¿Qué es eso que llamamos literatura? ¿Un panteón de autores que a lo largo de la historia naufragaron en los confines del lenguaje con mayor o menor originalidad? ¿Quién determina el lugar de cada ladrillo en el rascacielos de la historia literaria? ¿Qué ocurre con las obras que no se ganaron su lugar? ¿Y si la forma en que fue edificada, sus piezas, sus detalles, sus banderas, es tan sólo una posibilidad arquitectónica más? ¿Es posible pensar otra literatura? ¿Cómo?
A Georges Perec le interesaba un momento preciso: “el lector haciéndose cargo del texto”, como si lo literario estuviera en una confidencia fugaz entre quien escribe y quien lee. A Georges Perec, escribir le resultaba un juego. Basta con nombrar dos libros. Uno: El secuestro (1969), novela escrita sin utilizar en ningún momento la letra más usada del francés, la E (cuando se tradujo al español en 1997 se omitió la letra A). Dos: La vida instrucciones de uso (1978), una casa de París narrada como si fuera un rompecabezas, cada uno de los capítulos —son 99— es una pieza que enumera inquilinos de hoy, de ayer, objetos, acciones, sensaciones.
Bajo esa concepción literaria, Perec escribió un cuento —un juego más entre tantos—que se publicó en el número 128 del boletín Hachette Informations de marzo-abril de 1980. A los dos años, 1982, murió de un cáncer de pulmón que los doctores no pudieron operar dado que cuando fue detectado —un mes antes de su muerte— ya había hecho metástasis. Perec tenía 45 años. En 1983 el cuento se publicó en la Magazine littéraire en un número especial dedicado a él y diez años después la editorial francesa Éditions du Seuil lo editó como libro pese a su brevedad. Es la historia Vincent Degraël; es la historia de Hugo Vernier.
En 1939, Degraël, un joven profesor de literatura, se hospeda en Le Havre, en la casa de la familia de Denis Borrade, un colega. Una noche, hurgando en la biblioteca familiar, encuentra un poemario titulado “El viaje de invierno”: cuyo autor es un tal Hugo Vernier. Jamás lo había escuchado nombrar. En sus páginas todo le es familiar: encuentra versos de Charles Baudelaire, de Stéphane Mallarmé, de Arthur Rimbaud, de Paul Verlaine, del Conde de Lautréamont. Primero siente que está frente a “una prodigiosa compilación de los poetas de finales del siglo XIX, un centón desmesurado, un mosaico donde casi todas las piezas eran obra de otras personas”.
Por las noches, después de cenar, se disculpa con sus anfitriones y, simulando cansancio, sube a la habitación a leer minuciosamente su hallazgo. Entonces comprende: Vernier es “un poeta genial y desconocido que, en una única obra, había sabido condensar la sustancia de la cual se nutrirían, después de él, tres o cuatro generaciones de autores”. Pero comienza la Segunda Guerra Mundial, a Degraël lo mandan a España, luego a Inglaterra y vuelve a París en 1945. Cuando quiere retomar la investigación, el libro no existe: quedó hecho cenizas bajo los escombros de la casa de Le Havre, bombardeada por las tropas aliadas.
Descubre, sí, que el libro de Hugo Vernier fue publicado en 1864, en una tirada de muy pocos ejemplares. Intenta dar con alguno de ellos pero la suerte le es esquiva. La vida también: el profesor Degraël muere en un hospital psiquiátrico y lega, de alguna manera implícita, la obsesión por Vernier a un puñado de sus estudiantes universitarios. Todo lo que pudo avanzar en este increíble hallazgo que cambiaba la historia de la literatura francesa quedó caligrafiado en un álbum. “Las ocho primeras páginas narraban la historia de sus vanas pesquisas; las otras trescientas noventa y dos páginas estaban en blanco”, concluye Perec el relato.
