El poder y la pandemia
El trabajo de investigación para lo que ha acabado siendo este libro comenzó años antes de que se informara del primer caso de una forma nueva y extraña de neumonía en Wuhan, China, a finales de 2019. Durante 2020 y 2021, mientras la pandemia de la COVID-19 se convertía en el centro de atención en todo el mundo, fue fascinante observar cómo cada uno de los asuntos desarrollados en los capítulos anteriores tomaba cuerpo en un mundo asediado. Con independencia de que se trate de discernir los efectos de la polarización o de la posverdad, de la seudoley o del aventurerismo militar en otros países, de la desigualdad económica o del populismo sanitario, la pandemia de coronavirus ilustra a la perfección cómo actúa el marco de las tres pes en unas circunstancias extremas y sin precedentes.
Como ya habían demostrado otras crisis anteriores, las repercusiones a largo plazo de las grandes alteraciones suelen depender más de la reacción (y la sobrerreacción) de los gobiernos a un acontecimiento desestabilizador que del propio acontecimiento. La inmensa reacción global tras los atentados terroristas que sufrió Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 transformó el mundo mucho más que los propios atentados. Los cambios que se produjeron en la economía y en la sociedad de numerosos países como respuesta a la crisis financiera de 2008 fueron más profundos y persistentes que los del suceso eventual económico que la originó.
El coronavirus se recordará de igual forma. La pandemia, por supuesto, ha sido un gran acontecimiento mundial de consecuencias duraderas. Sin embargo, las reacciones políticas, económicas, militares, empresariales, sociales e internacionales al virus han generado más transformaciones que sus efectos inmediatos.
En una primera aproximación, resulta fácil interpretar la pandemia como una fuerza centrípeta nueva y brutal que concentra el poder en manos de quienes ya lo tienen. La inquietante realidad de un virus desconocido y mortal que se descontroló en los cinco continentes situó a los gobiernos en primera línea de la respuesta y dejó al descubierto lo que los gobernantes podían y no podían hacer. En la mayoría de los países, la emergencia sanitaria del coronavirus amplió enormemente el abanico de medidas estatales que la gente estaba dispuesta a tolerar e incluso a exigir. Desde la obligación de llevar mascarilla y los confinamientos generalizados hasta unas intervenciones económicas tremendamente expansivas o unas medidas de vigilancia hasta entonces inaceptables, los ciudadanos mostraron en todas partes una extraordinaria tolerancia a la intromisión del poder del Estado: música celestial para los dictadores y los autócratas 3P.
En todo el mundo, los autócratas aprovecharon la oportunidad que la epidemia de coronavirus les ofreció para afianzar aún más su control sobre el poder. Ya en abril de 2020, como explicaron Frances Z. Brown, Saskia Brechenmacher y Thomas Carothers en un informe para la Fundación Carnegie para la Paz Internacional (CEIP por sus siglas en inglés), de la que también formo parte, parecía claro que la pandemia iba a trastocar la democracia y la gobernanza en todo el mundo de múltiples y sorprendentes maneras. Aquella primera lista era larga y, en general, negativa. Solo en la primera mitad de 2020, la pandemia centralizó el poder, cerró espacios democráticos, facilitó la posibilidad de recortar derechos fundamentales y de reforzar la vigilancia del Estado, dio a los gobiernos poderes para prohibir las protestas, desbarató elecciones, debilitó el control civil de los ejércitos y dificultó las movilizaciones sociales. En conjunto, alegaron, el nuevo coronavirus tenía el potencial de “reajustar los términos del debate mundial sobre los méritos del autoritarismo frente a la democracia”.
Algunos países, como China, una dictadura de la vieja escuela con un Estado policial avanzado e inmenso, aprovecharon para sofocar los focos de descontento más enconados y tomaron medidas provocadoras y agresivas para resolver las disputas fronterizas. Otros, como Hungría y Rusia, vieron que la crisis era la ocasión ideal para afianzar definitivamente su poder y para desestabilizar a sus adversarios democráticos. Los líderes de Brasil, México, Estados Unidos y Reino Unido recibieron la pandemia como una buena oportunidad para pulir sus credenciales populistas con sus teatrales exhibiciones de desprecio hacia los consejos de los expertos. Muchos otros, como Tailandia, Turquía, Camboya y China, se relamieron con esta nueva excusa para reprimir el discurso de los disidentes. En todos los casos, el populismo, la polarización y la posverdad influyeron en las reacciones de los poderosos y en su intento de aprovechar el virus para obtener más poder (y más estable y duradero).
