En Miramar, novela de Gloria Peirano que se reedita diez años después con algunas modificaciones, la autora reconstruye desde una narradora en primera persona la experiencia de niña cuando su papá se enferma y el proceso de duelo por su muerte a lo largo de los años, siendo una mujer adulta.
“No conviene escapar del dolor. Especialmente en este sistema en el que vivimos, en el que se nos propone que produzcamos, que tengamos éxito”, dice sobre la fuerza arrolladora que motiva a su protagonista a indagar en el pasado.
Mientras algunos le escapan al dolor por lo insoportable de su peso, Victoria, la narradora de este libro que reedita Alfaguara, se dirige en dirección al hueso del dolor e intenta rearmar los días finales de su papá, quien muere de una penosa enfermedad cuando ella es muy chica, y en ese gesto que la lleva a ir uniendo las piezas de un rompecabezas al que solo accede por partes -una pesquisa compleja que se enfrenta al paso del tiempo de las memorias de los otros- reflexiona sobre la pérdida, la infancia y el amor.
“Es difícil contar cómo se naturaliza el dolor, de qué manera se quiebra su ferocidad. Quiero ser precisa con el uso de las palabras”, escribe Victoria, esta voz que Peirano –novelista, docente y guionista, que acaba de estrenar El piso del viento junto con Gustavo Fontán– hace dialogar con distintos registros que no se hunden en la tristeza sino que sabe reírse y emocionarse con los hechos que va descubriendo. Como un oleaje, los tiempos van y vienen desde las vacaciones familiares en la casa de Miramar, la complicidad lúdica con su padre, el contexto histórico represivo del Mundial del 78 que tiene a todos en vilo, la incógnita sobre la relación amorosa entre sus padres, el distinto modo de dialogar con el pasado que tiene su hermano, o su presente cuando ya es adulta, divorciada y con una hija.
Hay en la búsqueda de Victoria una pregunta que la lleva a reflexionar sobre su niñez –esa que quedó herida muy temprana– pero también un deseo por ingresar al espacio que habitaba su papá antes de morir, como si en ese tiempo final estuviera enclavada la llave de ingreso al momento más auténtico de una persona porque es el umbral donde la muerte acecha. “Victoria entiende que el pasado implica un problema de información. Persiste algo central en la vida de su padre que ella ignora. La pregunta tiene también que ver con aquello que nunca sabemos de los otros”, reflexiona la autora en este diálogo.
“Cuando escribo una novela –cuenta–, siempre aparece una frase que la condensa, que nunca está en el texto, una frase que resplandece y permanece ausente, velada, en la presencia de la escritura. Qué sabemos de los otros, sería, para Miramar. Sí, la orfandad temprana cambia la condición de habitar el mundo. El personaje pierde a su padre a los diez años. Y pierde a Miguel, su amor. Todo se trata de reconstrucción”.
—¿Cómo fue reencontrarte con Miramar?
—Fue un reencuentro en el sentido en que estoy escribiendo otra novela y Miramar apareció como aparece el primer amor. Ahí está mi modo de escribir. Fue una novela muy corregida, todo lo que puede pensarse una novela, que es un artefacto bastante alocado en sí mismo. Me costó volver a corregirla. Nadie me lo pedía, pero necesité hacerlo, internarme en la trama y en el lenguaje. Volaron por los aires muchos pronombres. Supongo que es así si una se reencuentra con su primer amor: vuelan por los aires los pronombres. Con Miramar fue un reencuentro dulce, doloroso, enorme, con etapas definidas. Ya es otra novela, en este momento, un texto que al circular otra vez se dirige a mí de un modo completamente nuevo.
—La narradora dice que hay personas que huyen de los mundos de dolor y otras que van hacia allí de frente y ella va en esa dirección, ¿en verdad no podemos escapar del dolor?
—No conviene escapar del dolor. Especialmente en este sistema en el que vivimos, en el que se nos propone que produzcamos, que tengamos éxito. Esa condición es una pasión triste. Ese semblante requerido por el capitalismo, que todo lo deglute. Un doliente a la vieja usanza necesita descanso, silencio, tiempo libre. Necesita insensatez, gasto inútil de energías, inmovilidad. Un doliente necesita de condolientes.
—¿Qué movimiento hace el dolor para incorporarse como nudo en la garganta que está ahí siempre dando vueltas?
—El tipo de movimiento que debería hacer el dolor para incorporarse en un texto es muy difícil: concentrarse en un punto máximo, en una emocionalidad pura; luego retraerse por completo para que su respiración quede, si es posible, en el lenguaje y, finalmente volver a aparecer, transfigurado, relocalizado, cuando el lector termina la novela. A la narración no le interesa el material crudo del dolor ni de ningún otro sentimiento. Es sofisticada, exigente. Ese sería el diálogo que intenté entablar en Miramar con aspectos dolorosos de mi vida. Fue una intención, una flecha que se dispara y una mira el arco todavía tenso. Lo mira durante un largo rato. No es posible saber hasta qué punto alguien será alcanzado.
—¿Se escribe desde el dolor?
—Se escribe desde el lenguaje. Se tamizan las emociones a través del lenguaje. Y, ahí, entonces, se lograría ese efecto de verdad. Es idéntico a la carpintería: un carpintero usa la madera para construir una mesa. ¿Está atravesado por el dolor? Tal vez, sí. Perdió a alguien. Sufre indeciblemente por esa pérdida. Pero la madera es su instrumento esa mañana o esa tarde en el taller, su origen y su línea de llegada; es la madera en sí misma tan poderosa que de lo único que habla es de eso. No habla: hace. Y rehace. Se escribe para escribir y para reescribir. Desde ya, mi amor por la sintaxis tiene algo que ver en todo esto. No sé en qué medida, pero cuando digo “lenguaje” a lo que me estoy refiriendo es a esa combinatoria única de cada oración de la lengua, esa singular combinatoria de vetas.
