La vuelta de Mercedes Sosa: toda la sangre puede ser canción en el viento
“Me gustaría cantar, pero con toda tranquilidad. En otros países canto con mucha saudade, como dicen los brasileños, pero con total tranquilidad, y selecciono yo mis canciones sin miedo, sin problemas. Yo soy la dueña de mi repertorio y nadie me obliga ni a cantar un tema u otro, ni nadie me presiona. Canto ‘La carta’, ‘La plegaria del labrador’, otras canciones nuevas. Es importante cantar tranquilamente”. En octubre de 1981, en las memorables entrevistas de Mona Moncalvillo en la revista Humor, Mercedes Sosa se mostraba anhelante, vulnerable, algo cansada. Vivía en Madrid y había llegado a la Argentina por unos días para visitar a su familia en Tucumán. Sabía lo que representaba Humor: un espacio de oposición posible a la dictadura.
En esa entrevista, ella puso el foco, también, en los empresarios de espectáculos. La cantante siempre exhibió una inteligencia lateral, y entendía que la Argentina de 1981 no era la misma que la había arrojado al exilio en 1978. En aquel año se percibía un estado de confusión, con un Gobierno que oscilaba entre profundizar el autoritarismo y una posible salida democrática consensuada con la llamada “cría del Proceso”. El ex jefe del Ejército y segundo mandatario de facto, el ex general Eduardo Viola, se presentaba con un barniz de abuelo recto y bueno. El ex almirante Emilio Massera intentaba a su vez probarse un traje de líder popular. De ese laberinto de internas militares y acuerdos ilusorios, Mercedes no pudo salir por arriba, pero sí se apoyó en las rancias reglas del negocio musical. Lo que le estaba diciendo a Moncalvillo tenía una lógica de hierro: si ningún empresario la contrataba significaba que efectivamente seguía prohibida. Midió los riesgos con la vara imperturbable del mercado. “Si pudiera cantar los empresarios me habrían hablado –razonaba–. En radio algunas canciones me pasan; acabo de escuchar que Larrea me pasó hoy un tango, y esporádicamente algunas otras cosas. Lamento que esto sea así, porque es muy duro para mí”.
Un empresario tomó nota de esas palabras: Daniel Grinbank. Detrás de su pastoril aspecto hippie acechaba un productor en plena expansión, astuto y con convicciones progres. Todavía habitaba los márgenes del negocio. Se construyó a sí mismo, creció y se volvió influyente en apenas un año. Serú Girán fue su caballo de Troya: faltaba nada para que Grinbank se convirtiera en un multimedio en sí mismo, en el dueño del circo del rock. Con Serú Girán fue capaz de potenciar una banda excepcional, a los tiros con los productores originales –la inefable dupla Billy Bond-Oscar López– y a lo largo del año 1980 consolidó una productora independiente alrededor del genio de Charly García. Sus armas eran inapelables: un manejo a 360° del negocio, las mejores luces, el mejor sonido, la mejor puesta en escena. Grinbank observó cómo en territorios no militantes como un concierto de rock, la música se había vuelto un elemento catártico, un vehículo del hastío con el poder militar.
Pero, ¿en qué estado se encontraba ese poder? Después de haber alcanzado el cenit totalitario en el Mundial 78, la dictadura comenzó un lento y sostenido declive. Entre políticas económicas erráticas, internas entre las tres armas y una alta dosis de incapacidad, el cambio de década encontró al civil más determinante del gobierno –el ministro de Economía, José Martínez de Hoz– en pleno naufragio. Se fue junto con “su presidente”, Jorge Rafael Videla, en marzo de 1981, con el lastre de una deuda externa de 40 millones de dólares. La asunción del citado Viola fue la primera gran movida del engranaje instaurado en 1976. Supuso una apertura hacia los sectores políticos “dialoguistas” y la revisión de las variables económicas. El dólar barato que se había financiado con deuda externa auguraba el derrumbe. Todo tomó un vértigo inaudito. El poder se licuaba velozmente. La devaluación minó la base de apoyo que tenía Viola dentro del Ejército. Por fuera, las principales voces de impugnación al desastre provenían de los organismos defensores de los derechos humanos. Los partidos tradicionales encontraron en esa pendiente del régimen el permiso para salir del estado de hibernación. La Multipartidaria irrumpió del 14 de julio de 1981 con un documento que fue un elogio de la mesura: “Damos por iniciada la etapa de transición hacia la democracia, objetivo que constituye nuestra decisión intransferible e irrevocable. Lo hacemos bajo el lema del Episcopado Argentino: la reconciliación nacional”. En diciembre se llevaría a cabo la primera Marcha de la Resistencia de las Madres de Plaza de Mayo.
