Washington D.C., esta ciudad de ficción política, no evoca la sensación de habitar espacios que antes ocuparon grandes escritores, como tal vez sí ocurre en barrios de Buenos Aires, París o Nueva York. Un poco por eso, desde que vine aquí por primera vez, me pregunté por las referencias a Walt Whitman en diferentes sitios de la ciudad, especialmente un verso engravado al concreto a la entrada norte del Dupont Circle Metro.
Conforme las escaleras mecánicas me bajaban hacia el foso, podía leer en las paredes:
Así en silencio en las proyecciones de los sueños,
Regresando, retomando, me abro paso a través de los hospitales;
Los lastimados y los heridos los pacifico con mano tranquilizadora,
Me siento junto a los inquietos toda la noche oscura, algunos son tan jóvenes;
Algunos sufren tanto, recuerdo la experiencia dulce y triste...
Con el tiempo esta curiosidad, como tantas otras, se extravió en mi mente, hasta que el mes pasado la recuperé de forma improbable al visitar Ole Man Berkins, la pequeña librería en el antiguo asentamiento minero de Breckenridge, Colorado, hoy centro de esquí. Allí dentro me acerqué a la diminuta sección de poesía y di con un ejemplar amarillento, edición de los años 60, de Hojas de hierba, el controvertido poemario de Whitman que revolucionó la poesía de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX. Leer algunos de esos poemas activó aquella vieja curiosidad.
De vuelta a Washington descubrí que el Gran Poeta Gris no solo permaneció diez años en la capital de los Estados Unidos, sino que vivió experiencias transformadoras para su vida y para su poesía durante la Guerra Civil.
“Enjambres de heridos”
El 16 diciembre de 1862, Whitman encontró el nombre de su hermano menor, George, enlistado en el Ejército de la Unión, entre los heridos en la Batalla de Fredericksburg. Partió pronto desde su casa en Brooklyn (NY) hacia el campo de batalla en busca de él. En su libro El mejor ángel, el historiador Roy Morris Jr. escribió que Whitman recorrió durante dos días varios de los numerosos hospitales temporales erigidos en Washington durante la Guerra Civil, pero no lo ubicó. Dio con él recién en una tienda hospital en Falmouth, Virginia, con apenas una herida en el rostro.
Lo que vio en Washington, sin embargo, generó un impacto duradero en él. Miles de soldados, la mayoría muy jóvenes, muchos amputados, sufrían en sus pequeños catres de enfermedades o de heridas de batalla. Descubrió en sus miradas miedo y dolor, sobre todo experimentó la soledad de la guerra. Aunque no tenía planes de quedarse, avisó a Louisa, su madre, que intentaría encontrar un trabajo allí.
Tan solo un par de meses después, escribió a George: “Nunca antes había tenido mis sentimientos tan profunda y permanentemente absorbidos, hasta las mismas raíces, como por estos enormes enjambres de queridos, heridos, enfermos, moribundos muchachos”.
En ese momento Washington DC, con menos de cien mil habitantes, era una fortaleza con casi dos años en guerra, rodeada de decenas de fuertes protegiéndole de los Confederados. En sus campos y edificios incipientes se improvisaron cuarenta hospitales e instalaciones de salud para atender a los heridos que llegaban desde las batallas en Virginia.
Para entonces, Whitman, de cuarenta y tres años, enfrentaba sus propias batallas. Había perdido su trabajo como redactor de planta; el clima de guerra redujo el alcance de sus poemas y su situación financiera era crítica. Tampoco había vuelto a publicar poesía, salvo reediciones de Hojas de hierba que él mismo costeó.
A partir de la vivencia mientras buscaba a su hermano, decidió visitar hospitales y pronto su figura desgarbada de 1,80 metros, barba tupida, cubre polvo, sombrero y bolso de cuero se hizo familiar entre los pacientes y el personal médico. No era formalmente un enfermero, pero conversaba con los pacientes, o les leía en voz alta. Ayudaba a vestirlos, administraba medicamentos o asistía durante amputaciones. Cuando recibía donaciones de sus amigos, dinero o comida, las repartía entre los pacientes.
El 21 de enero de 1862 escribió en su diario:
Dediqué la mayor parte del día al Hospital Armory Square; revisé bastante a fondo las secciones F, G, H e I; unos cincuenta pacientes en cada sección. En el pabellón F, proporcioné a todos los hombres papel para escribir y sobres sellados a cada uno; distribuí en pequeñas porciones, a los sujetos apropiados, un tarro grande de bayas en conserva de primera calidad, que me había sido donado por una dama, de su propia cocina. Proporcioné a varios casos que consideré buenos sujetos pequeñas sumas de dinero. (Los hombres heridos a menudo llegan a la ruina, y ayuda a sus espíritus tener incluso la pequeña suma que les doy.)
Al terminar la Guerra Civil en 1865, Whitman estimó haber hecho 600 visitas a hospitales. En ellas confortó entre 80 mil y 100 mil solados, según sus propios cálculos.
Redoble de tambores
En Washington, Whitman nunca dejó de escribir. De hecho, creó alrededor de cien nuevos poemas. Solía hacer largas caminatas, y en cartas y sus diarios dejó observaciones de lo cotidiano, y de sus experiencias en los hospitales. Por esos días escribió la poesía que terminaría situándolo como el Gran Poeta de la Democracia.
En 1965, tres años después de haber llegado, publicó con sus propios medios Redobles de tambor (Drums-Tap), una colección de poemas en verso libre en la que transpiraban sus experiencias en los centros de salud. En ella, Whitman vuelve también a temas abordados en Hojas de hierba, como sus dudas sobre la guerra, o su orgulloso unionismo.
Una marcha en las filas
Una marcha en las filas con el enemigo que nos asedia,
por una ruta desconocida.
