La figura de Rodolfo Walsh es un símbolo que todavía flamea en la cultura nacional. Ese aire que trae su nombre (con todo lo que eso representa) está cargado de preguntas, tensiones, misterios, desvíos y decisiones definitivas. Su nombre es atractivo, magnético. Su actualidad es indiscutible y su presente resulta bestial. Murió acorralado y acribillado (portaba una pistola Walter PPK, calibre 22, con la que hizo un disparo) por un grupo de tareas en plena dictadura militar en la esquina de San Juan y Entre Ríos (hoy esa estación del subte E lleva su nombre) el 25 de marzo de 1977; y en este 2022 su legado literario, político y existencial sigue siendo innegable porque atraviesa los almanaques, las modas y las capas sociales.
Walsh es un fantasma que se resiste a dejar esta casa llamada Argentina. Es un río sin orillas que se infiltra y ya forma parte del imaginario popular, del inconsciente colectivo. Su obra, en constante evolución histórica, lo confirma. Pero también esta presencia de la que hablamos, y la forma más efectiva de mantener viva su memoria, se percibe en la aparición de nuevos libros que retoman y vuelven sobre su figura o, quizás lo más apasionante, recuperan textos no tan conocidos y que no estaban en pleno alcance de sus lectores.
En este último tiempo aparecieron ensayos (Oración, carta a Vicky y otras elegías políticas, de María Moreno; Las tres vanguardias, de Ricardo Piglia; Rodolfo Walsh no escribió Operación Masacre, de Sebastián Hernaiz), biografías (Walsh, 1957, de Vicente Battista), una novela (El negro corazón del crimen, de Marcelo Figueras); y el extraordinario y revelador diario de Enriqueta Muñiz: Historia de una investigación, Operación Masacre de Rodolfo Walsh: una revolución de periodismo (y amor) (Planeta, 2019). Dice Daniel Link en el prólogo: “El libro que el lector tiene en las manos es una pieza fundamental para comprender una de las más singulares y de las más revolucionarias experiencias en el contexto de las letras americanas (subrayo la palabra para que se comprenda que la uso a consciencia). Aunque Operación Masacre (como experiencia de escritura, como experiencia periodística y como experiencia de vida) ocupa un lugar que hoy sólo los necios o los malintencionados pueden negarle, toda prueba adicional que nos evite confrontarnos con la banalidad del mal (o la maldad de los banales) será siempre bienvenida.”
Fue la gran Tamara Kamenszain quien dijo que para que una obra se sostenga más allá del campo de intervención de los escritores alguien más tiene que hablar de ella, hacerla circular, recomendarla, ponerla en primer plano, jerarquizarla. De este modo, son los demás (críticos, teóricos, periodistas, instituciones, lectores) quienes las vuelven importantes, trascendentes. Y esto, efectivamente, es lo que viene sucediendo con la obra de Walsh. En el año que acaba de terminar (2021, segunda ola de pandemia) aparecieron tres libros donde se puede percibir el renovado interés que sigue suscitando desde diversos aspectos y géneros: Rodolfo Walsh: Cartas a Donald A. Yates (1954-1964) (Ediciones de La Flor); Un periodismo literario: Conversaciones con Rodolfo Walsh (Mansalva), compilado por Osvaldo Aguirre; y Algo se mueve (EME), de I. Acevedo. El recorrido que se perfila en estos tres escritos, en una primera instancia, es que podemos ir de un Walsh privado (su correspondencia) hacia uno más público (hablando en primera persona sobre su obra y sus ideas en medios) y llegar hasta una mirada reflexiva de su legado: cómo dialoga su literatura con este momento actual (un ensayo sobre sus cuentos). Otra cosa que dejan bien en claro estos tres libros es que Walsh, en todo sentido, es más –muchísimo más– que el autor de Operación Masacre. Es decir, de este hombre todavía quedan cuestiones por resolver.
En Ese hombre y otros papeles personales (2007), Rodolfo Walsh se presenta así: “Nací en Choele-Choel, que quiere decir ‘corazón de palo’. Me ha sido reprochado por varias mujeres. Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba […] Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero. Me callé cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi vida […] En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escribir era el que más me convenía.” Si algo define las decisiones que fue tomando a lo largo de su vida Walsh fueron los condicionamientos de clase (“mi padre era mayordomo de estancia”, “Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza”) y la movilidad permanente. No solo territoriales y geográficas, sino también en el encuentro de vocación, digamos, tardía en el periodismo (su primera nota la escribe a los 26 años en la revista Leoplán en 1953) e ideológica (“Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda”) hasta encontrar su último tramo de existencia en Montoneros, a donde se integra en 1972. Desde este posicionamiento (las fechas son muy importantes en esta corta vida), la lectura de dos libros donde podemos escuchar de primera mano la voz, dura y tensa, de Walsh como son sus cartas y sus entrevistas nos deja vislumbrar ese viraje, ese devenir, de un personalísimo escritor de policiales con mucho potencial (con la creación ya consumada de sus dos alter egos notables: el correcto de pruebas Daniel Hernández y el comisario Laurenzi) e investigador del género (para 1960 ya había hecho las legendarias antologías del cuento policial y el cuento extraño) hacia alguien que entra en tensión política con la ficción (“la obra de Walsh debe ser pensada en la relación entre vanguardia y política, entre vanguardia estética y vanguardia política”, dice Piglia) luego de la salida de la primera edición de Operación Masacre en 1957 y finalmente decide que la lucha armada (practicó tiro en su viaje a Cuba en 1959-1960) era un camino viable para combatir la dictadura militar. El 18 de diciembre de 1956 en un bar de La Plata es cuando escucha las cinco palabras que le cambiarían la existencia: “Hay un fusilado que vive”.