El blindaje de la dictadura había sido perforado. Cada acción en contra del gobierno era una capa de sentido que fortalecía un amplio malestar cultural. La reacción que despertaba “Canción de Alicia en el país” en cada concierto de Serú Girán, las caricaturas de las tapas y ciertos artículos de Humor, la creación del ciclo Teatro Abierto, entre otros mojones culturales, esmerilaron el régimen. El país alambrado, pueblerino, estaba cediendo. Ya en los sótanos y garajes se oían los primeros escarceos de lo que sería el nuevo rock argentino. Ya Pil Trafa tenía escritos los versos de “Represión”, el himno punk de Los Violadores.
Ni la mente más delirante del arco político podía imaginar entonces un zarpazo bélico en el horizonte. Menos, contra la corona británica.
Grinbank aguzó el sentido de la oportunidad. Después de años de vivir entre lujurias y represión con Serú Girán, era tiempo de ampliar límites y mercados. Se comunicó con Fabián Matus, el hijo de Mercedes Sosa: “Yo le hago un ciclo de conciertos a tu mamá”. Grinbank tenía una espina clavada: en 1978 había organizado un recital suyo junto con Raúl Porchetto en el teatro Premier, que fue prohibido a último momento, durante la prueba de sonido. Según cuenta Matus en su libro La Mami, aun con el show suspendido, Mercedes se movilizó hasta al teatro para expresarle su gratitud al coraje de Grinbank:
—Me apena mucho que hayamos perdido plata. Lo único que te puedo decir es que cuando vuelva a cantar en Buenos Aires, lo hago con vos.
El momento había llegado. Todo había cambiado cuando se acercaba el fin de 1981: Mercedes, el país, las condiciones de la industria del espectáculo. Grinbank había traído a The Police en diciembre de 1980 para una serie de conciertos que se adelantaron a la época, y en febrero de 1981 a Queen, en lo que se convirtió en las primeras visitas a la Argentina de una banda de rock en su apogeo. El iluminador estrella de Grinbank, Juan José Quaranta, tomó la deslumbrante parrilla de luces del espectáculo de Queen como modelo para las puestas lumínicas de los shows de Serú Girán. Grinbank se propuso militar en las grandes ligas del show business.
Irse y volver
Mercedes Sosa había partido al exilio como una cantante folklórica, agreste y expresiva, y en los escenarios de Europa se reconfiguró como una bandera. Nunca fue una mera intérprete de canciones militantes, a la manera de los planteos de Carlos Molinero en sus estudios sobre folklore y militancia. Su programa se asentaba en el repertorio del Nuevo Cancionero, cuyos integrantes, en su mayoría estaban encuadrados en el Partido Comunista, e incluía además hacia un repertorio de tradicionales y trabajos conceptuales realizados junto a Félix Luna y Ariel Ramírez. Tenía política su mensaje, pero esencialmente tenía poesía: rara vez Mercedes Sosa tropezó con la barricada. Pero en 1980, en Europa, la presentaban prácticamente como una luchadora callejera. Hay que escuchar cómo la describían en cada entrevista, en cada especial, como el realizado en Lugano, Suiza, en ese año. “Nacida en Tucumán, escogida la mejor voz de la Argentina, y la voz del continente. Su deseo de cantar a la libertad para despertar la conciencia del pueblo latinoamericano. Una voz profunda, humana, potente que se muestra suave y dulce para expresar el dolor humano y el coraje de los oprimidos”. Era, por lo tanto, el rostro de una región asolada por la derecha; una cuña del mundo bipolar de la Guerra fría. Como Atahualpa Yupanqui y antes Violeta Parra, erraba por el mundo como vocera de las resistencias a las dictaduras. En todos lados la aclamaban. El sentimiento aparecía apuntalado por las nutridas colonias de exilados. La sensibilidad estaba a flor de piel. Un país destacaba entre todos: Brasil. El público y los artistas la adoraban. Y ella adoraba Brasil.