Sin embargo, también se vio de inmediato que no era tan sencillo, que la pandemia no iba a facilitar sin más la vida a los autócratas 3P. Según un análisis a posteriori de la campaña presidencial estadounidense de 2020 que realizó, al terminar el año, Tony Fabrizio, responsable de encuestas de la campaña de Trump, los errores cometidos por el presidente en la respuesta a la pandemia fueron los que probablemente le impidieron ser reelegido. En las sociedades en las que el autoritarismo todavía tiene que hacer frente a una verdadera competencia, reaccionar mal ante una grave crisis es algo que pasa factura al gobernante.
De modo que el virus sí se cobró por lo menos una cabeza política, y muy importante. Cada país experimentó la pandemia con arreglo a su realidad. Las generalizaciones son complicadas, pero desde el principio quedaron claros ciertos patrones de comportamiento.
Aprovechar la ola del coronavirus
Ningún régimen autocrático tuvo grandes dificultades para comprender que la pandemia de coronavirus era una oportunidad para reforzar su control de la sociedad. Cuando los gobiernos empezaron a imponer restricciones sin precedentes a los movimientos de sus ciudadanos por motivos de salud, unas medidas que, en cualquier otra circunstancia, habrían parecido excesivas se convirtieron en normales y hasta en banales.
El autócrata que con más audacia aprovechó las posibilidades centrípetas del virus fue quizá Xi Jinping. El dictador chino emprendió una serie de acciones agresivas contra sus adversarios en varios frentes que estaban molestando muchísimo a Pekín. La más visible fue el decisivo golpe que asestó en 2020 al movimiento democrático de Hong Kong con la aprobación de una ley de seguridad que, en la práctica, acabó con el estatus casi autónomo del que gozaba la ciudad en virtud de los principios de “una nación, dos sistemas” acordado con Reino Unido cuando este devolvió la antigua colonia a la soberanía china, en 1997. La medida cortó de cuajo el ruidoso movimiento callejero que había sacudido Hong Kong en 2019 y, de paso, toda la tradición de activismo cívico de la antigua colonia británica.
Hong Kong no fue el único problema que venía de atrás y que Xi decidió resolver de una vez por todas con la excusa del coronavirus. También estaba la situación de la frontera con India en el Himalaya, una zona remota, compleja y con una ambigua demarcación. A principios de 2020, Xi decidió atacar y envió a soldados chinos a ocupar unos territorios que tradicionalmente habían sido administrados por India. De esa manera, quería transmitir el mensaje de que China iba a ejercer su poder para defender sus fronteras.
La pandemia facilitó este plan de manera insospechada. Al parecer, los servicios chinos de inteligencia se enteraron de que el ejército indio no estaba bien preparado a consecuencia de una serie de brotes de la COVID-19 en los cuarteles. La verdad es que a los chinos no debió de costarles mucho descifrar las transmisiones militares indias: para sus comunicaciones internas, el ejército indio utilizaba un sistema de telecomunicaciones chino.
La beligerancia china después del virus ha puesto nerviosos a todos sus rivales y vecinos. En Vietnam y Filipinas, con los que China mantiene complicadas disputas territoriales en el mar del Sur de China, en Japón y en Corea del Sur, la agresividad de Xi amenaza con convertirse en el aspecto de la pandemia con consecuencias más graves a largo plazo.
Sin embargo, ningún vecino de China recibió el coronavirus con más preocupación que Taiwán, un territorio que la República Popular China considera suyo, a pesar de que han pasado ya ochenta años de independencia de facto. Comprobar cómo Pekín había renegado de su histórico compromiso de mantener el estatus de «un país, dos sistemas» en Hong Kong enterró las esperanzas de algunos taiwaneses de que era factible la reunificación con la parte continental mediante un acuerdo que protegiera la apertura, la prosperidad económica y las dinámicas tradiciones democráticas de la isla.
