La narradora estadounidense Elizabeth Strout, ganadora del Premio Pulitzer de ficción por su novela Olive Kitteridge, retoma ahora otro de sus personajes emblemáticos, el de la escritora Lucy Barton, en su libro ¡Ay, William!, donde narra un viaje que emprende junto con su ex marido tras descubrir un secreto familiar que, entre otros temas, plantea el misterio insondable que representa la otredad: “Podemos conocer a alguien y el otro nos puede comprender a nosotros, pero no creo que uno pueda comprender en profundidad lo que es ser otra persona”, destacó la autora en un encuentro con la prensa.
El nombre de Elizabeth Strout no es tan conocido entre los lectores argentinos como el de uno de sus personajes más entrañables, el de la huraña profesora jubilada Olive Kitteridge, una mujer filosa, de temperamento abrasivo y melancólico, que hace unos años pasó del texto a la gestualidad reveladora de la actriz Frances McDormand en la serie homónima estrenada en HBO, donde se la puede escuchar rumiar frases como esta: “Estoy esperando que el perro se muera, así me puedo suicidar”, acaso en conexión imaginaria con el Tony Johnson de la serie After Life.
La novela escrita en 2009 y galardonada con el Premio Pulitzer tuvo una continuación en Luz de febrero, donde la escritora retoma al personaje en una nueva fase de su adultez tardía, un período que suele transitar en sus ficciones y que precisamente marca el punto de partida de su nueva ficción, ¡Ay, William!, en la que recupera a otra de sus célebres criaturas –la escritora Lucy Barton– en una suerte de road novel que comparte con su primer marido, el atribulado William al que alude el título.
Strout, nacida en la localidad de Portland en 1956, parece tener mucho en común con la protagonista de su libro, que llegará a la Argentina el mes que viene: no ha tenido una infancia de tanta precariedad económica como la de Lucy -que debutó en 2016 con Me llamo Lucy Barton y luego retomó en Todo es posible– pero ambas son narradoras, han tenido infancias complejas, se han divorciado de sus primeros maridos y llegaron a Nueva York en los 80 provenientes de pequeños entornos rurales (Maine en el caso de la autora, el minúsculo poblado de Amgash en el de su alter ego).
“Lucy Barton es parecida a mí en la misma forma en que todos los personajes lo son, puesto que tengo que empezar con ellos y comprender algo de sus vidas, pero no soy ella. Sin embargo la entiendo en el mismo sentido que puedo entender al resto”, aseguró la escritora en un contacto con la prensa hispanoamericana a través de un zoom en el que ahondó sobre su proceso creativo: “Con mis personajes me da la sensación de que si no los conozco bien tengo que dejarlos un poco libres, pero una vez que entro en ellos siento que los comprendo y puedo hacer cosas distintas con ellos”.
Tanto Lucy Barton como Olive Kitteridge son esa clase de arquetipos cuyas vidas ordinarias –y acaso anodinas– no parecen las más atractivas para un escritor. Sin embargo, Strout parece hallar en estas existencias convencionales un campo interesante para sus indagaciones. ¿Por qué parece atraerle más lo ordinario y lo cotidiano que lo extraordinario?, se le preguntó a la narradora. “Siempre he querido saber cómo es la vida de la gente normal y corriente, cómo es su vida interior también. Porque todos nosotros tenemos una vida interior y nos encontramos con el mundo real”, respondió Strout, que hoy es una escritora consagrada pero como la Lucy de su ahora trilogía, no ha tenido un recorrido lineal hacia la validación pública.
Estudió Artes en una universidad de Maine pero el mandato familiar la empujó a cursar finalmente la carrera de Derecho, de la que se doctoró en 1981. Solo ejerció seis meses como abogada. “Era malísima. Recuerdo que en una ocasión aparecí en el juzgado sin tener ni uno de los documentos que necesitaba”, evocó hace poco en una entrevista– y decidió mudarse a Nueva York para escapar de ese destino vinculado a las leyes.
Alternó la escritura con un precario oficio como camarera, y sus primeras novelas fueron rechazadas, hasta que Amy e Isabelle (1998), que narra una controvertida relación entre madre e hija, se convirtió en un éxito y fue llevada al cine en 2001.