Atravesamos un bosque espeso en cuyas tinieblas se apaga
el ruido de los pasos;
Nuestro ejército ha tenido grandes pérdidas en un comba-
te, y el resto marcha sombríamente en retirada;
Pasada la noche, vislumbramos el resplandor de un edificio
débilmente iluminado;
Llegamos a un espacio descubierto en mitad del bosque,
en el que hacemos alto, junto al edificio de pequeñas luces.
Es una grande y vieja iglesia, construida en la encrucijada
de los caminos, ahora transformada en hospital.
Penetro un instante en ella y veo un espectáculo que sobrepuja
todos los cuadros y todos los poemas;
Sombras del negro más intenso, más opaco, aclaradas
apenas por bujías y lámparas portátiles que llevan de un lado
á otro,
Y por una gran antorcha fija de resina que proyecta fantásticas
llamas rojas y nubes de humo;
A su resplandor percibo vagamente grupos de formas hu-
manas amontonadas de trecho en trecho, unas extendidas en
el suelo, otras sobre los bancos de la iglesia;
A mis pies percibo más distintamente un soldado, casi un
niño que agoniza desangrándose (ha recibido un balazo en el
abdomen).
Por esos días el poeta se encontraba en Nueva York con Louise y George cuando leyó en el diario la noticia que conmovería a todo el país: Lincoln había sido asesinado.
Ferviente defensor del presidente, Whitman se vio nuevamente impactado por las consecuencias del conflicto. Surgió en él una nueva energía que tomó la forma de algunos de sus mejores poemas durante la Guerra Civil, publicados en secuela a los Redobles de tambor.
Allí se imprimió por primera ocasión “¡Oh Capitán, mi Capitán!” y “Cuando las lilas florecen por última vez en el patio”, su extensa elegía a Lincoln:
1
cuando florecieron las últimas lilas en el patio,
y la gran estrella se inclinó temprano en el cielo occidental en la noche,
Me lamenté y, sin embargo, me lamentaré con la primavera eterna.
Primavera que siempre regresa, trinidad segura para mí que traes,
Lila floreciente perenne y estrella caída en el oeste,
Y pensé en el que amo.
2
¡Oh poderosa estrella caída del oeste!
¡Oh, sombras de la noche, oh, noche cambiante y llorosa!
¡Oh gran estrella desaparecida, oh la negra oscuridad que oculta la estrella!
¡Oh manos crueles que me mantienen impotente, oh alma indefensa mía!
Oh dura nube circundante que no liberará mi alma.
El trabajo y el amor
Walt Whitman solía visitar los hospitales en horas de la tarde, hacia la noche, luego de su jornada laboral. Durante el día trabajaba, cuando le era posible, en dependencias del Gobierno. Allí, en esas oficinas, enfrentaba otro tipo de horror.
Logró un empleo como oficinista en el Departamento del Interior. Cuando seis meses después, en junio de 1865, era evaluado para un ascenso, el jefe de Interior, James Harlan, lo destituyó al darse cuenta que se trataba de “ese Whitman”, autor de Hojas de hierba, un texto que el funcionario consideró repleto de “pasajes indecentes”.
La destitución se convirtió en la comidilla de las élites cuando varios de sus amigos protestaron. El que más fue el escritor William Douglas O’Connor, quien había acogido al poeta en su casa cinco meses, tras su llegada a Washington.
O’Connor, además de llevar el caso a funcionarios influyentes y enviar cartas en The New York Times y varios otros diarios, publicó un panfleto de 46 páginas, El buen poeta gris: una reivindicación (The Good Gray Poet: A Vindication), en el que hacía una férrea defensa de la poesía de Whitman y cuestionaba la censura a la que había sido sometida. Unos meses después, fue contratado en otra dependencia.
Tras finalizar la Guerra Civil en 1865, Whitman continuaría sus visitas hospitalarias durante el año siguiente. También ocuparía otros dos trabajos en la administración pública hasta que abandonó Washington en 1873, tras sufrir un derrame cerebral. Desde entonces vivió con George, en Candem, NY, “casi parapléjico”. Murió a los setenta y tres años.
Hace unos días, mientras caminaba alrededor del National Mall meditaba sobre lo poco que queda del Washington incipiente que acogió a Walt Whitman hace más de 150 años. Sin embargo, algunos edificios en los que el poeta permaneció largos períodos, aún siguen en pie.
Un frío domingo de febrero visité uno de ellos, el National Portrait Gallery, que en tiempos de la Guerra Civil era la Oficina de Correos y hospital improvisado. Mientras avanzaba entre sus silenciosos y extensos pasillos proyecté la figura desgarbada del Gran Poeta entre esas paredes. Encontré su retrato junto al de generales, ex presidentes y políticos. Me costó verlo así, un tipo tan sencillo, en medio de tanta pompa (la descripción de la imagen explicaba que el poeta la consideró “excesivamente gentil”).
Cerca de allí donde me encontraba, una noche de tormenta al final de la guerra, Whitman abordó un carruaje con destino a su casa. El conductor era Peter Doyle, un soldado rebelde, irlandés de 21 años. Años después, Doyle conservaba nítida la impresión que le generó el poeta aquella noche: “Era el único pasajero, era una noche solitaria, así que pensé en entrar al carro y hablar con él. Algo en mí me hizo hacerlo y algo en él me atrajo de esa manera. Solía decir que había algo en mí que le producía el mismo efecto. De todos modos, entré en el coche. Nos conocimos de inmediato, puse mi mano en su rodilla, lo entendimos”.
Desde esa vez fueron inseparables. Walt Whitman nunca regresó a Washington, DC, aunque en adelante, al menos para mí, siempre estará aquí.
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