Anticipo de “Serge”, de Yasmina Reza

Tres hermanos judíos y una visita a Auschwitz. La autora francesa de “Art” disecciona la familia con humor negro y a la vez conmueve con diálogos punzantes y su empatía hacia los seres imperfectos y paradójicos

"Serge", de Yasmina Reza, está editado por Anagrama

Desde que murió, todo se ha venido abajo.

Ese tinglado hecho a la buena de Dios que es nuestra familia eras tú quien lo mantenía en pie, abu, dijo mi sobrina Margot en el cementerio.

Nuestra madre había mantenido la costumbre de las comidas el domingo. Incluso después de mudarse a su piso en una planta baja en las afueras. En los tiempos de nuestro padre y de París, eran las comidas del sábado, lo cual no alteraba demasiado la atmósfera de pánico e hipertensión. Nana y Ramos llegaban cargados de vituallas extraordinarias, es decir, de pollo de Levallois, el mejor pollo del mundo (el carnicero va a buscarlo personalmente al corral), o de pierna de cordero de Levallois, igualmente incomparable. El resto, patatas fritas, guisantes y helado venía directo, bien congeladito, de Picard. Mi hermano y mi hermana acudían con sus respectivas familias, yo siempre solo. Joséphine, la hija de Serge, venía una de cada dos veces, siempre desquiciada no bien franqueaba la puerta. Victor, el hijo de Nana y Ramos, estudiaba cocina en la escuela Émile Poillot, el Harvard de la gastronomía, según Ramos (él lo pronuncia Harward). Teníamos a la mesa a un futuro gran chef. Le hacíamos cortar la pierna de cordero y aplaudíamos su maestría, mi madre se disculpaba por la mala calidad de los utensilios y la verdura congelada (siempre había aborrecido la cocina, la llegada de los congelados le cambió la vida).

Nos sentábamos a la mesa a toda prisa, con la sensación de estar en un espacio alquilado, de disponer de una veintena de minutos antes de tener que ceder el sitio a un matrimonio japonés. Era imposible desarrollar un tema de conversación, ninguna historia llegaba hasta el final. Reinaba un ambiente sonoro extravagante en el que mi cuñado se encargaba de las bajas frecuencias. Ramos Ochoa es un hombre que convierte el hecho de no estar bajo presión en una cuestión de honor y que te lo hace notar. Con una voz sepulcral y excesivamente ponderada, lo oíamos decir a contratiempo: puedes pasarme el vino, por favor, muchas gracias, Valentina. Valentina es la última pareja de Serge. Ramos nació en Francia pero su familia es española. Son todos de Podemos. Él y mi hermana, no sin orgullo, se las dan de vivir como mendigos. En una de esas comidas, cuando llegó el turno del roscón de Reyes, mi madre dijo: ¿nadie me pregunta cómo me fue la revisión rutinaria? (Había tenido un cáncer de mama nueve años antes.)

Antes había presumido de haber conseguido dos coronas, ya que en las pastelerías no dan más que una. Hubo que meter el roscón en el horno antes de empezar a comer. Quedaba descartado que Valentina, nuestra perla italiana, tuviera que morder un roscón frío. Nana lo había dejado medio carbonizado en la mesa, pero gracias a Dios la figurita seguía siendo invisible. Todos los años nos peleábamos, mi madre hacía trampas para que le cayera la figurita a un niño y los niños se peleaban entre ellos. Un año en que no le tocó la figura, Margot, la hermana pequeña de Victor, tiró el plato con su trozo de roscón por la ventana. Ahora ya solo había adolescentes y viejos, salvo el hijo de Valentina, de diez años. Se había deslizado debajo del mantel, Nana cortaba los trozos y Marzio repartía los platos.

–¿Cómo te ha ido la revisión rutinaria?

–Bueno, pues tengo una mancha en el hígado.

Unos meses más tarde, sentado al borde de la cama de matrimonio en la habitación oscura, Serge había dicho: ¿dónde quieres que te entierren, mamá?

–En cualquier parte. Me trae sin cuidado.

–¿Quieres estar con papá?

–Eso sí que no. ¡Con los judíos no!

–¿Dónde querrías estar?

–En Bagneux, no.

–¿Quieres que te incineren?

–Sí, que me incineren. No se hable más.

La incineramos y la metimos en el panteón de los Popper, en Bagneux. ¿Dónde si no? No le gustaban ni el mar ni el campo. Ningún lugar en el que su polvo se hubiera confundido con la tierra.

En el tanatorio del Père-Lachaise seríamos unos diez, no más. Los tres hijos y los nietos. Zita Feifer, su amiga de la infancia, y la señora Antoninos, la peluquera, que hasta los últimos días había ido a teñir cuatro mechones y a cazar con una pinza los pelos gruesos que le salían en la barbilla. También estaba Carole, la primera mujer de Serge y madre de Joséphine. Zita salía de dos roturas del cuello del fémur. Un empleado de las pompas fúnebres la había llevado hasta el ascensor, desde donde la vimos desaparecer con sus muletas, aturdida, hacia el piso de los muertos.