“No tengo recuerdos de mí misma como no escritora: me recuerdo siempre escribiendo”, sostuvo, para luego destacar el apoyo temprano de su madre en la exploración de su vocación. También se refirió a su consagración actual como autora, un lugar al que contribuyó sin duda la obtención del Pulitzer. “Es cierto que tengo reconocimiento y lo valoro, pero nunca he terminado de creerme esto realmente. Supongo que por eso sigo haciendo el trabajo que quiero hacer, es decir, tengo un sentido de responsabilidad hacia mis lectores. Siempre escribo para ellos y eso no ha cambiado”, señaló en la rueda de prensa.
Ay, William, publicada por el sello Alfaguara, narra el reencuentro de la protagonista con su primer marido, con el que ha tenido dos hijas. Se trata de un momento bisagra para ambos: en la orilla de los 60, ella ha perdido a su segundo esposo y él ve declinar su nuevo matrimonio mientras descubre un secreto que involucra a su madre y que será el punto de partida de un viaje compartido en el que la protagonista será la interlocutora de las sombras que atormentan a su antiguo amor.
“En un momento me di cuenta de que la historia de William estaba ahí. En Mi nombre es Lucy Barton se cuentan algunas cosas sobre la madre de él, que es un personaje intrigante, incluso para mí misma –aseguró–. Es, de hecho, el personaje más interesante de esta novela, porque desde el principio vemos que tiene muchísimos secretos, muchos más de los que se hubiera pensado, incluido el hecho de que provenía de una pobreza enorme. A Catherine la vemos a partir de su primera hija, que aporta una visión diferente al lector”.
Entre añoranzas del fulgor inicial de una relación y la constatación del misterio irreductible que siempre le pone límites a la relación con la otredad, tanto en los vínculos de pareja como los filiales, Strout construye una historia que reproduce el desencanto y la resignación de sus anteriores relatos, pero cuyo hipnótico poder consiste en la capacidad de generar empatía con personajes que aparecen radiografiados con su filos incómodos.
“Me gustó mucho escribir sobre ellos porque William y Lucy se conocieron durante mucho tiempo, mantuvieron una amistad y luego fueron pareja. Al principio cuando rompieron no fue fácil pero a medida que fui avanzando me di cuenta de que esa relación había atravesado por muchas fases y me parecía interesante ver cómo sería en ese momento”, explicó la escritora.
“Podemos conocer a alguien y el otro nos puede comprender a nosotros, pero no creo que uno pueda comprender en profundidad lo que es ser otra persona. Me doy cuenta de eso cuando escribo y tengo que ponerme en el papel de otro. En cuanto a conocernos a nosotros mismos también es difícil: creemos que nos conocemos pero no estoy segura de que sea así y no pienso que sea un problema”, señaló.
La secuencia de preguntas derivó en otro de los planteos de la novela: en qué medida las elecciones personales están condicionadas por el azar, la biología y otras variables. “Cuando William le habla a Lucy acerca de hasta qué punto elegimos en esta vida, en esa conversación piensa que ha podido elegir y vivir la vida como ha querido, que ha sido libre, pero William dice que no, que no es posible elegir la vida que uno quiere. Yo al principio pensaba como ella, pero debo decir que comparto ahora ambos puntos de vista. Creo que hay un equilibrio y ambas cosas intervienen a la hora de pensar en la libertad personal”, indicó Strout.
La voz de Lucy Barton marca el pulso de esta novela y sus episodios anteriores. Optar por la narración en primera persona parece haber sido todo un desafío para la escritora. “Esa voz muy potente tenía que estar en primera persona y así era como tenía que escribirla, pero eso me preocupaba porque uno de los problemas de escribir en primera persona es que solo podemos ver las cosas desde el punto de vista de la persona que habla”, confesó.
Algunos de sus textos arrancan allí donde terminan muchos, esa etapa de la vida en la que parece que la gente se sienta a mirar la vida pasar ¿Le interesa desmontar esta idea de la vejez como un lugar pasivo pero al mismo hablar de esa etapa le permite contar qué forma toma la vida ante la proximidad de la muerte?
“Personalmente acabo de cumplir 66 años. Uno va adquiriendo experiencia vital y la vida se va haciendo más corta. Cuando escribía sobre personas mayores yo tenía menos años pero la gente mayor me interesaba... siempre he estado rodeada de gente mayor. Ahora que yo tengo más años y soy más madura no cambiaría esta fase de la vida por ninguna otra. Uno sabe más. Es una etapa de la vida muy interesante”, aseguró Strout en el epílogo del encuentro.
Fuente: Télam.
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