Más allá de leer la conformación de una amistad (con su natural disolución), en las Cartas a Donald A. Yates, que cubren el período 1954-1964, nos encontramos con un Walsh dispuesto a colaborar con un catedrático norteamericano (amigo y admirador de Borges) que es un fan del policial argentino y lo está investigando para ver si puede trazar puentes entre literaturas de estos dos países. Walsh, de ascendencia irlandesa (lo que le dio una particular relación con el castellano y eso devino en la prosa destacada de sus cuentos), traductor del inglés y el francés, demuestra un saber notable del policial dentro de la región latinoamericana y se esfuerza en mantener esta correspondencia porque encontró un par de su altura para dialogar sobre un tema que todavía le interesa.
Walsh (a quien Yates le dice “Rudy”) es categórico en sus definiciones literarias (el 7 de mayo de 1954 escribe: “Jorge Luis Borges es, sin lugar a dudas, es el más talentosos y lúcido entre los escritores argentinos contemporáneos”) y políticas (el 5 de junio de 1957 escribe: “El fenómeno peronista no ha sido en general correctamente interpretado, ni siquiera en nuestro país”). A lo largo de estas cartas también son atravesadas, como un magma interno, por la intención de escribir una novela (en esa época significaba una presión casi impuesta por el contexto para dar el salto a la novela como género mayor) para ubicarse desde otro lugar en el panorama literario. Se acopla a estas cartas las entrevistas de Un periodismo literario para completar el panorama posible de un Walsh en primera persona. Y como llegan hasta 1974 ya lo encontramos definido a plantear el problema de la literatura como valor en un momento de violencia social asfixiante.
Le dice a Piglia en la famosa entrevista de marzo de 1970 (luego de haber hecho sus mejores obras literarias, muy cerca de entrar a Montoneros –con quienes tuvo conflictos y desencuentros, publicar El caso Satanowsky, coordinar la Agencia Clandestina de Noticias, sufrir el asesinato atroz de su hija Vicky de 26 años –y sus compañeros– y de pasar a la clandestinidad): “Ningún escritor de derecha se plantea si en vez de hacer literatura no es mejor entrar en la Legión Cívica. Solamente se plantea el problema de este lado; entonces vos tenés que hablar, tenés que decir eso con los escritores de izquierda. Hay un dilema.” Y más adelante, en el mismo diálogo, es feroz: “Te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según cómo la manejás es un abanico o es una pistola. " La metáfora bélica es vital para entender dónde se encontraba a nivel físico y mental.
El 25 de marzo de 1977 al mediodía, Rodolfo Walsh llega desde San Vicente a Capital Federal en tren. En la estación Constitución se despide de su pareja Lilia Ferreyra y se dirige al correo para despachar varias copias de la “Carta a la Junta”. Luego va a una cita en un bar de San Juan y Entre Ríos, y ahí lo matan los militares que lo estaban esperando. Alguien (José María “Pepe” Salgado) lo había delatado. Recibió disparos y perforaciones en el tórax y el abdomen. Y, según testigos, fue ingresado a la ESMA. Esa fue la última vez que vieron su cuerpo. Continúa, al día de hoy, desparecido. Más tarde, su casa en San Vicente fue saqueada por militares y secuestraron todos sus papeles (desde documentos hasta cuentos –lo último que se supo que escribió fue un relato de época, “Juan se iba por el río”, del que se conservan anotaciones– y textos personales) que también permanecen desaparecidos.
Escribe I. Acevedo al comienzo de su libro de ensayos Algo se mueve: “Parece natural que, tratando la obra de Walsh acerca de la justicia, y habiendo muerto por la dictadura de manera tan aberrante e injusta, habiendo sido desaparecidos sus escritos, aparezca, cada vez que se reflexiona sobre su trabajo, un potente deseo de justicia, justicia entendida como la necesidad de que la verdad salga a la luz y sea reconocida públicamente”.
