Soy abogada, viajera y exploradora urbana. Por mi trabajo, y también por elección, tuve la oportunidad de viajar a diferentes ciudades del mundo, en especial a Nueva York. En esos viajes caminaba largas horas sola mirando en detalle el mundo a mi alrededor, y fue entonces cuando empecé a sacar fotos en la calle. Una cierta luz, un lugar, una situación o un personaje en particular podían llamar mi atención.
Desde hacía tiempo, venía con la idea de hacer un libro de fotos. El proyecto se gestó cuando participé en un taller de Julieta Escardó en el que conocí el mundo de los fotolibros, algo que me pareció fascinante. Volver al papel, la necesidad de editar el material infinito dejando atrás fotos que queremos por alguna u otra razón, el sinfín de posibles versiones, las texturas, los formatos. Todo un mundo en sí mismo.
Sin embargo, al principio me surgieron algunas dudas. ¿Soy realmente fotógrafa o soy en realidad una abogada que hace fotos? ¿Tengo material como para hacer un libro? ¿Podrían interesar mis fotos en un país en el que la mayor parte de los proyectos apuntan a las denuncias sociales o temas más preocupantes y oscuros?
La idea siguió rondando en mi cabeza por mucho tiempo. Fue determinante ver cómo dos fotógrafos amigos publicaron sus libros, lo entretenido que les había resultado el proceso y lo felices que los veía con el libro terminado. Al entusiasmo contagiado, se sumó la pandemia. La falta de tiempo ya no era una excusa.
Fue entonces que le propuse a Julieta juntarnos para conversar sobre la idea de este libro que tenía en mi cabeza. El primer encuentro fue en la terraza de casa, un día fresco de abril. Yo tenía una primera selección de fotos, un texto breve y la ilusión de hacer el libro.
A ella le gustó la propuesta, en especial el tema de la soledad en las grandes ciudades atestadas de gente pero con una mirada positiva; no era algo que había surgido a raíz de la pandemia sino que había nacido mucho antes. Era un tema recurrente en mi fotografía. Probablemente, el hecho de que desde hace muchos años descubrí cuánto disfruto estar sola, y de que en general, el “ser solo” tiene mala prensa, me motivó a presentar una mirada más amplia y distinta de este tema al que la pandemia le dio otra relevancia.
Y así arrancamos. Fue un proceso totalmente desconocido para mí: tres o cuatro meses de reuniones para elegir las fotos, definir el orden en que irían, el tamaño y formato del libro; fotos verticales u horizontales. ¿Podíamos poner las fotos a doble página con el lomo en la mitad o las arruinaría? ¿Cómo quedarían las fotos en el papel gráfico en lugar del de algodón que tanto me gusta?
Así se fueron dando las reuniones que jamás se sintieron como un trabajo porque las disfruté cada minuto. Llegó el momento del texto, algo difícil para mí. Pero tenía uno breve que había escrito para otras ocasiones que sirvió de base. Y con algún que otro cambio de redacción que me sugirieron, llegamos al texto final; era importante que fuera “mío”. Sin pretensiones, solo un texto que contara a quien viera el libro de qué iba y por qué había seleccionado esas fotos.
Con las imágenes seleccionadas y un texto casi definido, viajé un mes a Nueva York. Por primera vez dejé de lado –al menos por un tiempo, aunque con la fantasía de que quizá fuera para siempre– mi trabajo de 20 años de abogada. Me metí en cuanta librería había y hojeé todos los libros de fotografía que pude, maravillándome con algunos, sus papeles, texturas, terminaciones y diseño y apreciando esta vez mucho más el trabajo que implicaba su edición.
Cuando volví a Buenos Aires, arrancó la etapa de reunirnos con las diseñadoras del estudio ZkySky, a quienes no conocía, pero de quienes había visto algunos de sus trabajos que me gustaron mucho.
En esa misma etapa empecé también a reunirme con el retocador, quien tendría que hacer un trabajo sutil, que muchos ni notarían pero que otros tantos, entre ellos yo, apreciaríamos, porque, idealmente, haría que la terminación del libro fuera mucho mejor.
Esa etapa duró unos dos meses, quizá los más parecidos a mi vida de abogada, porque, como en todo trabajo, según aprendí, surgieron dudas, hubo corridas de último momento y algún que otro desacuerdo. La tapa y el nombre también fue un tema. Porque la tapa ¡es la tapa! Tenía que ser “mía”, lo más minimalista posible, y que diera una idea cierta del libro que uno iba a mirar.
Tres fotos fueron las finalistas para la tapa, una, si bien es de mis fotos preferidas, quedó descartada porque era la que menos reflejaba el contenido del libro. Entre la dos que quedaban ganó la que me parecía más elegante y femenina y la que pensé que resaltaría más entre una pila de libros de una librería o la mesa de una casa. La propuesta de las diseñadoras de la doble tapa espejada reflejando la idea del encuentro con uno mismo fue lo que me terminó de convencer de que tenía que ser esa la imagen de presentación. Finalmente llegó el día en que Eugenia Rodeyro, editora encargada de toda la etapa de producción, me dijo “el lunes nos encontramos a las 7:30 en la imprenta”.
Llegué puntual como si fuera mi primer día de clases de primer grado, con nervios y mucha expectativa. Jamás había estado en una imprenta más que las dos o tres veces que fuimos a definir el tipo de papel y el acabado de la tapa. Fue una experiencia increíble. Ese día quedará entre mis mejores recuerdos. La emoción del primer pliego con “mis” fotos y de ver que todo estaba como planeamos. Mi cara de feliz cumpleaños en el video de la firma de ese pliego lo dice todo. Increíblemente, ahí estaba. Mi libro. Mis fotos.
SEGUIR LEYENDO