“Flaubert se llamaba a sí mismo la pluma humana; yo diría que soy un oído humano. Cuando camino por la calle ‘atrapo’ palabras, frases y exclamaciones, siempre pienso “¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!”. Desaparecen en la oscuridad. No hemos sido capaces de capturar el lado conversacional de la vida humana para la literatura. No lo apreciamos, no nos sorprende ni nos encanta. Pero me fascina y me ha hecho su prisionera. Me encanta cómo hablan los seres humanos… me encanta la voz humana solitaria. Es mi más grande amor y mi pasión”. (Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, 10 de diciembre de 2015)
A Svetlana Alexievich (nacida en 1948 en Stanislav -actualmente Ivano-Frankivsk, Ucrania soviética, criada en Bielorrusia) le gusta describir su obra como un "proyecto social" en el que trabajó durante 40 años. Dice "proyecto social" y hay algo de modestia y reserva en ese concepto, un rasgo siempre bienvenido desde el universo muchas veces arrogante de los grandes nombres de la cultura pero que no alcanza para definir lo que es un trabajo extraordinario y fundamental para la literatura y la historia. Y es que Alexievich consiguió en sus libros plasmar de manera exquisita un retrato del complejo y dramático mundo que la rodeaba y lo hizo rescatando las voces de hombres y mujeres protagonistas del gran experimento social, político e histórico que llegó luego de la Revolución Rusa de 1917. Oído humano, sí. Pluma humana, también.
Hija de maestros ilustrados, Alexievich estudió periodismo en la universidad y a lo largo de los años concibió un conjunto de libros que dan cuenta de una obra formidable y original, elaborada en base a talento, perseverancia y sensibilidad: La guerra no tiene cara de mujer (1985), donde por primera vez las mujeres rusas cuentan desde su perspectiva lo que fue la Segunda Guerra Mundial, Los muchachos de zinc, en el cual la invasión soviética a Afganistán es narrada por las madres de soldados (1989), Voces de Chernóbil, abrumador relato coral de sobrevivientes de la catástrofe nuclear ocurrida en abril de 1986 (1997), El final del homo sovieticus, que narra la desintegración de la gran utopía del Hombre Nuevo (2013) y Últimos testigos, testimonios de los niños de la Segunda Guerra (2016). A excepción de El final del homo sovieticus, publicado por Acantilado, todos los libros fueron publicados por Penguin Random House.
Si la mayoría de los lectores conoció el nombre de Alexievich recién en 2015, cuando la Academia Sueca decidió por primera vez concederle el Nobel de Literatura a un autor de No Ficción, es por estos días que uno de sus libros en particular, Voces de Chernóbil, vuelve a ser objeto de curiosidad y lectura y a estar en las conversaciones de lectores y fans de series de TV, a partir de Chernobyl, la exitosa producción de HBO que en cinco capítulos regresa a un episodio dramático de la historia del siglo XX: la catástrofe nuclear ocurrida en 1986 que para muchos aceleró el colapso de la Unión Soviética, que llegaría cinco años después.
Alexievich suele contar que, debido al silencio impuesto por las autoridades y la falta de directivas para hablar sobre la catástrofe, durante su investigación le fue relativamente sencillo conseguir testimonios libres y espontáneos sobre Chernobyl. Convertida en un hito de popularidad, la serie -cuyo argumento recoge testimonios del libro de Alexievich- podría estar contribuyendo a consolidar la narrativa de un episodio cuyo dramatismo hasta ahora no había conseguido ser percibido como el gran drama que fue, aseguraba recientemente en un artículo de The New Yorker la prestigiosa periodista rusa Masha Gessen.
En estos días Infobae consiguió hablar en exclusiva con la gran autora bielorrusa, quien respondió telefónicamente a varias preguntas sobre diferentes temas y lo hizo sin perder en ningún momento la dedicación, que junto a la sencillez, la delicadeza en el trato y un original sentido del humor convirtieron una trabajosa charla de a tres a la distancia con destino de experiencia frustrante en una entrevista fluida y, a su manera, extraordinaria. Alexievich estaba esa mañana porteña en su casa de las afueras de Minsk -hay seis horas de diferencia con Buenos Aires- y la charla que mantuvimos a través de internet por medio de una aplicación solo se interrumpió -y de manera sutil y elegante- ante la llegada de unos amigos de la escritora.