Asimismo, el virus permitió que China intensificara y ampliara su campaña de represión contra los uigures de la provincia de Xinjiang, en el extremo occidental del país. El Gobierno de Pekín extendió en gran medida su lejano e invisible archipiélago gulag de siniestros “campos de reeducación” sin casi ningún escrutinio internacional.
En todos estos casos, la pandemia ha sido la cortina de humo ideal para China: le ha permitido desplegar medidas más agresivas en diversos frentes y sufrir una reacción mucho menor de la que en circunstancias normales se habría esperado. El Gobierno chino quizá habría tomado esas mismas medidas incluso sin la excusa de la pandemia; pero resulta indudable que la emergencia sanitaria sirvió de catalizador.
Desde luego, esta no es la única forma de sacar provecho del virus. A la hora de hacer un uso creativo de la pandemia para reprimir la disidencia, el único límite ha sido la imaginación. Un ejemplo es el dictador de Azerbaiyán: Ilham Aliyev. Su interpretación de las normas de confinamiento incluyó la prohibición de organizaciones disidentes por infringir las normas de distancia interpersonal cuando se descubrió que habían reunido a cuatro personas en una oficina del centro de la capital.
El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, fue otro de los dirigentes mundiales que se apresuró a aprovechar eficazmente la pandemia para acumular más poder. Utilizó las medidas de salud pública, que incluían la advertencia sobre el alto riesgo de contagio en las reuniones numerosas, como justificación para cerrar el Parlamento y aplazar de forma indefinida las elecciones. De esa manera, Orbán obtuvo el control total del aparato del Estado y pudo gobernar por decreto.
En Bolivia, la presidenta en funciones, Jeanine Áñez, también aprovechó la oportunidad en 2020 para aplazar las elecciones presidenciales (no una, sino dos veces), con la excusa del virus. Su baja posición en las encuestas, explicó al país, no era más que una coincidencia. (Áñez perdió su cargo frente al candidato de la izquierda ese mismo año, después de retirarse de unas elecciones en las que las encuestas le daban el cuarto puesto, más por su lamentable mandato que por la propia pandemia).
En 2020, la Fundación Internacional de Sistemas Electorales (IFES por sus siglas en inglés) registró el aplazamiento de elecciones en sesenta y cuatro países y ocho territorios y un total de ciento nueve convocatorias electorales. Entre los países que no celebraron elecciones a la presidencia, al Parlamento, a gobiernos estatales y locales o referéndums se encuentran Chile, Etiopía, Irán, Kenia, Macedonia del Norte, Serbia y Sri Lanka. No todos los aplazamientos significan una acumulación de poder, desde luego, pues algunos se debieron a verdaderas preocupaciones sanitarias. Precisamente por eso el pretexto es lo bastante creíble para que lo puedan usar aquellos que aprovechan la pandemia para obtener rédito político.
Parece claro que aplazar unas elecciones fingiendo una preocupación por la salud no es más que una de las muchas formas de manipulación; existe otra que es negarse a aplazarlas, a pesar de que hubiera motivos reales para estar preocupados. Polonia se negó a posponer unas elecciones en las que Andrzej Duda, el presidente populista, era el candidato con más posibilidades. Y ganó, en efecto, con el 51 por ciento de los votos en la segunda vuelta.
De hecho, los populistas polacos no tuvieron ningún reparo en explotar la pandemia para sus propios fines. Como señaló Joanna Fomina, de la Academia de Ciencias de Polonia, el Gobierno aprovechó la oportunidad para aprobar leyes sobre temas sociales candentes que se habían encontrado con una amplia oposición popular antes de la pandemia. Unos proyectos de ley para convertir en delito la educación sexual y restringir todavía más el acceso al aborto habían provocado ruidosas manifestaciones antes de que el virus golpeara. Cuando estalló la pandemia, el Gobierno prohibió las protestas callejeras (con la excusa de la necesidad de mantener la distancia social) y aprobó las leyes en plena noche.
