Anticipo de “La extranjera”, de Claudia Durastanti

Aquí la joven autora italoamericana cuenta la historia de sus padres, la suya propia, y ante todo se presenta como mujer de ningún lugar, con aires permanentes de desarraigo

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"La extranjera" (Anagrama), de Claudia
"La extranjera" (Anagrama), de Claudia Durastanti

MITOLOGÍA

Mi madre y mi padre se conocieron el día en que él había decidido tirarse desde el puente Sixto en el Trastévere. Era un buen sitio desde el que caer: aunque era un buen nadador, el impacto con el agua lo habría paralizado, y el Tíber ya estaba en aquellos días contaminado y verde.

Mi madre caminaba con la cabeza baja y con los hombros encogidos como si siempre lloviera, sobre todo cuando iba sola, pero aquel día se paró en el puente y vio a un chico a horcajadas en el pretil del puente. Se le acercó para ponerle una mano en el hombro y echarlo hacia atrás, quizá hubo un breve forcejeo. Logró calmarlo y que respirase despacio, después pasearon por la ciudad, se emborracharon y terminaron en un hotel con sábanas ásperas que apestaban a amoniaco. Antes del amanecer, mi madre se vistió y se fue. Tenía que volver al internado y mi padre le había parecido demasiado inquieto; ni siquiera le había dado una palmada en la espalda para avisarle.

Al día siguiente, al salir por el portón del instituto con sus amigas, lo vio apoyado en un coche que no era el suyo con los brazos cruzados y en ese momento comprendió que estaba perdida. Siempre he envidiado la expresión mística y funesta con la que lo cuenta, siempre me he sentido celosa de aquel apocalipsis.

Aquel día frente al instituto, mi padre llevaba vaqueros estrechos, una camisa azul remangada y fumaba un Marlboro; consumía dos paquetes al día.

Había ido a buscarla a una institución estatal de la vía Nomentana y desde aquel momento comenzaron su vida juntos.

«¿Cómo pudo encontrarme?», decía. Cuando yo era niña, me contaba esta historia que convertía a mi padre en un mago oscuro capaz de intervenir en el tiempo y en el espacio, y yo la abrazaba con fuerza sin responder, preguntándome cómo sería que un hombre te deseara de aquel modo.

Después crecí y comencé a señalarle lo más obvio. «Solo había un instituto para chicas como tú en Roma, no era tan difícil.» Ella asentía, pero después negaba con la cabeza: la había encontrado porque debía ser así. A pesar de la ruptura del matrimonio, nunca se había arrepentido de haberlo alejado de aquel puente: él era sordo, ella también, y su relación tendría algo más íntimo y profundo que el amor.

Mi padre y mi madre se conocieron el día en que él trató de salvarla de una agresión frente a la estación de Trastévere.

Se había parado a comprar cigarrillos y estaba a punto de subirse al coche cuando le llamaron la atención los movimientos descompuestos y bruscos de un par de sinvergüenzas que la habían emprendido a patadas con una chica para robarle el bolso. Después de haberse enfrentado a ellos hasta que se fueron, se detuvo a ayudar a mi madre y la convenció de que fuera a su casa para lavarse. En aquella época él vivía todavía con sus padres: en cuanto vieron a aquella chica poco más que adolescente con la piel oscura y el pelo todavía mojado de la ducha, pensaron que era una huérfana.

A los veinte años mi madre tenía una sonrisa grande y fea, dientes de fumadora y el pelo negro y lacio con ese corte que no favorece a nadie; a veces llevaba pasadores de carey para sujetarlo. Vivía en un internado y a menudo dormía en la calle, estudiaba esporádicamente. Hacía algún trabajillo para complementar el dinero que le enviaban sus padres desde América, pero no se presentaba a la hora.

A partir de aquel día empezaron a salir juntos: hablaban la misma lengua hecha de jadeos y de palabras pronunciadas a un volumen demasiado alto, pero lo que de verdad atraía las miradas por la calle era su actitud. Empujaban a los transeúntes sin volverse o excusarse; irradiaban diferencia: él tenía el cabello castaño claro, boca carnosa y rasgos nobles; ella a duras penas le llegaba al hombro y parecía salida de una prisión de guerrilleros en la selva.

Hace muchos años, mi padre tenía la capacidad de aparecer de la nada. A menudo, cuando ella se iba a visitar a su familia a América o desaparecía unos días, o mucho después, cuando ya se habían separado, él se dejaba caer por la zona de salidas del aeropuerto en el momento preciso, o aparecía tras una puerta acristalada, salía de improviso de un ascensor, abría la puerta del coche obligándola a levantar la mirada por aquel movimiento repentino.

Ella lo reconocía por la postura desgarbada, el destello de los cigarrillos; la encontraba como un cazador herido encuentra a los animales cuando no dispone de otros sentidos y se fía solo de un rabioso instinto. Mi padre y mi madre se divorciaron en 1990. Después se vieron pocas veces, pero los dos comenzaban la historia diciendo que habían salvado la vida del otro.