Aquí destacan algunos puntos de convergencia con Charly. En 1977, enamorado de una bailarina brasileña llamada Zoca, García empieza a frecuentar Brasil, a descubrir su música. Incluso barajó radicarse “en el país hipernatural” de su amada, como cantó con La Máquina de Hacer Pájaros. Zoca bailaba en el ballet Corpo, y cuando conoció a Charly estaba presentando en Buenos Aires la obra María María, con música de Milton Nascimento. García cayó rendido ante la belleza de Zoca y ante el genio de Milton. Ya lo escuchaba desde los tiempos de Sui Generis, cuando se embelesó con el álbum Clube da esquina.
Su anhelo era formar un movimiento M.P.A. (Música Popular Argentina), espejado en la proteica M.P.B. que aglutinaba a Caetano Veloso, Elis Regina, Rita Lee y tantos más. García quería, como los brasileños, sonar local e internacional al mismo tiempo. Si el Tropicalismo había hecho fraguar la bossa nova y la psicodelia, García soñaba corporizar eso que escribiría un par de años más tarde: “Escucho un tango y un rock / y presiento que soy yo”. Por eso le decía en el Expreso Imaginario a Pipo Lernoud y Raúl Ichi: “Nuestra aspiración es que algún día esta música sea la música popular argentina. Eso es lo que queremos. El otro día yo fantaseaba y le decía a León Gieco: ‘Mirá, el próximo disco poné M.P.A, de frente, porque no podemos seguir con el asunto de Yes y Genesis’”. El entusiasmo no pasó de una buena intención y la M.P.A. quedó trunca, pero Charly fue testigo de cómo Mercedes apuntó en esa dirección, sin alardes declamatorios.
La guerra de Malvinas no hizo más que precipitar fenómenos y tendencias: ocurrió con la masividad y la renovación del rock “nacional” y con el reposicionamiento de Mercedes Sosa en la cultura popular argentina. Esa misma primavera de la entrevista de Humor, no solo aprovechó para orejear cómo estaba la situación represiva en el país: se reunió además con cinco músicos: Antonio Tarragó Ros, Gieco, Víctor Heredia, Armando Tejada Gómez y Julio Lacarra. Cuando Grinbank le propuso hacer unos conciertos, pensó en todos ellos. Y le pidió a su hijo Fabián que sumara a “chicos del rock”.
Mercedes era consciente de la dimensión que podría alcanzar su voz en una Argentina anímicamente alicaída. Venía acercándose. Sus recitales en Brasil se habían vuelto ceremonias políticas y para ella era una manera de arrimarse a su país. Decía: “Fui a Brasil a grabar un especial con Raimundo Fagner, un cantante muy importante, tan importante como Milton Nascimento o Caetano Veloso, grabado en España con Los Flamencos y conmigo una canción que se llama ‘Años’, de Pablo Milanés (…) Muchos han aprendido español para cantar la letra de ‘Volver a los 17′. En este momento van los Parra a cantar a Brasil y tienen la locura de Pablo Milanés y de Silvio. Hay una apertura muy grande a lo americano, algo que sin dudas debemos a Milton Nascimento y Chico Buarque, que son los que han cantando para la unidad de América latina”.
Las ideas de Mercedes chocaban con el más vulgar y humano miedo. Fueron demasiados años de bombas, amenazas y compañeros muertos. Tenía fresca la noche de 1978 cuando fue arrestada en el mítico El Almacén San José de la ciudad de La Plata, junto a más de trescientos espectadores, en una de las razzias más violentas y espectaculares de aquellos años. Para el regreso que proponía Grinbank necesitaba algún tipo de garantía. Pensó que si los conciertos se realizaban en el Teatro Coliseo tendría la protección del Consulado de Italia. Esa sala pertenece al sistema de embajadas y en aquel tiempo era considerado territorio italiano. También consideró que aumentar el número de invitados ampliaría la cobertura. A más figuras, más protección. Le dictó una a una las condiciones a Grinbank:
—Teatro Coliseo. Dos conciertos. Muchos invitados. Los músicos José Luis Castiñeira de Dios, Omar Espinosa y Domingo Cura y 1500 dólares de cachet por cada show.