Tenía 31 años Georges Perec cuando ingresó a Oulipo, un grupo de experimentación literaria creado en París siete años antes, en 1960, por el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais. OuLiPo es acrónimo de “Ouvroir de littérature potentielle” que puede traducirse como Taller de literatura potencial. A contramano de los surrealistas, los oulipianos ponen restricciones racionales sobre la escritura para que la narración se convierte en un lúdico juego de ingenio amalgamando literatura y matemática como nunca se había hecho antes. Perec se erigirá como su máximo exponente.
Marcel Benabou, actual “secretario provisionalmente definitivo” de Oulipo, dio una definición esclarecedora sobre la identidad del “autor oulipiano”: “Es una rata que construye ella misma el laberinto del cual se propone salir. ¿Un laberinto de qué? De palabras, sonidos, frases, párrafos, capítulos, bibliotecas, prosa, poesía, y todo eso”. Italo Calvino y Marcel Duchamp formaron parte de este grupo. Hoy sigue vigente, sigue funcionando. El escritor argentino radicado en Francia, Eduardo Berti —a quien se mencionará más adelante—, también forma parte de Oulipo; desde el año 2014.
Cuando los oulipianos leyeron el cuento “El viaje de invierno” de Perec, cada una en la soledad de su experiencia, brotaron ideas ingeniosas. El primero fue Jacques Roubaud: en 1992 publicó “El viaje de ayer”, un relato donde amplía, corrige y continúa la historia de Perec sobre Vernier. El protagonista ya no será Vincent Degraël, sino Dennis Borrade Jr, el hijo de Denis Borrade, el colega de Degraël y dueño de la casa donde se encontró el libro de Vernier. Dennis Borrade Jr también es profesor de literatura y su investigación comienza en 1980 cuando descubre la obsesión de Degraël, que ahora es también suya.
¿Por qué, de una pequeña tirada, no queda ni un ejemplar? “Todos ellos lo leyeron. Todos ellos lo plagiaron y después, presumiblemente, destruyeron su ejemplar”. El cuento de Jacques Roubaud lleva la historia de Perec a otro nivel: no sólo el componente de la guerra se vuelve más presente, también el libro de Vernier en sí, ya que el protagonista obtiene algunas páginas y analiza sus versos, sus significados; ahora sí sabemos de qué trata, hacia dónde se dirigía el poeta con todas esas metáforas. Descubre algo más: por un error de imprenta, el libro en realidad se titula “El viaje de ayer”(en francés invierno, hiver, y ayer, hier, son muy similares).
Luego llegó “El viaje de Hitler”, de Hervé Le Tellier, cuyo protagonista es Wolfgang Gauger, un profesor alemán. Ahora estamos en 1995. Su investigación, su obsesión, lo lleva a una lista negra de libros que hizo el nazismo. Un tal Hugo Gr. le genera dudas y comenzó a tirar de un hilo que lo lleva al mismísimo Führer. El cuarto oulipiano en continuar la historia es Jacques Jouet, con su “Hinterreise”, donde el profesor ruso Mijail Gorliuk, en una noche de 1999, lee los tres textos anteriores, los tres “viajes”, ata cabos, se obsesiona con la investigación y teje preguntas en torno a la figura de un veterano soviético que recita de memoria versos de Vernier.
En total, los viajes son 22 y acaban de ser traducidos al español por Eduardo Berti para Eterna Cadencia. En la portada amarilla y negra se lee: El viaje de invierno & sus continuaciones de Georges Perec & Oulipo. Esta experimentación, esta ¿novela colectiva?, este burbujeo lúdico, introduce inteligentes preguntas sobre el significado de la literatura. ¿Bastaría con la aparición de un Hugo Vernier para que se cuestione el rascacielos de la historia literaria? ¿Será que la edificación que hoy conocemos —con sus piezas, sus detalles, sus banderas— es tan sólo una posibilidad arquitectónica más? ¿Es posible pensar otra literatura? ¿Cómo?
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