Cuándo comenzó a pensar en un género superador de la novela tradicional, cuáles eran las particularidades con las que se manejaba con sus fuentes durante la investigación por Chernobyl, su mirada sobre la serie, el por qué de la nostalgia por el comunismo en algunos sectores y su opinión sobre la popularidad de Vladimir Putin a veinte años de su llegada al poder, más algunos consejos clave para periodistas, fueron algunos de los temas de esta conversación.
— Alguna vez le escuché decir que ya no es tiempo para escribir sobre héroes sino para contar la historia del hombre pequeño. También escribió que su tarea es narrar lo que habitualmente no se cuenta, es decir, la historia de los sentimientos y del alma humana. ¿Cómo y cuándo comenzó a escribir así? — Yo nací en el campo, crecí en el campo y para mí siempre fueron una gran influencia los relatos de las mujeres, relatos sencillos que me contaban cuando era pequeña y todo lo que contaban esas mujeres sobre la guerra. Yo había leído varios libros sobre la guerra y pensaba que sus relatos eran muchísimo más fuertes, es decir, que tenían más fuerza que cualquier película o cualquier libro. Siempre estuve escuchando las historias y las voces de esas mujeres que luego de la guerra se quedaron sin hombres. Y como pasé toda mi niñez en el campo, en las casas de mis abuelos -tuve una abuela ucraniana y otra abuela bielorrusa-, entonces las voces de las mujeres tuvieron siempre mucha influencia en mí, me resultaban muy interesantes. Siempre me pareció además muy injusto que nadie conociera la historia de mi abuela ucraniana, por ejemplo. Nadie conoce la tragedia de su vida, cómo se quedó sin su marido y con cinco hijos para criar ella sola o cómo mataron al marido y me parecía muy injusto que nadie supiera cómo sobrevivió y cómo contaba su propia historia.
Cuando me recibí en la Facultad de Periodismo en Minsk -después trabajé en un diario-, viajaba muchísimo escuchando las historias de las personas simples: siempre me gustó escuchar las historias de gente común. Entonces se me ocurrió una idea, pensé: ¿por qué una novela tiene que tener una forma tradicional como La guerra y la paz, por ejemplo? El tiempo está cambiando, el tiempo vuela, entonces, la forma de una novela también puede cambiar. Como siempre, tenía en mi memoria las voces de esas personas que me contaban sus historias desde la niñez, entonces me dije: ¿por qué hace falta inventar alguna historia, inventar los personajes? ¿por qué no puede haber gente real contando sus historias? ¿por qué no hacer una novela con gente real?
Por otra parte, en nuestra cultura siempre tuvimos una gran tradición de historias humanas. Y como la guerra siempre tomó un lugar muy importante en nuestras vidas, y sigue teniendo un lugar central en la vida de muchas familias, se me ocurrió escribir un libro diferente sobre la guerra, un libro que fuera duro, un libro terrible, que infundiera temor.
Para escuchar algo nuevo hay que hacer una pregunta nueva, o sea, hay que aprender a preguntar de una manera nueva
— Usted hizo de la conversación con las personas la materia principal de un género literario. Si tuviera que darle consejos fundamentales a un periodista o escritor que tiene que buscar información sensible con fuentes no habituadas a aparecer en los medios, ¿qué les diría? — Primero, para escuchar algo nuevo hay que hacer una pregunta nueva, o sea, hay que aprender a preguntar de una manera nueva. En segundo lugar, hay que tratar a esa persona como si fuera un amigo, ya que no solo uno está tratando de sacar alguna información sino que hay que ir a hablar con esa persona sobre la vida, en general. En mis libros, por ejemplo, no es que solo estoy contando los hechos que tuvieron lugar sino que detrás de eso está el destino, la persona, la cultura, hay un contexto profundo. Y si usted va a esa entrevista como una persona sincera que quiere conversar con una persona interesante, creo que esa conversación va a salir bien.
La idea entonces no es solamente acumular historias, porque hay millones, sino que hay que buscar un enfoque diferente para estas historias. Por ejemplo, en mi primer libro, que era sobre la guerra, me propuse pensar entonces cómo contar la guerra, y pensé que nadie sabía qué era lo que pensaban las mujeres acerca de lo que pasó. O sea, hay que tener un nuevo enfoque, un nuevo pensamiento sobre los hechos.
