Acomodó en una valija las pocas cosas que tenía —un par de libros, cuadernos, ropa— y se fue del Hospital Bellevue saludando apenas con la mirada. No se escapó, no hizo falta; montó un plan verosímil e interrumpió el tratamiento por psicosis. Sus padres se iban de vacaciones a Miami Beach y ella iría con ellos, le dijo a los médicos. Dejó atrás la tenebrosa mole de cemento, el hospital público más antiguo de Estados Unidos, se subió a un tren y en poco más de una hora llegó al departamento de sus padres, allí mismo, en Manhattan, Nueva York, en el barrio Washington Heights, que estaba vacío. No recorrió el lugar para despedirse de los detalles sentimentales ni se dejó engañar por la nostalgia de los que prefieren quedarse de este lado. No. Abrió la ventana del living, se asomó al precipicio, posiblemente pronunció algunas palabras finales y saltó desde la cumbre. Siete pisos entre la vida y la muerte. La fecha del suicidio de Elise Cowen es el 27 de febrero de 1962.
De esta poeta, muerta a sus 28 años, sabemos muy poco. Es una especie de fantasma mítico que hace sus apariciones tempestivas en sitios webs inhóspitos. Son biografías mínimas de gente que de alguna forma casi mística se siente interpelada por el arrebato sensible de esta joven suicida. Hay algunas fotos dispersas, siempre pixeladas, tamaños mínimos. Sus anteojos gruesos, su corte de pelo, la mirada ligeramente ausente, marcas icónicas que se deshacen en el tiempo. No publicó ni un sólo poema en vida, ni en libros ni en revistas, sin embargo formó parte, casi tangencialmente, un refilón espiritual, de la Generación Beat. Su obra se condensa en Elise Cowen: poems and fragments, un libro editado por Tony Trigilio y publicado por Ahsahta Press en el año 2014. Son textos recuperados, casi robados, porque su familia lo destruyó todo. Este libro es el único que fue autorizado por sus herederos. Aún no ha sido traducido al español.
Hija única de una familia judía de clase media. Su padre era un músico que no lograba despegar, su madre era ama de casa. “Tenían un ‘bonito’ apartamento en Bennett Avenue en Washington Heights, en el séptimo piso de una casa de ladrillo rubio construida justo antes de la guerra”, escribe su amiga Joyce Johnson en su libro Personajes secundarios. Era una chica que estudiaba, que tenía amigos, todo iba bien. Hay un episodio clave para Johnson. Elise Cowen tenía trece años, estaba en su casa cocinando unos brownies —pronto llegarían sus amigos a merendar—, abre el horno y explota en su cara. Se quema su pelo, sus cejas, se lastima la cara. “Después de esto, ella siempre pensó en sí misma como fea”. Su padre dejó decirle habitualmente que era hermosa. Entraba en la adolescencia y todo se volvía extraño. “Ella era el punto doloroso, la oscuridad en el hogar, privando a sus padres de la alegría de la mediana edad”, cuenta Johnson.
A Joyce Johnson la conoció en la Barnard College, una universidad femenina que pertenecía a la Universidad de Columbia. Su vida era un zigzag: intentos de suicidio, internaciones, pero siempre volvía a la vida. “Envidiaba el coraje que representaba”, escribió Johnson. Encontró algo en la poesía, una especie de código secreto, un amuleto para protegerse del aburrimiento. Leía y estudiaba con devoción a T. S. Eliot, Ezra Pound, Dylan Thomas y sobre todo a Emily Dickinson. Tuvo algunos amores breves, como un profesor de filosofía a quien también le cuidaba su hijo de dos años, pero su gran romance fue con el poeta Allen Ginsberg. La noche en que se conocieron, estaban charlando y saltó un nombre: Carl Solomon. Ambos lo creían un genio incomprendido que decidió, como gesto dadaísta de la derrota, internarse en un psiquiátrico. Ambos, en distintas ocasiones, compartieron el pasillo de alguna internación con él. Y Cowen no creía en las casualidades.