En casi todos los países, la pandemia ha reforzado al Gobierno frente a los otros poderes del Estado y ha ampliado el abanico de medidas que se considera oportuno que tome. A los australianos se les prohibió durante un tiempo que salieran del país; algo que antes era inimaginable se convirtió en una decisión inofensiva. Este cambio de percepción tiene consecuencias de gran calado en muchas dimensiones: entre otras, ha creado nuevas oportunidades muy atractivas para la corrupción. Con los responsables políticos sometidos a enormes presiones para que aprobaran cuanto antes contratos de compra de suministros contra la pandemia, proliferaron las oportunidades de corrupción y los chanchullos y, en estados que ya funcionaban en la práctica como empresas criminales, no cabe duda de que las autoridades aprovecharon para enriquecerse de forma ilícita.
En cuanto a las reacciones al virus que socavaron las libertades civiles, las medidas para coartar la libertad de expresión fueron, en todo el mundo, tremendamente dañinas. Se podría decir incluso que el coronavirus se convirtió en una crisis mundial a consecuencia de la censura: la decisión del Gobierno chino de silenciar al doctor Li Wenliang y a sus colegas de Wuhan, cuando intentaron dar la señal de alarma sobre la extraña enfermedad que estaban viendo en diciembre de 2019, hizo perder un valioso tiempo durante las primeras semanas, en las que quizá se habría podido contener el primer brote en la zona. La muerte del doctor Li por la COVID-19 en febrero de 2020 no solo lo convirtió en el primer mártir de la pandemia, sino también en el mártir más reciente de la libertad de expresión.
El modelo de un Gobierno que utiliza su poder para borrar las informaciones inconvenientes sobre el virus no se limitó a China. Como escribieron Jacob Mchangama y Sara McLaughlin para Foreign Policy, durante los primeros meses del coronavirus vivimos una epidemia mundial de censura y vimos a gobiernos autocráticos de todo el planeta que reprimieron a los disidentes con la excusa de prohibir las desinformaciones sobre el virus. En Camboya, se detuvo a docenas de personas acusadas de difundir bulos por los comentarios que habían hecho sobre la pandemia; entre ellos había miembros de grupos opositores ilegalizados a los que retuvieron mucho tiempo en prisión provisional antes del juicio. En Tailandia, una definición amplia de “desinformación” sobre el virus permitió encarcelar a muchas personas solo por criticar la reacción del Gobierno y decir que la consideraban insuficiente. En Turquía, se detuvo a docenas de personas por sus publicaciones “infundadas y provocadoras” sobre la COVID-19 en redes sociales, y se arrestó al menos a diecinueve ciudadanos por “atacar a funcionarios y propagar el pánico” con sus críticas a la reacción del Gobierno.
En 2020, los casos de acoso a periodistas que informaban sobre la crisis sanitaria, sus consecuencias económicas y las respuestas de los gobiernos fueron muchos. Azerbaiyán, Egipto, Honduras, India, Irán, Filipinas, Rusia y Singapur son ejemplos de los numerosos gobiernos que intentaron silenciar los medios. En todos los casos, los gobiernos aseguraron que actuaban por razones de salud pública y que por eso querían eliminar noticias falsas sobre el virus. En una proporción sospechosamente alta de casos dio la casualidad de que esas “noticias falsas” habían revelado la ineptitud con la que el Gobierno había gestionado la crisis.
En algunos casos, la pandemia ha llevado a los gobiernos represivos a nuevas esferas de control de la información. Por ejemplo, en Turquía, los medios convencionales ya estaban férreamente controlados por el régimen de Erdoğan mucho antes de que el virus llegara. Sin embargo, la pandemia ofreció al Gobierno la oportunidad de implantar unas normas estrictas para “limitar la desinformación”, que, en la práctica, prohibían una tipología completa de discurso. El régimen se justificó en la pandemia para aprobar, a mediados de 2020, una nueva ley que prohibió el acceso de Facebook, Twitter y YouTube salvo que los responsables de estas plataformas se avinieran a obedecer las normas censoras de Ankara. El incumplimiento de las órdenes judiciales de retirar los contenidos que los censores del Gobierno considerasen ofensivos se traduciría en fuertes multas y en un menor ancho de banda.
