CICERÓN
15 de marzo de 44 a. C.
Lo más prudente que puede hacer un hombre sensato y no muy intrépido cuando se encuentra con otro más fuerte que él es evitarlo y, sin avergonzarse, aguardar un cambio, hasta que el camino vuelva a quedar libre. Marco Tulio Cicerón, el primer humanista del imperio romano, el maestro de la oratoria, defensor de la justicia, se afanó durante tres décadas por servir a la ley heredada de sus mayores y por mantener la república. Sus discursos han quedado grabados en los anales de la Historia. Sus obras literarias, en los sillares de la lengua latina. Combatió la anarquía en la persona de Catilina. La corrupción, en la de Verres. Y la amenaza de la dictadura, en las de los generales victoriosos. Su libro De re publica se consideró en su época como el código ético del Estado ideal. Pero ahora llega alguien más fuerte. Con sus legiones galas, Julio César, al que en un principio ha promovido por ser el de más edad y el más notable, se ha convertido de la noche a la mañana en el dueño y señor de Italia. Como jefe absoluto del poder militar no necesita más que extender la mano para hacerse con la corona imperial que Antonio le ha ofrecido ante el pueblo congregado. En vano se enfrenta Cicerón a la autocracia de César, tan pronto como éste infringe la ley en el momento que cruza el Rubicón. En vano intenta movilizar a los últimos defensores de la libertad contra los violentos. Como siempre, las cohortes se muestran más poderosas que las palabras. César, a un tiempo hombre de espíritu y de acción, ha triunfado por completo. De haber sido vengativo, como la mayoría de los dictadores, podría haber eliminado sin contemplaciones, tras su clamorosa victoria, a ese obstinado defensor de la ley, o al menos haberle enviado al destierro. Sin embargo, más que todos sus triunfos militares, lo que honra a Julio César es su magnanimidad tras la victoria. A Cicerón, su opositor, ahora acabado, le concede la vida, sin hacer el más mínimo intento de humillarlo, y únicamente le sugiere que se retire de la escena política, que ahora le pertenece a él y en la que a cualquier otro sólo le corresponde el papel de figurante mudo y obediente.
A un hombre de espíritu no le puede suceder nada más ventajoso que el que se le excluya de la vida pública, política. Ésta arroja al pensador, al artista, fuera de su indigna órbita, una de esas que sólo se pueden dominar recurriendo a la brutalidad o a la hipocresía, y lo reintegra a la suya propia, interior, intangible e imperecedera. Cualquier forma de exilio se convierte para un hombre de espíritu en un estímulo para el recogimiento interior. Y a Cicerón ese bendito infortunio le sobreviene en el mejor momento, en el más propicio. El gran dialéctico se acerca, paso a paso, a la vejez tras una vida que, entre tumultos y tensiones, le ha dejado poco tiempo para la síntesis creadora. ¡Cuánto y cuánta contradicción ha tenido que presenciar el sexagenario en el limitado espacio de su vida! Abriéndose camino y haciendo prevalecer su opinión gracias a la tenacidad, a la capacidad de maniobra y a su superioridad espiritual, este homo novus o advenedizo, ha alcanzado todos los puestos y dignidades públicos, hasta entonces fuera del alcance de un hombre de provincias por estar celosamente reservados a la camarilla de la nobleza hereditaria. Ha experimentado lo más alto y lo más bajo de los favores públicos. Tras la caída de Catilina, ha subido triunfalmente los escalones del Capitolio, siendo coronado por el pueblo y honrado por el senado con el glorioso título de pater patriae, padre de la patria. Y por otro lado, de la noche a la mañana, ha tenido que huir al destierro condenado por ese mismo senado y abandonado por ese mismo pueblo. No ha habido cargo en el que no se mostrara eficaz, ni rango que no alcanzara gracias a su infatigable laboriosidad. Se ha encargado de dirigir procesos en el foro. Como soldado, ha estado al mando de legiones en el campo de batalla. Como cónsul, ha administrado la república. Como procónsul, provincias enteras. Millones de sestercios han pasado por sus manos, convirtiéndose en deudas. Ha poseído la vivienda más hermosa del Palatino y la ha visto en ruinas, quemada y devastada por sus enemigos. Ha escrito tratados memorables y pronunciado discursos que han creado escuela. Ha criado hijos y los ha perdido. Ha sido valiente y débil, voluntarioso y de nuevo esclavo del elogio, muy admirado y muy odiado, un carácter inconstante, pleno de fragilidad y de esplendor. En resumen, la personalidad más atractiva y más provocadora de su tiempo, porque irremediablemente se involucró en todos los acontecimientos de esos cuarenta pletóricos años que abarcan desde Mario hasta César. Cicerón vivió y sufrió la historia de la época, la historia universal, como un testigo sin par. Sólo que no tuvo tiempo para una cosa, la más importante: para echar un vistazo a su propia vida. Jamás este hombre incansable encontró la ocasión para meditar tranquilamente y recopilar su saber, su pensamiento.