—En ese sentido, la narradora dice estar buscando precisión en las palabras o la forma en que cuenta eso que trae recuerdos tristes. ¿La literatura puede desalojar al dolor de su ferocidad?
—La literatura no puede hacer nada con el dolor. No es terapéutica, no salva, no es adaptativa, solo alivia en parte el peso estrafalario del mundo. Una baja el libro y el mundo sigue ahí. Y está bien que así sea. Lo del alivio es así para mí como lectora. El lenguaje nos acerca a las emociones y podemos tener la presunción de que el escritor o la escritora las tenía al momento de escribir. Pero debemos acordarnos de que siempre se trata de una construcción.
—En la reconstrucción que hace la narradora de su padre lo que se ve también es que los muertos siguen hablando, la ausencia no es silencio, ¿no es la muerte el punto final?
—Tengo una fascinación por la ausencia. Es extraño, pero está vinculada al placer estético. Veo lo que falta, en primer plano. Lo ausente es muchísimo más pregnante que lo presente. Y la ausencia tiene grados, infinitos. A veces los llamo paisajes. Lo ausente, lo difuso, lo esquivo, lo que no está terminado, el claroscuro. La ausencia es visible en los detalles. Por eso, la mirada se agudiza hasta llegar hasta ellos: son los detalles los que se encuentran más cerca de la posibilidad de narrar, de alguna manera, la ausencia. Es íntima: los paisajes de ausencias que cada persona lleva consigo. Pero existe otra ausencia, íntima también, pero histórica. En todos los países en los que se perpetró un genocidio, esa ausencia es interminable, forma parte del aire que respiramos, no hay vuelta con eso, y este signo también está en Miramar, ese trasfondo histórico lateral en la novela. No, la muerte nunca es un punto final.
—A Victoria la mueve su necesidad de saber sobre su papá los últimos días de su vida. Escribe “quizás lo que más me atraía no eran las imágenes en sí mismas, sino que fueran las finales”. ¿Por qué intentar comprender lo que parece inasible?
—Tal vez las imágenes finales o eso que entendemos por imágenes finales, sean muy poderosas para la escritura. ¿Qué sería una imagen final? Lo último que se ve de lo que estamos viendo. Lo fantasmal, sí. El efecto de despedida es uno de los más potentes, porque es lo inmediatamente anterior a la pérdida. En el caso de Miramar, el padre habla de la casa de vacaciones justo antes de morir.
—Otro elemento sustancial del libro es el oleaje temporal de la narración. ¿Cómo fue este trabajo de ir y volver?
—Trabajo mucho sobre eso, porque me interesa hacer de la linealidad temporal algo arremolinado. En una entrevista, a los 72 años, Marcello Mastroianni decía que ya el tiempo no significaba nada para él. Algo así, cito de memoria: “A veces miro para atrás y me pregunto: ¿cuándo filmé La dolce vita? ¿Ayer?”. La sintaxis del español permite una gran riqueza en relación con el trabajo con la temporalidad. Miramar y La ruta de los hospitales fueron novelas pulidas a medida que avanzaban. Si me encontraba en un pantano o me parecía descartable lo que estaba escribiendo, iba hacia los párrafos anteriores y corregía ahí, podaba, reconstruía, amasaba con la otra mano, la izquierda. Ese oleaje es de la escritura misma. En la novela que estoy escribiendo ahora trabajo con un borrador amplio que hubiera hecho colapsar a la que escribió Miramar. Me divierte un poco eso, es como violentar a la otra, la que escribía y podaba todo el tiempo.
—Mucha de esta narración está encarnizada en la mirada de una niña, ¿cómo fue esa construcción?
—Los personajes son como un Frankenstein. Están hechos de diversos materiales. Algunos identificables, otros no. En esa niña estoy yo, por supuesto, pero también está una amiga de mis hijas, su pelo, su sonrisa, especialmente su voz, y luego hay una zona franca donde se acumulan otras experiencias, una zona a la que hay que permitirle girar como un trompo hasta que se transfigure y alcance volumen de personaje en la cabeza de una. Y falta escribirlo, después de eso. O mientras eso sucede. Algo así.
—Nos queda Miramar, dice la narradora al final del libro, ¿al fin y al cabo la eclosión de recuerdos, de esas partículas de memorias puede resumirse en un solo lugar, el de la infancia, ese terreno que parece estructurar el devenir de lo que vendrá después? ¿Todos tenemos un Miramar?
—Escribí Miramar porque no tengo un Miramar. No todos tienen un Miramar. Vamos reconstruyendo, eso hacemos. Yo tuve, al menos, la suerte de poder escribirlo, sea lo que sea lo que escribí en su momento. Mi papá murió cuando yo tenía siete años, tengo amnesia total de sus recuerdos, supongo que por la veda astuta que impone el dolor. Tuve una infancia marcada por esa muerte. A esta altura de mi vida, ya somos viejas amigas con esa ausencia. Esto es del terreno de lo autobiográfico. La novela no es autobiográfica, estrictamente. Pero, ¿qué no lo es? Me inventé un Miramar, una novela.
Fuente: Télam
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