Brown, Brechenmacher y Carothers también descubrieron que los estados habían utilizado más los métodos de vigilancia de alta tecnología (en teoría para luchar contra el virus). Corea del Sur, Singapur e Israel, por ejemplo, fueron los primeros en utilizar los teléfonos móviles para rastrear los contactos. Casi nadie habló de que, si un Gobierno está autorizado a usar esa tecnología para saber si hemos estado en contacto con un portador del virus, también puede utilizarla para saber con quién hemos estado por cualquier otro motivo.
“Si bien la vigilancia reforzada no es propiamente antidemocrática —escriben—, el peligro de que se haga un mal uso de estas medidas nuevas por motivos políticos resulta significativo, en particular si se autorizan y se imponen sin transparencia ni supervisión”.
En India, las autoridades sanitarias exigen a las personas en cuarentena que suban periódicamente a las redes selfis con la geolocalización activada para asegurarse de que la foto se ha hecho en casa. En Hong Kong se obligó a los viajeros que llegaban a llevar un dispositivo electrónico de geolocalización similar al que se utiliza con las personas en arresto domiciliario. Las posibilidades de que se abuse de estas medidas son abrumadoras.
Además, la pandemia reforzó en todo el mundo el poder de las fuerzas armadas. Los militares tuvieron más participación a la hora de decretar y hacer respetar las medidas de salud pública en Irán, Israel, Pakistán, Perú y Sudáfrica, en algunos casos con acusaciones de abuso de poder por parte de unos soldados que mostraron un exceso de celo en el desempeño de sus obligaciones. Por otra parte, para demostrar que todas las tendencias tienen al menos una excepción, Amr Hamzawy y Nathan J. Brown, investigadores de la Fundación Carnegie, descubrieron que, en Egipto, la reacción a la pandemia reforzó el poder de la facción civil y tecnocrática dentro del Gobierno autoritario de El Sisi, en detrimento de la influencia del aparato de seguridad nacional controlado por el ejército. Desde los años treinta del siglo pasado se ha comprobado que la utilización de los poderes extraordinarios constituyen el factor clave para afianzar el poder autocrático. Cuando una emergencia real coincide con las aspiraciones autocráticas surgen oportunidades especiales. La pandemia fue un claro ejemplo de ello. Más de cincuenta países declararon estados de emergencia por la crisis, muchos por motivos de salud pública totalmente legítimos. Sin embargo, en otros países, las declaraciones de emergencia pregonaron con bastante claridad sus intenciones autoritarias.
Al valorar las posibilidades de que un estado de emergencia se utilice con fines autoritarios, los estudiosos examinan con muchísimo cuidado dos aspectos concretos: ¿la declaración de emergencia tiene limitada su duración, tiene limitado su alcance? Una declaración de emergencia sin un ámbito de actuación y un plazo cuidadosamente circunscritos invita a hacer un mal uso de ella. Y en la pandemia ha habido un número preocupante de declaraciones realizadas así.
En Filipinas, el Parlamento otorgó al presidente Rodrigo Duterte poderes excepcionales sin ningún límite. En Camboya, el primer ministro Hun Sen también consiguió que se ampliara hasta el infinito su potestad de aplicar la ley marcial. Y, como descubrió un equipo de investigadores de la Universidad de Gotemburgo dirigido por Anna Luehrmann, Europa no fue la excepción. Por ejemplo, los poderes extraordinarios que el Parlamento húngaro concedió a Viktor Orbán no especificaban ningún plazo e incluían condenas de prisión por distribuir bulos sobre la pandemia. La declaración de emergencia de Polonia, aunque no abarcaba tanto, tampoco tenía un plazo fijado y restringía ciertas libertades de los medios de comunicación. En Bulgaria se han utilizado los poderes extraordinarios para acosar a la minoría romaní; y en Rumanía han servido para restringir la libertad de expresión y han hecho posibles casos de abusos policiales durante la aplicación del toque de queda.
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