El empresario apuntó el pedido, pero enseguida recibió un golpe de realidad: el Teatro Coliseo no quiso asumir riesgos con Mercedes Sosa. Grinbank avanzó por las suyas, y se contactó con los hermanos Francisco y Clemente Lococo, dueños de una cadena de teatros, entre ellos el Ópera de la avenida Corrientes. Los Lococo fueron al frente, pero les parecieron poco dos conciertos. A Grinbank también: los números no cerraban. Pasó una semana y le respondió a Mercedes Sosa con Fabián como intermediario:
—Teatro Ópera.
—OK músicos e invitados.
—OK 1500 dólares por show. Pero si hacemos 11 conciertos.
Mercedes Sosa consideró un disparate pensar en once conciertos. Lo último que había hecho en la Argentina fue en salas como el Teatro Lasalle, con capacidad de no más de quinientas butacas. El Ópera tenía un aforo de dos mil quinientos. Pero dijo que sí. A los dos días, sin que nadie le avisara, apareció la ciudad empapelada con los afiches de promoción de la serie de los shows. Estaba jugada. Sin consulado italiano de por medio, ¿quién la protegería? La respuesta hoy suena tan insólita como los 1500 dólares de cachet de la cantante: Clarín. El diario de Ernestina Noble funcionó como el gran escudo mediático.
De cara a los aristocráticos La Prensa y La Nación y a los plebeyos Crónica y Diario Popular, Clarín oficiaba como el diario de la clase media. Desde el punto de vista cultural, tendía a una mayor apertura. El encargado de prensa de Phillips, el sello discográfico de Mercedes Sosa, se llamaba Rubén González y fue clave en la operación retorno. Él actuó de nexo entre Clarín y los organizadores. El diario prometió una gran cobertura periodística del regreso ya desde el aeropuerto de Ezeiza. El avión tocó tierra el 16 de febrero de 1982, y Clarín le hizo notas al pie de la escalerilla. González acordó una serie de pequeñas acciones que iban a funcionar como salvaguarda de la seguridad física de la artista.
El plan lo ejecutó Armando “Coco” Rapallo, de la sección Espectáculos. Era un personaje de gustos exquisitos, muy querido, crítico de cine, ópera y música clásica y, ocasionalmente, de la música popular más sofisticada. “Puso su cuerpo aun a sabiendas de posibles atentados. Eran tiempos en que muchas muertes parecían ‘accidentes’ o ‘enfrentamientos’. Hicimos que Rapallo y dos fotógrafos fueran hasta la manga del vuelo. Una vez sorteada el área de Migraciones, la Mami ya estaba en la Argentina. Se iniciaba otra etapa: el traslado hacia la calle Pellegrini. Rapallo iría en el auto con la Mami y un fotógrafo”, detalló a su vez Fabián Matus en su muro de Facebook en febrero de 2017. Semanas antes del retorno de su madre, había tenido una misión doble: por un lado, coordinar la logística de los invitados y las canciones que tocarían con vista a los ensayos; por el otro, presentarse ante un oficial de la Policía en la Superintendencia de Seguridad Federal para que le liberaran el repertorio. El entonces teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri había reemplazado a Viola en diciembre con la intención de recuperar el programa político de 1976. Al momento de la conspiración contra el sucesor de Videla, el ex jefe del I Cuerpo de Ejército invocaba una mayor sintonía con la administración de Ronald Reagan. Su vista a Estados Unidos, para participar de la Conferencia de Ejércitos Americanos, tuvo algo de coronación. A Richard Allen, consejero de Seguridad Nacional de Reagan, le preguntaron cómo lo había impresionado el representante argentino. “Me pareció un hombre de una personalidad majestuosa”. Galtieri se trajo a Buenos Aires un aval inmejorable. Había ofrecido a cambio la experticia de la dictadura en materia contrainsurgente para ser ensayada en una convulsa Centroamérica. Esa moneda de cambio resultaría insuficiente a la hora de forzar la prescindencia de Washington en el medio de la disputa por las islas con Gran Bretaña. Pero esa historia excede los propósitos de este texto.