No podés preguntarle a una mujer “contame cómo se murió tu hija” y después no sentarte a almorzar con ella, si te invita
— Cuando preparaba el libro sobre Chernobyl, ¿tomaba medidas de protección especiales durante las entrevistas con los hombres y mujeres que fueron sus fuentes? ¿Tenía miedo de contaminarse? ¿Los trataba con distancia o se involucraba? — No, de ninguna manera; no tomé medidas especiales. Por ejemplo, cuando viajé ahí fuimos con un periodista japonés y otro periodista alemán que querían saber la verdad, querían conocer todo, pero cuando llegó el momento de almorzar, la gente nos invitó a su mesa para almorzar con ellos y los tipos dijeron: "No, no, gracias", sacaron sus sanguchitos, sus termos con sus cosas, con sus vasitos de plástico y se fueron a un costado. Pero si hacemos eso, entonces ahí el contacto se termina: no podés preguntarle a una mujer "contame cómo se murió tu hija" y después no sentarte a almorzar con ella, si te invita. Tampoco estoy segura de haber actuado bien, porque en esa época tenía una hija pequeña. Entonces no sé si estaba actuando bien arriesgándome así. Pero yo crecí, me crié en la tradición rusa, en la cultura rusa y no sé si se uno puede acercarse a una persona de otra manera.
— ¿Vio la serie Chernobyl? ¿Qué le pareció? ¿Le molestaron los cambios de la historia original, los añadidos, las alteraciones de algunos hechos? — No, no me molestó nada: es una película, no es un documental, entonces obviamente el autor tenía derecho de hacer algunas alteraciones. Lo que me faltó un poquito en esta película es la parte filosófica, porque la línea principal en mi libro, la filosofía, es lo que fue la falta de preparación no solo de los rusos sino de toda la humanidad, una falta de preparación para catástrofes de ese tamaño, apocalípticas. Porque las capacidades técnicas con las que contamos ahora son más grandes que nuestras cualidades morales como personas. Hubo mucha mentira, mucha falta de información cuando ocurrió la explosión, pero lo más importante fue que no estábamos ni preparados para enfrentar los hechos.
— ¿Qué opina de la elección de Valeri Legasov , el principal asesor del Kremlin, como protagonista y héroe de la historia? — Yo pienso que es totalmente justo. Creo que es una historia muy trágica y entiendo perfectamente por qué van en paralelo estas dos historias: la historia de mi libro, que es la historia de Ludmila, la esposa del bombero, y la historia de Legasov.
— ¿Cree que de alguna manera el éxito de la serie está relacionado con que ahora la gente tiene más conciencia de la posibilidad de autodestrucción de la humanidad? — Claro, estoy segura de que eso se debe un poco a la nueva conciencia ecológica. Vivimos hechos de los que somos responsables nosotros mismos: los seres humanos liberamos unos demonios que no podemos manejar. Recuerdo cuando estuve en Fukushima (N. de la R. la central nuclear japonesa afectada por un accidente en 2011), por ejemplo. Antes de que ocurriera esa catástrofe ellos decían, a propósito de Chernobyl: "esos rusos desordenados", "solo a ellos les podía pasar", y entonces les pasó en Fukushima, en Japón. Porque, ojo, también hubo muchísimas mentiras en la misma Fukushima. Nosotros en realidad no sabemos bien del todo qué es lo que están arrojando al océano desde ahí y si hay posibilidades de controlar lo que están haciendo. Yo vi allí la misma situación que conocimos nosotros: gente a la que tenían que trasladar a otros lugares, personas que tenían que abandonar sus casas, como en Chernobyl, gente que trabajó ahí y que ahora van a tener todo tipo de enfermedades, y también las mismas mentiras por las que pasamos nosotros, con esa idea de que la gente tuviera la menor información posible sobre lo ocurrido.
— En su libro McMafia, el autor británico Misha Glenny escribió que en la esfera del mundo comunista "la mafia fue la partera de la democracia". Hablar de mafia es hablar de corrupción y usted señaló alguna vez que "es más difícil en términos morales pelear contra los dólares que lo que fue en su momento pelear contra los campos de concentración porque contra los campos no podías hacer nada". ¿Cómo se entiende que haya habido corrupción en organizaciones de caridad para los sobrevivientes de Chernobyl? — Es un tema cultural, y lo vi muchísimo en mi experiencia. Me acuerdo del caso particular de una fundación holandesa que estaba juntando dinero y medicamentos para traerles a los chicos. Era gente común la que ayudaba y daba su dinero, y una vez que ellos trajeron los camiones con la ayuda humanitaria, el jefe de la fundación de la parte bielorrusa invitó a todos a su casa a festejar. Cuando llegaron, era un palacio, un palacio dorado, con cristales, con todo, y yo vi cómo quedaban atónitas esas personas comunes de Holanda, que decían "¿Cómo es posible que una persona que era un maestro de escuela y es el jefe de la fundación pueda tener esta cantidad de dinero y este tipo de vida?". Pero es cultural, es así.