Por fin, gracias al golpe de Estado de César, que le aparta de la res publica, de los asuntos de Estado, se le brinda la oportunidad de cuidar de modo productivo de la res privata, de los asuntos particulares, lo más importante del mundo. Resignado, Cicerón abandona el foro, el senado y el imperio a la dictadura de Julio César. Una aversión hacia todo lo público empieza a apoderarse de él. Que otros defiendan los derechos del pueblo, al que las luchas de gladiadores y los juegos le importan más que su propia libertad. Para él ya sólo cuenta una cosa: buscar, encontrar y configurar la suya propia, la libertad interior. Así, Marco Tulio Cicerón, por primera vez en sesenta años, vuelve la mirada a sí mismo, reflexionando tranquilamente, con la intención de demostrar al mundo para qué ha actuado y para qué ha vivido.
Artista de nacimiento, que sólo por error abandonó el mundo de los libros para entrar en el quebradizo mundo de la política, Marco Tulio Cicerón, conforme a su edad y sus más íntimas inclinaciones, trata de organizar su vida de manera clarividente. De Roma, la ruidosa metrópoli, se retira a Tusculum, la actual Frascati, y con ello se rodea de uno de los más hermosos paisajes de Italia. En suaves oleadas, cubiertas de oscuros bosques, las colinas inundan la campiña. Con un tono argentino, las fuentes resuenan en la retirada quietud. Al pensador creativo, tras todos esos años en el mercado, en el foro, dentro de la tienda de campaña en el frente o estando de viaje, se le abre aquí, por fin, el alma. La ciudad, atrayente y abrumadora, está lejos, como un simple humo en el horizonte, y, sin embargo, lo bastante cerca como para que los amigos vengan con frecuencia a mantener conversaciones estimulantes para el espíritu. Ático, al que le une una profunda confianza. Y el joven Bruto o el joven Casio. Una vez incluso—¡peligroso huésped!—el propio dictador, el gran Julio César. Pero si no acuden los amigos de Roma, en su lugar siempre hay otros, magníficos, unos compañeros que jamás defraudan, lo mismo dispuestos al silencio que a la charla. Los libros. Marco Tulio Cicerón instala en su casa de campo una fantástica biblioteca, un panal de sabiduría verdaderamente inagotable. Las obras de los sabios griegos alineadas junto a las crónicas romanas y los compendios de la ley. Con semejantes amigos de todos los tiempos y todas las lenguas, no puede sentirse solo ni una noche. La mañana la dedica al trabajo. Un esclavo instruido aguarda siempre, obediente, el dictado. Cuando le llama a comer, su adorada hija Tulia le acorta las horas. La educación del hijo es un estímulo diario, o al menos trae consigo alguna novedad. Y además, postrera sabiduría, el sexagenario aún incurre en la locura más dulce de la vejez. Se casa con una mujer más joven que su propia hija, para disfrutar como artista de la belleza de la vida, no sólo en el mármol o en los versos, sino también en su forma más sensual y encantadora.
De modo que parece que a sus sesenta años Marco Tulio Cicerón se ha reintegrado al fin a su verdadero ser: ya sólo filósofo y no demagogo, escritor y no maestro de retórica, dueño de su tiempo libre y no solícito servidor del aplauso del pueblo. En lugar de perorar—de hablar con énfasis—ante jueces corruptos en el mercado, prefiere fijar la esencia del arte de la oratoria en su De oratore, un modelo para todos sus imitadores. Y a la vez, en su tratado De senectute —Cato maior de senectute—, instruirse él mismo acerca de que alguien realmente sabio debe aprender que la verdadera dignidad de la vejez y de su vida es la resignación. Las más bellas cartas, las más armoniosas, proceden de esta época de íntimo recogimiento. E incluso cuando experimenta la más perturbadora de las desgracias, la muerte de su amada hija Tulia, su arte le ayuda a alcanzar la dignidad filosófica. Escribe esas Consolationes que aún hoy, después de siglos, siguen confortando a miles de personas que conocen ese mismo destino. Sólo al exilio debe la posteridad que el gran escritor surgiera a partir del que en otro tiempo fue un activo orador. En esos tres años de tranquilidad, hace más por su obra y por su fama póstuma que en los treinta anteriores que, pródigo, sacrificó a la res publica, a los asuntos de Estado.
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