“Elise fue un momento en la vida de Allen. En la de Elise, Allen fue una eternidad”, escribió Joyce Johnson en ese libro que narra la vida de los personajes secundarios de la Generación Beat, las mujeres, entre las que se encontraba Elise Cowen. Una noche —todo ocurre en la noche— Ginsberg le confesó, no sólo que era gay, también que estaba enamorado del poeta Peter Orlovsky. No se separaron. Ella encontró la manera de que todo se resignifique sin romperse: se puso en pareja con una mujer —Sheila, aunque no hay registros de su nombre verdadero— y se mudaron las dos al departamento de los dos hombres. Ya no iba a la universidad; trabajaba como mecanógrafa, hasta que la despidieron. La escena del despido es extraña. Ingresan unos policías a la oficina, la golpean en el estómago, le rompen los anteojos, la llevan a una celda. Cuando su padre llega a la comisaría, la mira a los ojos y le dice: “Ésto va a matar a tu madre”.
No había tiempo que perder. Cowen se muda a San Francisco donde el ambiente beat crece como una plaga de colores furiosos. Decide subirse al toro mecánico de la ventura y montarlo para siempre. La idea original era vivir con Joyce Johnson, quien quería mudarse a California para estar cerca de su novio, que era Jack Kerouac. Precipitada o aventurera, termina yendo sola. Allí conoce a un artista irlandés que era alcohólico. No hay registros de ese hombre de quien, luego de una breve convivencia, queda embarazada. Su situación es terrible: no tiene dinero, pasa hambre, el futuro es un agujero negro que siempre puede oscurecerse más y más. Ya con varios meses de gestación, decide abortar con pastillas, pero la situación se complica y se somete a una histerectomía: le sacan el útero. Los colores furiosos de ese atardecer beat se van apagando, al menos para Cowen, al menos por un tiempo, y vuelve a la casa de sus padres en Nueva York.
En 2017, la editorial Buenos Aires Poetry publicó el libro Poesía Beat, una antología de poemas de cuarenta miembros de este movimiento. Se incluye un poema de Elise Cowen que empieza así: “Sin amor / Sin compasión / Sin inteligencia / Sin belleza / Sin humildad / Veintisiete años son suficientes”. Hay una intensidad avasallante en la obra disuelta y fragmentaria de esta poeta que pareciera ser posible sólo si se la ubica en su específico contexto. La forma en que se deja y no se deja poseer por el amor y el permanente coqueteo con la muerte son apenas dos dimensiones de un trazo grueso que no logra repetirse en esta era de exhibicionismo y virtualidad, al menos con esa potencia. Son dos épocas distintas, sí, pero hay algo en la poesía de Cowen, en su afán genuino y personal por construir con el lenguaje una réplica de la sensibilidad que se agolpaba en su pecho, que atraviesa el tiempo y se vuelve poéticamente universal.
Después de su muerte, sus padres trataron de destruir todo lo que escribió. En los días siguientes al suicidio, pocas personas se acercaron al departamento de Washington Heights, donde nació, donde creció y donde saltó. Leo Skir, un gran amigo de Cowen, tocó el timbre y pasó. Le dio el pésame a la familia, contó de la forma que pudo cuándo quería a la hija de estos padres quemados vivos por el dolor. Le ofrecieron algo para comer, se quedó un rato. En cuanto pudo, entró a su habitación, abrió el armario y encontró cuadernos y hojas escritas por ella. Los guardó dentro de su campera y volvió al living hasta que finalmente se fue. Después de la muerte de Cowen, su familia destruyó todo, pero los poetas siempre encuentran la forma de sobrevivir. El poema publicado en Poesía Beat, titulado “Sin amor, sin compasión”, escrito un año antes de su muerte pero con claras intensiones suicidas, termina así: “¡Déjenme salir ahora por favor! / Por favor, déjame entrar”.
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