Y es por eso que cuando doy discursos o hablo con las organizaciones caritativas del extranjero siempre les digo: ustedes tienen que seguir esto hasta el final, hasta que lo que están juntando, aquello con lo que están ayudando, esté en las manos de las personas que lo necesitan. No se lo den ni al gobierno bielorruso ni a los organizadores caritativos de Bielorrusia.
Tenemos un umbral de dolor un poquito más alto que el habitual, por eso la agresividad y el odio son una cosa común en nuestra sociedad
— Usted suele decir que en las sociedades rusa y bielorrusa conviven verdugos y víctimas y que todos siguieron compartiendo la vida comunitaria en lo que define como una "sociedad de informantes". ¿Qué huellas deja en las personas haber vivido tantas décadas de este modo? — Es un poco difícil dar un paso al costado y mirar desde afuera qué es lo que está pasando porque eso es lo que estamos viviendo y, en mi caso, lo estoy viviendo desde mi niñez. Yo siempre hablo de la historia de nuestros padres, que pasaron la guerra: ellos mataron y los mataron. Después siempre recuerdo la historia de mi padre; él contaba que estudiaba en la universidad antes de la guerra y cada vez que volvía de las vacaciones, la mitad del staff de los profesores ya no estaba más porque estaban presos y siempre había otra gente en su lugar. Es decir, los que habían sido sus profesores habían sido arrestados. Entonces, por eso yo creo que nosotros tenemos un umbral de dolor un poquito más alto que el habitual, por eso la agresividad y el odio son una cosa común en nuestra sociedad. Por ejemplo, el otro día que estuve en Moscú quedé asombrada y un poco espantada al pasar al lado de una tienda que se presentaba como la tienda de la ropa militar para los niños de 3 a 15 años. Hay padres que les compran esa ropa, que les ponen esa ropa a los niños para ir a festejos o algo, y veo que se incrementó la cantidad de juguetes militares, por lo que pienso que vivimos en una sociedad como militarizada.
Hay una cosa que nosotros extrañamos de esa época y que siempre hablamos entre los amigos cuando nos juntamos y es que vivimos una época en la que existían los gulags pero, a la vez, las relaciones de amistad eran muy profundas
— Hay gente que se declara nostálgica del comunismo. ¿Usted en lo personal extraña algo de ese tiempo? — Bueno, es un poco extraño, un poco sorprendente, pero sí hay una cosa que nosotros extrañamos de esa época y que siempre hablamos entre los amigos cuando nos juntamos y es que vivimos una época en la que existían los gulags pero, a la vez, las relaciones de amistad eran muy profundas. La gente se juntaba mucho, se juntaba para comer juntos, para cantar juntos, para tocar la guitarra. Y ahora es una carrera por el dinero; la gente tiene dos, tres trabajos, tienen que trabajar para ganar plata y ya no se juntan tanto con los amigos, no cantan, no van a pasar los fines de semana afuera en canoas como era muy común en esa época. Y eso sí que es una pena que no exista más. Nosotros vivimos en una época de mucho miedo pero había también mucha gente buena.
Le cuento una anécdota, me quedé asombrada el otro día cuando fui a buscar a mi nieta a la escuela. Entramos al comedor porque ella quería que yo le comprara un bizcocho y había una larga fila de gente, entonces yo dejaba pasar a muchos, que querían alguna cosa. Pero la nena me vio y se puso ella misma en la fila, sacó su dinero, compró el bizcocho que ella quería, y me miró y me dijo: "Sveta, vos sos demasiado suave para como es todo ahora, en ésta época vos estarías frita". (Risas)
— La democracia como sistema político cruje y está en crisis en todo el mundo. En Rusia, hay quienes dicen que los rusos siempre anteponen el orden y la seguridad a la democracia. ¿Lo ve así? — No sé si se puede juzgar así, que la gente prefiere el orden a la seguridad, porque estamos viendo que hay muchísima gente que quiere democracia. Pero, por otra parte, también estamos leyendo que hay muchísima gente -y ahora está incrementándose esa cantidad- a la que le gusta Stalin…
— Aún lo recuerdan. — Sí, lo recuerdan. Yo viajé muchísimo por Rusia y vi y visité muchos museos y monumentos a Stalin. Estos museos no fueron abiertos por las autoridades sino por la gente. En los años 90, cuando empezó la Perestroika, no podíamos ni imaginar que una cosa así podía llegar a pasar. Ahora, por ejemplo, en la prensa rusa hay muchísimas críticas a la serie sobre Chernobyl, primero porque está hecha en Estados Unidos y, segundo, porque no muestran al pueblo tan heroico como ellos creen que fue. Y entonces dicen: "Nosotros tenemos que defender nuestro pasado de la rusófoba Alexievich y de los Estados Unidos". Y a mí me gustó lo que les contestó el actor que hizo el rol de Legasov en la serie (N. de la R.: Jared Harris), él dijo: ¿a quién defienden los rusos?, o sea, ¿qué es lo que están defendiendo? ¿están defendiendo las ideas terribles que vivieron en esa época o a quién? Yo había escuchado que se iban a filmar dos películas más sobre Chernobyl en Rusia y entonces leí un poquito cómo era la trama, en la que hay unos agentes de la KGB que agarran a unos espías norteamericanos. Entonces me dije: "Dios mío, pero ¿para eso era?"
