Ryan Neroni es un abogado de 39 años que vive en Las Vegas con su madre. Un simple problema de reflujo que le produce mal aliento lo fue alejando poco a poco del sexo y el amor. Se enfocó en su trabajo y le fue realmente bien. Llevó una existencia discreta sin grandes lujos ni emociones fuertes. “Asumía que todos vivían una vida similar a la suya”, por lo cual se dejó de interesar en el resto. No tenía amigos; le daba lo mismo. Hasta que un caso en el que venía trabajando hacía dos años se destrabó: el tiroteo de Las Vegas del primero de octubre de 2017.
Ryan Neroni recolectaba información sobre lo que ocurrió esa noche en la que, desde el piso 32 de un hotel, Stephen Paddock disparó durante diez minutos dos fusiles semiautomáticos contra el público de un festival de música country al aire libre. Mató a 59 personas, dejó 851 heridos. La peor masacre en los Estados Unidos desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ryan Neroni, abogado de la causa, recibió doce millones de dólares y decidió dejar su trabajo —¿para qué seguir trabajando?— para no hacer nada y, por fin, salir al mundo, a la vida.
El tiroteo existió, las víctimas también; el abogado Ryan Neroni... Bueno, seguramente haya un abogado que consiguió ese dineral. Pero Neroni en realidad es un personaje, protagonista de El contrabandista de Las Vegas, de Noah Cicero. La novela se acaba de publicar por UOIEA!, una pequeña editorial argentina que con este libro y tres más se acaba de presentar en sociedad. Son unas 180 páginas que zigzaguean entre distintas escenas y personajes, porque lo que empieza como un nuevo amanecer para un abogado gris que a sus casi cuarenta se dio cuenta que su vida era una absoluta bazofia se amplía en pequeñas historias, postales de la vida en las entrañas del imperio, pequeños sujetos que lidian con su insatisfacción culpándose a sí mismos de que no tienen éxito, y si lo tienen, lo que les falta es felicidad. ¿Y qué es la felicidad? Bueno, eso que vibra en “el mundo real, donde la realidad de la televisión y den entretenimiento y de todo lo que se les enseñó sobre la vida no significa nada”. Cicero invita con mucha cortesía a que el lector se asome a esos abismos —ese es su plan literario, la finalidad de su obra— y oiga los gritos.
La aparición
Noah Cicero nació el 10 de octubre de 1980 en Youngstown, una ciudad de sesenta mil habitantes en el estado de Ohio que, según la revista Forbes, es una de las veinte ciudades más miserables de los Estados Unidos. En 1977, cuando cerraron las fundidoras de acero, Youngstown entró en un declive considerable. Vivió allí toda la vida hasta que, según Wikipedia, se instaló en Nevada, Las Vegas. Empezó con la poesía y el cuento, empezó como empezó su generación: con los blogs. Forma parte de una corriente literaria denominada Alt Lit que hace unos años su irrupción generó cierto clamor en la escena editorial.
Compartiendo similitudes con los beatniks o retomando la posta de narrar la decadencia social, la Alt Lit venía a contar algo que todos estaban evitando: que en el imperio la vida se precarizaba cada vez más y la escenografía de la embajada capitalista había sufrido unas cuantas transformaciones: la amenaza constante del enemigo terrorista, las nuevas susceptibilidades promovidas por internet, el robustecimiento de la vigilancia gubernamental y la presencia del mercado en cada centímetro de la intimidad.
El primer acercamiento a los lectores castellanos fue con la poesía. El sello español El Gaviero publicó una antología bilingüe bajo el título Vomit con poemas de Noah Cicero, Tao Lin, Dorothea Lasky, Matthew Savoca, Kendra Grant Malone, Megan Boyle, Ana Carrete, Cassandra Troyan, Britanny Wallace, Richard Chiem, Steve Roggenbuck, Jake Fournier, Kat Dixon, David Fishkind y Jordan Castro. En la contratapa del libro, la española Luna Miguel escribió: “Y abriréis el libro, y pasaréis las páginas, y os sorprenderá, lo sé: porque aquí no hay poesía. Ni belleza. Ni cursilería. Porque aquí el verso no está construido para complacernos. No hay piedad. No hay benevolencia... Lo que aquí hay es vida. Demasiada vida”. Un poema de Cicero, titulado “Por qué Dios mío”, más breve que minimalista, dice: “No tengo correos, / ayer tenía un montón / y me encantaba, / pero hoy / me aburro / y te odio”. En ese joven poeta lanzado al vacío de la publicación ya asomaban los riscos de sus venideras obras, que aún permanecían dormidas. Todo llegó a su tiempo. Tomó años. Sigue tomando años. Esto recién empieza.