En el número 39 de la Revista Ñ, publicado el 26 de junio del 2004, David Viñas (1927-2011), uno de los teóricos más combativos y certeros de la literaturas argentina, dijo lo siguiente: “Yo creo que Walsh –y si esto abre polémica, enhorabuena– trasciende a Borges. Si usted me apura, hasta le diría: es mejor que Borges.” Y más adelante amplió su boutade: “Hay dos cuentos, por lo menos, que se llaman “Nota al pie” y “Esa mujer”, que son lo mejor que se ha escrito en la literatura argentina. Sobre todo por una razón muy concreta: en “Nota al pie” es donde trasciende a Borges. Tomemos “El Aleph”. En “El Aleph”, aparece un personaje que es un pobre tipo, que se llama Argentino Daneri. Muy bien. Un escritor con grandes condiciones, notorias, por otro lado, como Borges, se ríe del pobre tipo. El protagonista de “Nota al pie” también es un pobre tipo: es un corrector, que repasa su vida mediocre, etcétera. Pero Walsh no se ríe de él. Quizá por su componente de caridad cristiana, para llamarlo rápidamente, tiene un ademán de reconocimiento”.
En su programa sobre Borges en la Televisión Pública, Piglia le restó importancia a estas declaraciones de Viñas y dijo que sin “Tlön Uqbar Orbis Tertius” no era posible un texto como “Nota al pie”. El debate sigue abierto porque surge la siguiente pregunta: ¿Cómo valorar la literatura de alguien que pareció dejar la literatura para tomar las armas y sin embargo nunca pudo abandonarla del todo? La pregunta por el valor de la ficción atravesó a Walsh (tuvo un costo en su ánimo, su vinculación con el mundo y su acciones) y eso es algo que se puede percibir en sus entrevistas, sus cartas y su diario. El 14 de marzo de 1973 escribe: “Aunque es evidente que no me considero ya un novelista, que no veo mi vida consagrada a escribir novelas, ni siquiera una novela, también es cierto que hay cosas que podría decir que me gustaría decir que sería útil que fueran dichas […] Porque si yo muriera mañana una parte de mi vida –esta parte de mi vida– podría parecer insensata y ser reclamada por algunos que desprecio e ignorada por otros a los que podría amar. Desde luego esa reivindicación personal no es lo que más importa (aunque no sea totalmente capaz aún de renunciar a ella) lo que importa es el proceso que ha pasado por mí la historia de cómo yo cambié y cambiaron los demás y cambió el país.”
De ahí que un ensayo como el de I. Acevedo intenta poner en relevancia la importancia de la ficción de Walsh (sus cuentos) pero desde una actualidad irrenunciable: “Escribo desde mi lugar de cuentista, lo hago también como una persona comprometida, convencido de que la literatura interviene en la realidad decisivamente. A todo esto se le suma el hecho de ser una persona trans. Y no dejará de ser obvio en el desarrollo de este texto que este hecho me ha aportado un saber específico que está en juego en estas lecturas y las enriquece.”
Para Acevedo, la utilización del documento como recurso, herramienta y utilización artística en los cuentos de Walsh aporta un conocimiento del manejo notable dentro del género como el modo en el cual se aventura hacia la búsqueda de justicia. Lo que le da el phatos político a sus relatos. Ya sea en las series de los irlandeses, como el los policiales o artefactos de perfección apabullante como “Nota al pie” (un claro ejemplo de vanguardia), “Esa mujer”, “Fotos”, “Cartas” o “Un oscuro día de justicia”. Esta idea de justicia que surge de los cuentos de Walsh, Acevedo lo vincula con la necesidad de reparación (social, institucional, etc.) por los crímenes de odio que se perpetran en la actualidad: “Como personas trans que tenemos la experiencia de la política del nombre, y de lo que significa tener un nombre y que sea respetado y pronunciado, y de que cuando una persona desparece pueda ser buscada de acuerdo al nombre con que se identifica, leemos ‘Esa mujer’ y ‘Un oscuro día de justicia’ como cuentos productivos para pensar la violencia de sistemas excluyentes y cómo esa violencia opera en el odio al nombre en el punto cero de un punto cien que consiste en la exclusión efectuada de la manera más brutal imaginable, por travesticidio, transfemicidio, transhomicidio o desaparición”. Leer los cuentos de Walsh en esta clave exhibe una lucidez y una puesta al día de hoy de una literatura convertida en un arma cargada de futuro.
Walsh experimentó con la palabra de muchísimas maneras: el cuento, el teatro (escribió dos obras y planeaba una tercera), el diario personal, el periodismo cultural, la crónica (inventó la non fiction), la denuncia, la carta pública, el epistolario, la entrevista, entre otras. A pesar de sus dudas lacerantes y sus conflictos internos que no pudo resolver en vida, sabemos con el almanaque de nuestro lado que su obra es de un valor incalculable y que mira hacia adelante porque todavía le queda conquistar muchos más lectores. También hay que decir, porque todo hay que decirlo, que Walsh se probó frente a la poesía. En el libro Historia de una investigación hay tres poemas que Walsh le mando a Enriqueta Muñiz. Uno de ellos dice: Acaso es tiempo de mirar a aquel que asoma/en la plural profecía de los dientes:/hombre último, raíz enmimismada/prometida a la injuria de los tiempo./Eterno, sin embargo –relativamente eterno–/más eterno que presunciones de alma”. ¿Hablaba de él mismo? La respuesta está flotando en el viento, en ese viento que trae su nombre: Rodolfo Walsh.
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