Volvamos a Matus. Trataba de representar a su madre como podía, en inferioridad de condiciones. “Luego de un sermoneo con voz alta y de mando, con la pistola desenfundada sobre el escritorio, un par de horas de conversaciones, me vi en la necesidad de negociar. La mayoría del repertorio de la Mami figuraba en el listado de canciones prohibidas. Se plantó en dos temas: ‘Fuerza, fuerza’, de José Luis Castiñeira de Dios y Susana Lago, y ‘La carta’, de Violeta Parra. No hubo caso. Sí se podían ‘Fuego en Anymaná', ‘Canción con todos’, ‘Cuando tenga la tierra’, ‘Guitarra enlunarada’, ‘Sueño con serpientes’ y ‘Triunfo agrario’ entre muchos más”, recordaría Matus. Castiñeira de Dios también se encontraba en Europa por entonces, y recordará años después: “Volví a la Argentina gracias a esos recitales. Gracias a ella. Estábamos trabajando en otro disco cuando se decidió esa locura, regresar cuando todavía estaban los militares. Fue algo insólito… Fue una conmoción y un grado grande de irresponsabilidad (ahora lo veo, a la distancia), ya que la única garantía era un muchacho que representaba a algunos artistas de rock [sic] y su palabra de que era posible. No me dio temor, sino una gran excitación”.
Una noche en el Ópera
Todo estaba listo. El jueves 18 la avenida Corrientes, cortada a la altura del teatro, hervía de tensión. Fueron invitados representantes y diplomáticos de diversos países, corresponsales de prensa extranjera. El operativo policial tenía un despliegue impresionante, y hasta incluía carros de asalto. Era monitoreado, con discreción, a distancia, por el juez federal Pedro Narváez. Se dispuso un estricto y tedioso sistema de cacheo. Con cada entrada se entregaba un volante firmado por el propio Grinbank en el que pedía disculpas por el rigor del operativo de seguridad. Mercedes no podía con su ansiedad. El cacheo demoraba el ingreso de la gente. Los artistas invitados andaban por ahí, en camarines, charlaban, fumaban. La cantante no lograba relajar. Las crónicas que salieron el día siguiente contaron que, consumida por los nervios y harta de escudriñar su reloj pulsera, se plantó y dijo fuerte para todos la pudieran escuchar:
—Arrancamos ahora o me voy a la mierda.
El ciclo del Ópera fue un anticipo de la efervescencia de los retornos que ocurrieron a partir de 1983, esas ceremonias del reencuentro con artistas y grupos como Alfredo Zitarrosa, Joan Manuel Serrat, Quilapayún, Horacio Guarany. Pero en 1982 estaba la dictadura, un gobierno débil que cada tanto pegaba un manotazo, como un boxeador grogui. Hubo claveles arrojados a escena, llantos, cantitos (“Negra no te vayas, Negra vení, quedate en la Argentina, éste es tu país”) y la misma sensación que se percibía cuando Charly cantaba la frase “se acabó ese juego que te hacía feliz” de “Canción de Alicia en el país”. Se palpitaba que algo había cambiado: la dictadura se tenía que ir, era posible empujarla. El tema era cómo y cuándo. Mercedes subió. Después de minutos de ovación de bienvenida, ataviada con un poncho negro, la tucumana miró con su mirada intensa y dijo, como guionada: “Me llamo Mercedes Sosa. Soy argentina”.
El primer encuentro de la, finalmente, serie de 13 conciertos, tuvo un impacto doble. Por un lado, fue la manera de vencer, progresivamente, el miedo (del público y de los artistas); por el otro, lo que ocurrió en el escenario tenía un carácter fundacional. Era la M.P.A. que había planteado Charly cinco años atrás, pero en el marco de una actividad cultural claramente opositora. Y era más: era la instauración de una voz, una voz definitiva. Después de tanto silencio, Mercedes Sosa se hacía cargo de un mandato de alguna manera materno: abrazaba y cantaba. Como sostiene el italiano Massimo Recalcati: “La existencia, que es una caída al vacío, suspendida sobre el abismo del sinsentido, invoca las manos de la madre, grita pidiendo socorro, se aferra a esas manos para no caer en el abismo”. Los recitales del Ópera invistieron a Mercedes Sosa de un capital simbólico que conservó hasta la muerte: a partir de ese febrero fue la madre de todos. La Pachamama.
Los conciertos funcionaron como una manifestación transversal de géneros y generaciones. Desde la paradoja del halo pacifista de una canción de un peronista prototípico de los setenta como Piero (”Soy pan, soy paz, soy más”) hasta la reconfiguración de “Como la cigarra”, un tema que María Elena Walsh había editado en 1973, inspirada en una situación personal y que remitía a los artistas de variedades. En realidad, todo se resignificaba. Mercedes Sosa era interpretada por el deseo de la gente. Para no alejarse de esas dos canciones, frases como “sacar lo que se pueda afuera / para que adentro nazcan cosas nuevas” de Piero, impactaban como una invitación al coraje. “Como la cigarra”, que Mercedes la había grabado en 1978, fue mucho más allá. ¿A qué podían referir, en esa sala hirviendo, versos como “tantas veces me mataron”, “tantas veces me borraron”, “tantas desaparecí”?