En el sótano, la acompañaron hasta una habitación vacía en el centro de la cual, sobre dos caballetes, aguarda ba el ataúd de su amiga. Apenas se hubo sentado, empezó a sonar a todo volumen y sin razón aparente la Danza húngara n.º 5 de Brahms. Al cabo de diez minutos de soledad y de música zíngara, Zita se arrastró como pudo hasta la puerta y pidió auxilio.

Durante ese tiempo, yo me había reunido fuera con Serge, que fumaba delante del Audi con el que había llegado.

–¿De quién es?

–Mío.

–Estás de broma.

–Es de un amigo de Chicheportiche que tiene un concesionario. Te parece un vehículo de serie pero es un coche de carreras. Menos caro que un Porsche pero con las mismas prestaciones...

–¿Ah, sí?

–Chicheportiche le lleva clientes y él le presta un buga de vez en cuando. Es un V8, la motorización de los Mustang y los Ferrari. En realidad es como si tuvieras lo mejor de un 911 y de un Panamera. Vamos a comprarle el garaje para hacer un edificio de oficinas.

–Creía que no ibas a hacer más negocios con Chicheportiche.

–Ya, pero es colega del alcalde de Montrouge.

–¿En serio?

–Mira qué he encontrado.

Sacó del bolsillo una hoja doblada en cuatro y me la tendió. Una carta escrita con un trazo fino de pluma azul, buena letra, una caligrafía más que familiar. “Mi pichoncito, espero que hayáis llegado bien y que no estéis pasando demasiado calor. En el fondo de la maleta encontrarás una sorpresita para ti y para Jean. Confío en que no os comeréis, y te lo digo sobre todo a ti, todo el paquete el pri mer día. Encontrarás también un libro de Los Cinco y los Cuentos de la selva y la sabana. Parece ser que Los Cinco lo pasan estupendo está muy bien. Me lo dijo el librero. No olvidéis poneros Pipiol si tenéis picaduras antes de acostaros y recuérdale a tu hermano que guarde bien las gafas en la funda cuando se las quite. Ya sabes que es un cabeza de chorlito. Pásalo bien, pichoncito mío. Tu madre, que te quiere.”

Yasmina Reza

El Pipiol aún existe, dije. Ahora lo hacen en espray.

–No me digas.

Se guardó la carta en el bolsillo y se puso a pasar fotos en el móvil. Se paró en una foto de mamá adoptando la pose de reina con su corona de cartón, no hacía ni un año.

–The last roscón...

–Venga, vamos. Nos esperan.

En la sala minúscula y estrecha del sótano del tanatorio, Margot, con esa gravedad inapelable de la juventud, leyó un texto de su cosecha. «Abu, tú que nunca en la vida hiciste deporte conseguiste una bicicleta estática porque el oncólogo te prescribió un poco de ejercicio. Aceptabas hacer algunas pedaladas en camisón y con tu chaqueta forrada de muletón a condición de que el grado de resistencia estuviera en el primer nivel (había ocho). Adoptabas la postura de ciclista como habías visto en la tele que hacían los del Tour, la espalda encorvada hacia el manillar, mientras con los pies buscabas los pedales en el vacío. Una vez, un día que pedaleabas con absoluta desidia mirando fijamente a tu querido Vladímir Putin, subí la resistencia al segundo nivel. ¡Bravo, abu! ¡Estoy muy contenta! Eres la única..., dijiste. Nunca quisiste tener músculos ni esas cosas, ni entendías por qué había que tenerlos en fase terminal. No sé si donde estás ahora –¿dónde estás?– te parecerá oportuno que hable de la bici estática. Cuento esto para resultar un poco divertida, pero sobre todo para recordar lo valiente y dócil que eras. Y fatalista. Aceptabas tu destino. Tus hijos se pasaban el día regañándote, incluso cuando estabas enferma, echándote en cara tus manías, tu desazón, tus gustos, tus despistes, los regalos que nos hacías, los caramelos, tú te dejabas reconvenir mientras ponías cara de pena, pero eras tú quien mantenía en pie esa barraca, abu. Ese tinglado hecho a la buena de Dios que es nuestra familia eras tú quien lo mantenía en pie. En tu jardincito de Asnières plantaste un pino negral. Un pie de quince centímetros porque era más barato. Mamá se cree inmortal, dijo el tío Jean, cree que cuando tenga trescientos sesenta y dos años se paseará alrededor del árbol con la bisnieta de Margot. No sé qué van a hacer tus hijos con tu piso, abu, pero yo iré a replantar tu pino a un lugar donde siempre puedas pasearte con nosotros, aunque nadie se dé cuenta.»

¿Quién tuvo la idea de esa danza húngara? Cuando Margot apenas había vuelto a sentarse al lado de su madre, que lloraba y la agarraba del brazo con fuerza, un violín desenfrenado vino a fustigar nuestro pequeño grupo. ¿Quién había escogido esa pieza? A nuestra madre le gustaba Brahms, pero el Brahms romántico de los lieder. Detrás de mí, Zita Feifer exclamó: ¡otra vez esto! Luego el ataúd bordeó el estrado sobre su mesa con ruedas y Marta Popper salió por una puertecita a la izquierda para no ser ya nada.

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