El 3 de febrero de 1852 hubo vencedores y vencidos.
Para entonces Urquiza ya había hecho propia la frase que casi un siglo más tarde haría famosa el general Lonardi en la Revolución Libertadora. Sin embargo, ese 3 de febrero el entrerriano no estaba dispuesto a echar un piadoso manto de olvidó sobre el pasado. Ese día habría un ejército victorioso que no iba a perdonar.
“Ni vencedores ni vencidos” fue acuñada en el tratado firmado en la República de Uruguay, el 8 de octubre de 1851. Allí se estableció que todos los orientales tendrían igualdad de derechos sin importar a qué bando hubiera pertenecido en la llamada Guerra Grande y el largo sitio de Montevideo, que había consagrado a esa ciudad como la Troya del Plata.
Urquiza no quería la oposición del jefe blanco, Manuel Oribe, a la campaña que organizaba contra Rosas y pronto llegaron a este entendimiento.
Otra cosa muy distinta era la situación en la otra orilla del Río de la Plata donde existían cuentas que saldar y ánimos de venganza. ¡Vae Victis!, decían los romanos y las tropas vencedoras cumplieron está consigna.
Si bien la víctima más conocida de estas retaliaciones fue el coronel Martiniano Chilabert, nunca quedó claro cuál había sido el motivo por el que Urquiza lo hizo fusilar como un traidor. Si bien Chilavert había luchado para los unitarios en el pasado, su alejamiento del ejército de Lavalle había privado a la causa antirosista de un notable artillero que discrepaba con la conducción de este enfrentamiento. Pero no era el único ni el más destacado. “¿A quién habrá degollado el general en este pobre Chilavert?”, le preguntó un joven Bartolomé Mitre a Domingo Sarmiento mientras contemplaban el cuerpo exánime del coronel ejecutado en las inmediaciones de Palermo.
Durante y después de la batalla fueron buscados ciertos fervientes rosistas que se habían destacado por su vehemencia mazorquera, como el coronel Martín Isidoro de Santa Coloma, miembro de una tradicional familia porteña.
Durante uno de los actos públicos convocados en apoyo del Restaurador, Santa Coloma se había expresado en los siguientes términos “Brindo porque a todo el que se conozca enemigo del ilustre Restaurador, pueda matarlo a palos y apuñalarlo, pues ruego al Todopoderoso que no me dé una muerte natural sino degollando franceses y unitarios”. Y el Todopoderoso escuchó su ruego porque no tuvo una muerte natural pero no pudo continuar cercenando cuellos unitarios como lo había hecho en Rosario, pues le tocó su turno de ser degollado por los hombres de Urquiza. Eran tantos lo que querían cortarle el cuello al coronel que su suerte fue sorteada.
Poca fortuna había tenido Santa Coloma porque a poco de ser ajusticiado apareció Juan Francisco Seguí reclamando la presencia del reo. Tarde llegó el amigo a rescatarlo...
Sin embargo, las figuras más buscadas no eran mazorqueros. Todo un regimiento había sido condenado a morir por traidores. Eran los argentinos que Urquiza había traído de Montevideo e incorporado a su ejército bajo el mando del comandante Aquino, un oficial de tradición sanmartiniana, vehemente disciplinario que tomó a pecho la formación de estos hombres que parecían más bandoleros que soldados. Sin embargo, su rigor fue la causa de su muerte por los hombres de este regimiento que intentó disciplinar.
Urquiza ordenó la búsqueda de los soldados que habían traicionado al Ejército Grande y reunió a los 400 miembros del regimiento que se conocía como Aquino para hacerlos colgar de los árboles del Bajo, el camino que unía el caserón de Rosas con la ciudad. Así fue como 400 cuerpos quedaron colgados pudriéndose bajo el sol de febrero.
Pasada esta furia inicial, Urquiza se mostró magnánimo con los seguidores de Rosas. Pronto toda la sociedad porteña esperaba a don Justo para departir alegremente, como lo había hecho cuando tanto el interlocutor como hombre victorioso estaban del mismo lado.
Todos pensaban que las venganzas habían cesado. Hasta se corría el rumor que las tropas entrerrianas habían asistido a un librero a bajar un cartel que decía en grandes caracteres “Muera Urquiza, el salvaje unitario”. Y a pesar de la injuria y la incitación a la violencia, los soldados asistieron al librero a sacar el cartel.
Al cabo de pocas horas la paz reinaba sobre Buenos Aires. Y sin embargo, mientras los porteños se sacaban la sombra del rosismo como un mal sueño y ya se pensaban alianzas imposibles hasta días antes, se preparaba la última afrenta.
El desfile triunfal planeado por Urquiza debió ser postergado a pedido de sus aliados imperiales, hasta el 20 de febrero. La fecha para muchos pasó inadvertida pero ese día se cumplían 25 años de la derrota del Paso del Rosario, como le decían los brasileros, o de Ituzaingó, como nosotros la conocemos. Era una venganza secreta que Urquiza no pudo evitar.
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