En 2014 se publicó por Interzona la antología Alt Lit: literatura norteamericana actual, compilada por Hernán Vanoli y Lolita Copacabana. En el prólogo dicen: “Que un imperio esté fatigado no implica que su imaginación haya muerto: puede haber fulgores en la lenta extinción”. Hay relatos de Tao Lim, Sam Pink, Jordan Castro, Blake Butler, Ofelia Hunt, xTx, Heiko Julién, Lily Dawn, Frank Hilton y, por supuesto, Noah Cicero, que participó con dos cuentos cortos. En el primero, “Cómo lidiar con un crackero cabeza de tacho”, el protagonista viaja a su pueblo natal, a un bar, a ver a un amigo que toca en una banda. “Sabía que vería gente que conocía, y que querían hablarme. Y había una buena cantidad de gente en Vienna que me odiaba descontroladamente. Lo que por mí está bien. Pero no tenía ganas de ir preso o de ser hospitalizado por meterme en una pelea”. Entonces aparece gente que le habla, ”cabezas de tacho pasados de cocaína o de crack” que “pueden empezar a tirarte por la cabeza y sin remordimiento cualquier mierda como vasos, botellas de cerveza y balas”.
En el segundo, “Nosotros el pueblo”, también narrado en primera persona, el protagonista cuenta sobre algunas personas que conoció en una pequeña pensión de San Diego. Uno es Alex, un ex marine que combatió en Vietnam, donde recibió un balazo, luego se hizo policía y recibió otro balazo, y también se dedicó a la venta de drogas y, claro, otro balazo. Otro era el Capellán, un demente que tocaba extrañas canciones cristianas; Fátima, una afroamericana que se convirtió al Islam pero que no había dejado la cocaína; una pareja que le ofreció un trío sexual. Nadie tenía trabajo, “la mayoría de la gente en la pensión le sacaba plata al gobierno por estar loco”. Ambos cuentos comparten similitudes: son breves, sus párrafos se forman con una o dos líneas, son un rejunte de microhistorias, tienen cierto aura digital. Luego, al leer las novelas de Cicero, sus relatos pueden ser entendidos como pequeñas novelas en potencia o el germen de historias extensas que por algún motivo decidió no continuar. Son postales de la marginalidad estadounidense donde se oyen “risas como vidrios rompiéndose” y se ven “ojos llenos de terror y humillación”.
El despegue
Al año siguiente, en 2015, Noah Cicero fue un nombre que se murmuraba en las librerías de habla hispana. Se tradujo su ópera prima, La guerra humana, de 2003, por el sello Dakota, mientras que Metalúdica publicó la novela de 2012 Trabajá. Cuidá a tus hijos. Pagá tus cuentas. Acatá la ley. Consumí. Son casi diez años de diferencia entre una y la otra, lo que muestra la maduración del autor, la curva de la experiencia dibujándose en el aire. En La guerra humana, Cicero tenía 33 años y el mundo tenía fresca la imagen del derrumbe de las Torres Gemelas. Fue también el momento en que Estados Unidos invadió Irak e inició una guerra que duró ocho años.
Mark, uno de los protagonistas, mira cómo se inicia el conflicto bélico por televisión mientras conversa con sus amigos, ya no buscándole el sentido a la guerra, sino a sus propias vidas. “Cuando éramos chicos lo único que necesitábamos para ser felices era jugar a la escondida, ahora tenemos que meternos estimulantes en el cuerpo solo para poder terminar el día”, dice Mark. Todo ocurre en Youngstown, la ciudad donde creció Cicero. El tono autobiográfico se impone.
A Trabajá... se la podría definir como una sátira del mundo carcelario o como una mirada sobre el poder de control del Estado, pero hay algo más. Michael Scipio llega a una entrevista laboral en NEOTAP, “un sistema de vigilancia omnipresente como Dios”, y ve una puerta, entra, aparece otra, queda en el medio, confundido. Se encuentra con un hombre que le da respuestas ambiguas. Un hombre “amable, un poco excedido de peso, así y todo productivo y útil para la sociedad. Tenía el aspecto de no haber cometido nunca un delito, venía de una familia decente, una familia en la que nadie había ido a la cárcel, en la que todos contaban con estudios y trabajos que requerían capacidad y esfuerzo (...) Un hombre responsable haciendo un trabajo responsable”. Eso era lo que necesitaba Michael Schipo, ese era su deseo definitivo: tener un buen trabajo, sentirse útil, encarrilar su vida, encontrarle un sentido a los días. Por supuesto, nada sale como lo esperaba. Escribe Cicero: “No nos pagaban lo suficiente como para disfrutar del Sueño Americano, pero sí esperaban que lo defendiéramos”.