Cada noche fue, como dice el tango, un desfile de extrañas figuras. En la edición final del álbum doble, muchos invitados quedaron afuera. Cantaron desde Rubén Rada hasta Julio Lacarra. Lo que perdura como documento es el disco. Y en cuanto al presupuesto que tantas veces expresa que la “rockerización” de Mercedes comienza con esa serie, hay que apuntar que finalmente el único “rockero” de pura cepa que está en el álbum es Charly García. Más importante que los debates sobre el alcance de los géneros musicales es detenerse en la alianza García-Sosa. Charly estaba atravesando los últimos minutos del suceso con Serú Girán y en el Ópera se corrió de la marcha virtuosa hacia su extraordinario período solista entre 1982 y 1987 en el que se puso al frente de la modernidad del rock argentino. Volver a Sui Generis podría haber sido observado como un renunciamiento artístico, aunque el regreso haya sido para abordar a un tango-canción sólido, profético y de una madurez estremecedora como “Cuando ya me empiece a quedar solo”. ¿Por qué ese tema? ¿Por qué no “Canción de Alicia” o el flamante “Inconsciente colectivo”? “Me lo pidió Mercedes”, justificó Charly. Los dos fueron tremendas antenas del estado emocional de la sociedad: él desde la composición; ella desde las decisiones que tomaba como intérprete.
Antonio Tarragó Ros, un rebelde que buscaba su causa, trataba de diferenciarse de su padre, un prócer del chamamé. En los ámbitos más recalcitrantes de la ortodoxia folklórica para bajarle el precio lo llamaban Tarragó Rock y no encontraba su lugar en el mundo: lo logró cobijado en el pecho materno de Mercedes Sosa, y su maravillosa versión de “María va”. Gieco ofreció el huayno que adquirió relevancia durante el conflicto del Beagle y que, sobre el escenario del teatro Ópera, adelantaba unos meses su condición de himno tolerado por los militares: “Solo le pido a Dios”, que algunos soldados llevaron a las islas y cantaron en las trincheras como consuelo. Grandes músicos identificados con lo instrumental o con la composición le dieron más matices –musicales y también simbólicos– a la banda base integrada por el uruguayo exilado en Francia Omar Espinosa en guitarra y charango, Domingo Cura en percusiones y el inspiradísimo José Luis Castiñeira de Dios en bajo, guitarra, arreglos y dirección musical, que desde Anacrusa había demostrado conocer los rudimentos de arreglos poco convencionales, más identificados con lo que se conocía como “proyección folklórica”, que tomaba algún elemento del prog rock. Rodolfo Mederos, paladín de la renovación tanguística en el surco abierto por Astor Piazzolla, tocó el bandoneón en “Los mareados”. Mercedes había descubierto el tango en la melancolía del exilio. Había grabado la pieza de Cobián y Cadícamo con Juan José Mosalini al fuelle, y decía que cantarlo era una manera de estar más cerca de la Argentina. Raúl Barboza tocó el acordeón en “El cosechero”, tema que echó al viento la tucumana en el disco Canciones con fundamento, de 1965. Y Ariel Ramírez hizo lo propio con la zamba “Alfonsina y el mar”, la canción más importante de la obra concebida junto con Félix Luna, Mujeres argentinas, en 1969.
Más allá de la formidable idea –política– de incluir “Sueño con serpientes” y “Años”, en la que blanqueó en vivo y en directo los casetes clandestinos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, los dos más fecundos trovadores de la Cuba castrista, Mercedes se apoyó en un repertorio que conocía bien, y que no se corría de cierto canon folklórico argentino y latinoamericano: “La flor azul”, “Los hermanos”, “La arenosa”, “Volver a los 17″, “Drume negrito”, “Fuego en Anymaná” y un final a todo desenfreno con el popurrí “Pollerita colorada”, “Carnavalito del duende”, “Polleritas” y “Canción con todos”. En ese repertorio se expresa una nueva narrativa de la música argentina. La Negra articuló un cancionero diverso. Fue una operación sutil: ya no era la cantante que había partido al exilio entre gallos y medianoche, se estaba configurando como una síntesis. Ni cantora de protesta, ni folklórica ortodoxa, ni tanguera, ni rockera; ni arqueóloga de canciones perdidas, nuevas o viejas, ni intérprete de temas fatigados por su uso. Algo diferente, superador. Mercedes Sosa estaba demostrando que era posible, como dice Tomás Mariani, “la convivencia de sensibilidades diversas”.