No podemos decir que una persona que acaba de salir de un campo de concentración sea libre, porque la libertad es un proceso largo.
— Este año se cumplen 20 años de la llegada de Putin al poder en Rusia. Usted es una persona muy crítica del presidente ruso: ¿por qué cree que a pesar del paso del tiempo y de las diferentes crisis, él sigue contando con tanto apoyo popular? — Yo pienso que no es solo el hecho o la idea de Putin, es una especie de Putin colectivo que es la conciencia. Putin está en la conciencia de muchísima gente en Rusia y no solo de las generaciones antiguas sino de las generaciones nuevas, que no quieren ser humilladas y quieren ver otra vez a la gran Rusia. No hay que imaginar tampoco que en los 90 todos querían Perestroika, no era así. No todos querían la vida nueva. Nadie en esa época quería el capitalismo, al menos el capitalismo que surgió y que nosotros ahora tenemos en Rusia y acá. Los demócratas eran un poco ingenuos y pensaban que la gente quería lo mismo que querían ellos. O sea, no podemos decir que una persona que acaba de salir de un campo de concentración sea libre, porque la libertad es un proceso largo.
— Nuestros lectores conocen a Vladimir Putin pero no conocen tanto al presidente Aleksandr Lukashenko, que gobierna su país hace 25 años. Si tuviera que describir su figura como político y gobernante en pocas palabras, ¿cómo lo haría? — En pocas palabras: es una persona de ayer. Por más que él dice que no es un comunista, todo lo que él dice y hace es muy comunista. Entonces, en pocas palabras: es un comunista de un modelo viejo, por decir así.
— ¿Cree que el lugar de la mujer está cambiando en la sociedad rusa en sintonía con lo que está pasando en casi todo el mundo? Si no es así, ¿a qué se debe? — Es un proceso muy lento y está pasando, pero definitivamente lo vemos mucho más con las generaciones más jóvenes.
— Su último trabajo es Lyubov, amor en ruso, un documental sobre el amor. ¿Tuvo necesidad de investigar y trabajar sobre este tema luego de demasiados años de escribir sobre la guerra, la violencia y la muerte en todas sus formas? — No, no, no fue así. Pero como terminé ese proyecto social sobre el cual estuve trabajando durante 40 años y un poco se me acabaron las ideas, empecé a pensar qué iba a hacer después y quise explorar un poquito los temas existenciales, que son estos temas principales: el amor y la muerte.
— A lo largo de los años usted entrevistó a muchos hombres y mujeres que atravesaron situaciones muy dramáticas y conoció personalmente la persecución y la delación como las bases de un sistema político. ¿Alguna vez tuvo miedo por su vida? ¿Alguna vez temió que hubiera un castigo por sus libros? — Yo no diría que tenía miedo o temía por mi vida, yo lo aceptaba como una especie de filosofía fatalista. Porque estar en conflicto con el gobierno para un artista en Rusia, en Bielorrusia, es algo común, algo normal. Pero lo que es terrible y atemorizante es estar en conflicto con tu propia sociedad, con tu propia gente. Porque cuando gente que vos respetabas, gente conocida o tus parientes te gritan: "Crimea es nuestra" y te odian, eso sí que es horrible. Nosotros tenemos una especie de contraseña, un guiño con mis amigos. Por ejemplo, cuando fui a visitar a una amiga que hace un tiempo que no veía, entré a su casa y mientras me sacaba el abrigo y ella me dijo: "Sveta, Crimea no es nuestra, te lo digo para que no te preocupes."
*Ekaterina Liapina, intérprete de ruso, hizo la traducción simultánea durante esta entrevista.
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