Claudia Durastanti, foto de archivo
Claudia Durastanti, foto de archivo (Leonardo Cendamo/ Getty Images)

INFANCIA

Mi madre nació en los últimos días de 1956 en una casa de labranza junto al río Agri, en Basilicata. Mis abuelos maternos solían pasar el invierno en el pueblo y no en aquella construcción medio derruida, pero los había sorprendido una nevada y así mi madre nació en un establo rodeada de gatos y ganado enflaquecido. Sus padres trabajaban en el campo y ella pasaba mucho tiempo con las abuelas. Una de ellas era una accidental American como yo: había nacido en Ohio, donde su padre estaba de paso –no tenemos noticias de este nómada o soldado de ventura, solo sabemos que fue el iniciador de una serie de migraciones irreflexivas– y después se había trasladado a Basilicata con su madre, transformándose en una inmigrante al revés que abandonaba el futuro para desintegrarse en el pasado. (A los seis años yo recorrería el mismo camino, trasladándome de Brooklyn a un pueblecito de Lucania en el que había más cabezas de ganado que personas.) En el pueblo la trataban como a una persona misteriosa. Aunque nunca hablaba en inglés, tenía siempre productos de marcas raras, tejidos vaqueros que resistían el uso y velas que no se gastaban aunque ardieran durante horas. La otra abuela era silenciosa y vulnerable; su mundo se limitaba a ver pálidas apariciones en el cielo, exorcismos hechos con una cuchara de plata apoyada en la frente, acudir a las procesiones descalza y el convencimiento de mantener un diálogo privilegiado con la Virgen.

Cuando yo era pequeña, mi madre me llevaba a pasear por la orilla del río Agri, cerca del que ella había nacido, y yo me esforzaba por reconocer en él las míticas y tumultuosas aguas en las que la habían sumergido a los cuatro años para que le bajara la fiebre causada por la meningitis. Apenas se dieron cuenta de que tenía fiebre alta corrieron a bañarla en el río, aunque, según médicos y vecinos, aquel remedio impulsivo no serviría de nada. La infección podría dejarla ciega, loca, sorda o matarla, y todas las mujeres ocupadas en vigilar su existencia y en rezar junto a la cama donde yacía acurrucada y decaída votaron a favor de la sordera. Sería difícil, pero al menos vería el mundo y encontraría la manera de hacerse entender.

Mi abuelo Vincenzo era bajo, oscuro y mujeriego. Cuando él y mi abuela María emigraron a América en los años sesenta, no lo hicieron porque fueran pobres, que lo eran, o porque necesitaran un trabajo mejor, sino porque él era demasiado galante con las mujeres del pueblo y hacía sufrir a mi abuela. Tocaba el acordeón en bodas y fiestas, llevaba pantalones oscuros y camisas remangadas hasta los codos, no tenía canas en aquel pelo peinado hacia atrás con brillantina. El suyo había sido un matrimonio concertado, eran primos hermanos y a veces, si se prestaba oídos a los comentarios y chismorreos de los del pueblo, parecía que mis tíos eran de poca estatura y mi madre se había vuelto sorda a causa de la mala combinación de sangres. Mis abuelos habían quebrantado las leyes de la distancia y habían sido castigados por ello; en realidad mi madre perdió el oído por culpa de una enfermedad infecciosa y mis tíos eran bajos como tantos jóvenes del sur en aquellos años. Los aristócratas y los vampiros se emparejan entre ellos para preservar la especie, según antropólogos poco meticulosos, en cambio, algunas tribus africanas lo hacen para evitar maldiciones cuando, en realidad, existían códigos precisos para evitar un exceso de familiaridad entre amantes; a veces era imposible incluso ennoviarse con un joven que tuviera el mismo animal guía, y quién sabe si en mi familia los amores que terminaron mal se debieron precisamente a eso, al encuentro de fantasmas y tótems imposibles de conciliar.

Mi abuela fue una esposa típica de la literatura campesina, apacible cuando él era explosivo, práctica cuando él era evasivo. Tenía la piel clara y una boca ancha y fina. De adolescente había estado enamorada de otro chico, tímido como ella, pero mi abuelo era al que todas querían: no había elección. Renunciar a la envidia de los demás, ese es el verdadero tabú en un pueblo pequeño. Si alguien decía algo mezquino, ella sacudía la cabeza o tapaba la boca del indiscreto; no solía enfadarse. No sabía cómo defender a su hija cuando la llamaban «la muda» o le decían que era una infeliz de quien Dios debía ocuparse más.

En realidad, mi madre se defendía sola y no era indulgente con quien no la entendía cuando hablaba: a los cuatro años le echó encima un caldero de agua hirviendo a una vecina que chismorreaba sobre ella, lo había comprendido por el modo en que la mujer gesticulaba y la miraba con conmiseración. Se quedó asomada a la ventana riendo, con la secreta aprobación de su familia.

Solo se llevaba bien con sus hermanos y con las abuelas, que hablaban el dialecto entre dientes. Su pronunciación era imposible de descifrar pero tenían instinto para el gesto y la tocaban siempre, como mi madre siempre me ha tocado a mí. En realidad sus hermanos no creían que fuera sorda [...]

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