Dos integrantes de la troupe Serú Girán grabaron los conciertos en el estudio móvil Del Cielito: Gustavo Gauvry y Amílcar Gilabert, a cargo de la mezcla. Increíblemente, no hay registro de imagen. Alguna foto sobrevive, con los claveles tapizando el escenario. Fueron grabados en total cinco conciertos enteros, y luego se realizó la selección. Quedaron afuera temas clave como “Triunfo agrario”, “Cuando tenga la tierra” y “Guitarra enlunarada”, que terminaba como un portentoso grito de “¡Libertad, libertad, libertad!”.
Los conciertos del Ópera permitieron que más artistas desafiaran a la autoridad. El descontento empezaba a cubrir diferentes áreas de la sociedad. El punto de inflexión lo estableció la CGT Brasil, liderada por el dirigente del sindicato cervecero, Saúl Ubaldini. La marcha hacia la Casa Rosada se llevó a cabo el 30 de marzo. Pese a las advertencias de la dictadura, más de cincuenta mil personas rondaron las inmediaciones de la Plaza de Mayo. Se desató una feroz represión, una cacería. La policía pegó como en los viejos tiempos. Tres días después la plaza volvería a llenarse, pero en apoyo al desembarco en las Islas Malvinas.
Entre el 2 de abril y el 14 de junio, día de la rendición, sucedieron una cantidad de acontecimientos que, vistos en perspectiva, definen un compendio de la neurosis nacional. Por caso, la prohibición de pasar música en inglés. La medida clausuró a los Beatles y les dio puerta de entrada a músicos que, con suerte, tuvieron su one hit wonder, como Christian Roth que imitaba a León Gieco, o grupos como Orion’s Beethoven y tantos más. Todo era parte de un descalabro ideológico: así como Galtieri había pasado de apoyar y promover entrenamientos de tropas anticomunistas a reunirse con el líder libio Muamar Kadafi, radios que jamás habían pasado un tema de rock programaban “No me separen de mí”, del disco Los delirios del mariscal, de Crucis. El desaguisado otorgó una inesperada visibilidad a artistas variopintos. Las horas de aire debían ser cubiertas como fuera. Necesitaban carbón para alimentar esa errática locomotora hispana, con refuerzos de músicas de canciones en portugués y hasta francés e italiano. Asomaron músicos que sobrevivieron en tinieblas como Daniel Toro o José Larralde, se descubrieron artistas que blandían un discurso anti imperialista como Rubén Blades, volvieron a hacerse visibles viejos rockeros que habían quedado raleados por distintas circunstancias, y casi todo quedó bajo un paraguas que con pereza se llamó rock nacional: Sandra Mihanovich, Alejandro Lerner, Facundo Cabral, Víctor Heredia, Piero y por supuesto Charly, Spinetta, Gieco y otros.
Mercedes se encontraba de gira en Brasil cuando estalló la guerra. Quiso hacer un simbólico acto de presencia durante el “Encuentro Artístico Nacional por la Paz y la Soberanía Islas Malvinas” que se celebró el 4 de mayo en el Luna Park. Clarín informó que la cantante remitió un telegrama de solidaridad. Se desconocen los términos del mensaje. Podría inferirse que todos los discursos tenían un común denominador. Con sus matices, sucedía lo mismo en el campo de la izquierda y el Partido Comunista (PCA), al que ella pertenecía. Como cuenta en su libro de conversaciones con Rodolfo Braceli, Mercedes Sosa lo abandonó ocho años después del conflicto en el Atlántico Sur. Es más que probable que en 1982 debió compartir el diagnóstico de su Comité Central sobre las derivaciones políticas de lo que estaba sucediendo en el teatro de operaciones. El PCA señala ese mismo mes estar “dispuesto a movilizar a todos sus afiliados y amigos para enfrentar, junto a todo el pueblo y a las Fuerzas Armadas, cualquier intento de agresión imperialista”. Creía que la guerra agudizaría las contradicciones de la dictadura con Estados Unidos. “Es comprensible que las FF.AA. no puedan derrotar solas a la agresión imperialista, obtener la paz justa y honrosa y combatir al enemigo dentro del país. Los civiles solos, tampoco. Es el momento de intensificar el diálogo en todos los niveles y ampliarlo sin restricciones ni exclusiones para apurar la marcha a la convergencia y plasmarla en un gobierno de coalición cívico-militar de contenido patriótico y democrático”.
