no pesaba en las ligas internacionales y aquí era más cuestionado que él.
No sé qué vio en mí, acaso un hermano menor, o alguien tan desorientado en la vida como quizás lo estuvo él mismo cuando largó Medicina. Tenía, ya entonces, un soplo mesiánico. Su sistema de percibir y procesar le permitía vislumbrar lo que iba a pasar más allá de lo inmediato.
La gestión del movimiento (ampulosamente llamado Nueva Solidaridad), la organización de un Encuentro Internacional de Poetas en el DF de México, y un costa a costa por Estados Unidos de seis meses en 1964 (Memoria de los ritos paralelos, Caja Negra, 2014) coincidieron con la disgregación del grupo original de Eco Contemporáneo y su (nuestro) ingreso al periodismo profesional. El respetado crítico musical Jorge D´Urbano lo invitó a coordinar la sección Cultura y Espectáculos del semanario Panorama. De todos modos, fuera de horario, el que seguía enarbolando la bandera del Poder Joven era él.
Salvo algunas plaquetas, un libro de poemas (Opus New York, The Angel Press), algunas publicaciones esporádicas (Arte y Rebelión, Rolanrock, Contracultura), y varios libros de crónicas de la época, poco se conoce de sus anunciadas novelas de vida. Las anotaciones pueden haber quedado en los cuadernos Laprida que en 2019 le vendió a los Archivos Reina Sofía.
Entre 1965 y 1970, aproximadamente, se produjo otro éxodo cultural significativo: la generación siguiente a la de Eco emigra de la poesía escrita para ser leída al rock. Las canciones de Moris, Javier Martínez, Luis Alberto, Litto, Pipo… tuvieron más incidencia epocal que la lírica bares Avenida Corrientes.
Si bien el rock nacional no necesitaba de Miguel para desarrollarse y crecer, su figura quedó asociada a la “ideología” (poética y vivencial) que proponía. Y su figura, si no como el padrino, como la de un precursor químico. Además de ser uno de los contados periodistas que lo jerarquizó con sus reseñas, Miguel colaboró con su organización (ciclos, apoyo logístico, programas radiales).
A esta altura (entre Panorama y La Opinión, etapa “poetizar el periodismo”), hombre de treintipocos años, ya padre de dos de sus cuatro hijos, Miguel volvió a adelantarse a lo que vendrá con un nuevo foco de atención: la ecología.
Hasta los años 80 lo que más convocaba a los jóvenes con algo en la cabeza se centraba en un deseo de justicia social e independencia de las grandes concentraciones de poder internacionales. Hacer la Revolución. Les costó aceptar el axioma básico de la ecología: ser consciente de las consecuencias.
Pese a su pacifismo y militancia dentro del grupo Cristianismo y Liberación, Miguel fue muy resistido por ambos frentes. Para el sistema representaba el peligro latente en cualquier intelectual. Para los que luchaban por un cambio, alguien que solo seguía sus propias directivas.
Entre dos fuegos, él seguía convencido de que era posible “cambiar al hombre, transformar la sociedad”.
Recluido en una oficinita de dos por dos robada a la escalera que bajaba al cine Lorca, donde editaba los míticos programas de la cadena Lorraine, Losuar, etc., Miguel empezó a gestar una revista impensable para los días —y las sangres— que corrían.
“Quiero abordar el único campo de batalla donde nunca podrán dominarnos”, me escribió en una carta, refiriéndose a la conciencia. “Quiero concientizar insurrección a todo dogma”.
Como casi todos, necesitó hacer algunos pactos con la realidad. Al programa El son progresivo, que hacía en Radio Municipal, muchas noches fue con un chumbo en el bolsillo. Durante varios años, trabajó como jefe de prensa de la distribuidora de películas Columbia-Fox: por más que se justificaba “soy un infiltrado en territorio enemigo”, su pluma redactó gacetillas para superproducciones insufribles de Hollywood y la Motion Picture. Lo mejor que obtuvo a cambio fue viajar muchas veces por el mundo y la estabilidad económica personal que le permitió concretar el sueño del pibe editor: Mutantia.
Gracias al apoyo editorial de Andrés Casciolli (otro cronopio, director dueño de Humor®) Miguel logró poner en los quioscos tres veces por año una versión profesional y mucho más osada que el modelo Eco Contemporáneo. Basta abrir una página cualquiera de los veintitantos números publicados de Mutantia para comprobar que todo lo que hoy nos afecta de la destrucción planetaria y sobre los cambios de paradigma emergentes, él y sus escritos seleccionados, lo veían venir.
Ya en democracia, su obra de arte mayor fue abrir La Multiversidad.
Y su gran mérito: “no” haber formado un movimiento, de esos que, como decía Claudio Naranjo, mientras vive el líder se mantienen en base a su carisma y cuando muere, se vuelven instituciones burocráticas.
Como Krishnamurti, como Allen Ginsberg, insistió en la necesidad de ser tu propio mesías. “No seguir a nadie, ni aunque estés de acuerdo con lo que plantea: tomarlo, procesarlo con tus propias creencias y, a partir de ahí, ver qué hacés con tu vida. Sumarte por sumarte es pereza intelectual, como refugiarte adentro de una iglesia”.
Para la prensa —incluido este periódico— resultaba más fácil idolatrarlo que comprender el significado profundo de sus escritos. Lo citaban como un referente histórico o ideológico de las transformaciones que se produjeron en torno de la cultura del rock en los 60, 70, 80… O para contextualizar noticias sobre algún desastre ecológico o memorabilia contracultural, no para que expusiera regularmente sobre la cantidad de temas que se mantenía mejor actualizado que cualquier agencia de noticias. O para que mostrara lo que había por debajo de la actitud ecológica: una visión espiritual, sagrada, de nuestra misión como pasajeros del planeta Tierra. Obvio: en periodismo, eso vende menos aun que los desastres medioambientales.
De todos modos, sus dedos nunca dejaron de teclear y sacarle chispas a estas cuestiones. Bastaba que cualquier revista, fanzine, periódico barrial, o persona que le escribiera pidiéndole una colaboración para que se hiciera un hueco y le enviara unos párrafos originales. Lo mismo entrevistas, mails, diálogos telefónicos... Nunca dijo “Si no me pagan no lo hago”.
Amó a todos los que por un motivo u otro se le acercaron. Como un hermano mayor.
En su generosidad innata quizás haya que rastrear las fuentes de la conexión, percepción, capacidad para expresarlo que tanto lo caracterizaron. No se creía dueño de ninguna de las ideas que aparecían en su mente. Usaba la primera persona del plural para comunicar sobre lo que un creciente número de personas —de almas diría él— estaba registrando en niveles primordiales de la conciencia.
Vayan estos itinerarios para honrar al compañero del camino que hizo de su paso por esta vida la obra de arte que más le interesaba.
También al amor incondicional que le dedicó Flavia Canellas Grinberg. Y a sus cuatro queridos hijos.
* Juan Carlos Kreimer integró el grupo Eco Contemporáneo y editó quince de los cuarenta libros publicados por Miguel Grinberg.
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