En España, ese mismo 2015, apareció una novela que Noah Cicero escribió en 2011: Best Behavior, que se tradujo como Pórtate bien por el sello Pálido Fuego. “Estábamos solos y nos sentíamos olvidados. La mayoría no habíamos ido a la universidad pero tampoco éramos marginados. No éramos gente dada a los sueños; estábamos mal pagados y no se nos hacía ningún caso. Así que nos emborrachábamos y nos hacíamos caso entre nosotros”, escribe. Lo que prevalece en la obra de este autor es la necesidad de configurar un retrato generacional —”una generación no es un hecho biológico sino un hecho social y cultural”, dice Elsa Drucaroff—, un óleo ejecutado con lágrimas y rabia. No es una tabla de Excel con datos y cifras, tampoco un listado de problemáticas sociológicas, sino un catálogo de historias que dan cuenta de un lugar y una época. “Gente a la que le gustan los cacharros (cabe abreviarlo como Generación Cacharro). Generación de los Mensajes por el Móvil. Generación de los Licenciados Universitarios Sin Trabajo”, escribe en Pórtate bien.
La consagración
Ryan Neroni ya tenía suficiente dinero para vivir muy bien hasta que lo golpee la muerte —recuerden: el protagonista de El contrabandista de Las Vegas—, entonces deja su trabajo, no sin antes pedirle a cada uno de sus compañeros que pasen por su oficina a despedirse y decirle lo que sintieran, cualquier cosa, lo que sea. Salvo una muchacha mexicana, demasiado inocente para el odio, todos le dicen que es una persona horrible. Se lo dicen en la cara. Él agradece. Nunca había sentido tanta sinceridad. En realidad, nunca había conversado con nadie más allá del trato protocolar. Es que “Ryan consideraba que estaba demasiado ocupado como para ayudar a otra persona a tener una mejor vida”. Todos a su alrededor tenían sueldos miserables. Salvo sus jefes, que no entendieron cómo renunciaba a un trabajo que le daba status, distinción, poder. “Nadie nos cuestiona nada —le dice el Sr. Bernstein, su jefe—, incluso si estamos claramente equivocados. Y eso, amigo mío, es el verdadero poder. Estar equivocado y que te traten como si tuvieras razón”. Ryan Neroni tenía algo mejor en mente.
“Sos el tipo de persona que quiere escapar de la ruedita del hámster, ¿verdad?”, pregunta Theresa. “Sí, por supuesto”, responde Ryan y piensa: “Me está leyendo la mente”. Su sueño es ser un contrabandista, transportar cosas ilegales por las rutas de Las Vegas. Entonces se compra un auto veloz como el viento, todo negro, que en la noche nadie lo pueda ver, que la policía cuando escuche el ruido del motor sienta que es un fantasma. “Por primera vez en su vida, Ryan se sintió realmente romántico. Se sentía como un poeta. No como un poeta de verdad, claro, que pasa los días tratando de ganar premios y reconocimiento. El poeta imaginario que vive dentro del corazón de todos”. Así es que pasa de un pedido a otro, de una persona a otra, de una historia a otra. Así es que vuelve a narrar la actualidad de aquellas tierras al norte del mundo que se empecinan en definirse imperiales. Pero, ¿cómo es la vida en el imperio, lo cotidiano de sus soldados anónimos? No los funcionarios, no los empresarios, no las estrellas de televisión, no los artistas comerciales: los que ganaron no importa. ¿Qué significa vivir en la cumbre del capitalismo y perder?
Lo primero que tiene que transportar Ryan Neroni es una máquina que te droga en emociones. Son sólo diez minutos mientras suena la canción más bella o más triste del mundo. Ryan se prueba el aparato; elige la tristeza. El destinatario es un doctor ex adicto a los fármacos que está cuidando a un hombre que hace muchos años permanece sentado en una silla con los ojos abiertos sin comer ni hablar. Necesita aplicarle el aparato y saber si es capaz de sentir. De a poco la novela se pone rara y se desliza por el tobogán del surrealismo. Desfilan por El contrabandista de Las Vegas personajes extravagantes, depresivos, violentos, idiotas y sensibles. Hay pincelazos coyunturales: Donald Trump es “el poderoso líder de la arrogancia”. Hay mucho diálogo, pero sobre todo monólogos. “La gente está hambrienta por una identidad”, dice uno. “Como si el sentido o falta de sentido fuera solo un juego”, dice otro. Sobre el final, Ryan Neroni no será el mismo. Es la historia de una transformación. El problema, reflexiona, es cuando “ya no sos una persona, sino una cosa en una jerarquía”. Benditos los que quieran dejar de serlo.
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