El álbum doble Mercedes Sosa en Argentina se editó en ese mismo momento. Cashbox informó el 5 de mayo que el disco “está vendiendo a buen ritmo”. Al momento del conflicto, como se ha señalado, la tucumana se encontraba en Brasil. “Se espera que regrese a Buenos Aires en junio próximo”. Cuando pisó tierra, el vinilo editado por Polygram había trepado al primer puesto de los más vendidos en el país.
A la distancia, esos conciertos representaron un movimiento –un corrimiento– de la música argentina. Un género parcialmente perseguido como el folklore y la canción popular y otro marginal como el rock argentino, ocuparon un lugar central, justo en medio del conflicto bélico. La lista de Top Ten de la revista norteamericana Cashbox del 12 de junio, dos días antes de la rendición, es elocuente.
Nada fue lo mismo después. Ese corrimiento no se observa en otras disciplinas. Como señala el ensayista Sergio Pujol: “En el caso de la música, la guerra determinó un punto de inflexión en su historia específica que tal vez no haya sido tan pronunciado o visible en campos como el de la producción teatral o el de la literatura. Sin ser un gran conocedor de estos campos que acabo de mencionar, imagino que hubo en ellos más continuidad que en el caso de la música popular. Por ejemplo, no me parece que la narrativa argentina posterior al 2 de abril de 1982 haya sido radicalmente diferente a la que se venía escribiendo, tan dificultosamente, hasta esa fecha, salvo por Los pichiciegos, de Fogwill (1983), que todos supimos leer en aquel tiempo. En cambio, la música argentina se modificó bruscamente”.
El despliegue en el Ópera de esas canciones y esos artistas representó un punto de partida para la profundización del plan artístico de Mercedes. Su extraordinaria capacidad para alinear planetas se hizo más elocuente en democracia. A partir de ese disco se convirtió en el gran eslabón de la música argentina. Bajo su poncho se ampararon y crecieron Teresa Parodi, Peteco Carabajal, Raúl Carnota y tantos más. Siempre supo qué hacer. Mercedes Sosa planteó su América Latina unida un segundo antes del desatino bélico. No necesitó ninguna manipulación mediática para erigirse en la gran voz argentina; ningún oportunismo. Apenas algunas pocas canciones de Yupanqui, María Elena Walsh, Cuchi Leguizamón, Ariel Ramírez, Charly García. Bastaron para llenar de sentido la palabra más maltratada de aquellos tiempos: la palabra Patria. O, visto a la distancia, habrá que decir Matria.
Mucho más atinado, el término exacto es compuesto y tiene origen quechua. La palabra es Pachamama. Significa “diosa de la tierra, la que concibe la vida, la madre protectora que protege, nutre y sustenta a los seres humanos”. Matthew B. Karush ya detecta el uso de los atributos maternales para referirse a Mercedes en el Festival de Cosquín de 1969 por la revista Gente, en la historia de la cantante. Para la revista Panorama del 24 de agosto de 1972, ella ya era “la Pachamama del folklore”. Pero en el Ópera había sucedido otra cosa. Se había convertido en la madre de todos, la que, como señala Karush, había tendido un “puente” al público rockero. La metamorfosis fue en vivo, a los ojos del público. Una crisálida. En el Ópera, Mercedes demoró trece conciertos para dejar de ser una muy buena cantante de izquierda que volvía del exilio para transformarse, definitivamente. Una mujer enorme, frágil y poderosa al mismo tiempo, que remataba sus conciertos con unos versos inequívocos, de Tejada Gómez. Esos versos los repetía, una y otra vez, como un mantra, a coro con la gente, los cantaba y luego los recitaba: “Todas las voces, todas; / todas las manos, todas; / toda la sangre puede / ser canción en el viento”.
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