Adelanto de “Caseros: La batalla por la organización nacional”

Este libro reúne el análisis de varios especialistas sobre uno de los acontecimientos más relevantes de la historia argentina, ocurrido el 3 de febrero de 1852

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"Caseros: La batalla por la organización nacional" (Sudamericana)
"Caseros: La batalla por la organización nacional" (Sudamericana)

Es preciso jugar el todo

Del lado del ejército de Buenos Aires, la reconcentración de fuerzas sobre el campamento de Santos Lugares comenzó el 25 de enero. La actividad era febril porque hasta último momento se siguieron reorganizando cuerpos, convocando milicias, acopiando víveres y municiones. Como vimos en el capítulo 3, aunque lo razonable hubiera sido dar la batalla en el puente de Márquez, las desinteligencias entre Pacheco y Rosas habían malogrado esa posibilidad. Hay varias versiones sobre lo que sucedió inmediatamente después. Nosotros escucharemos a Antonino Reyes, edecán y confidente de Rosas, a quien seguía como una sombra.

Según su testimonio, el 1 de febrero a la madrugada Rosas hizo ensillar y partió con el mismo Reyes y un asistente a elegir el lugar para dar la batalla, imaginando una línea que corría de norte a sur. Sin embargo, cuando estaban por regresar, se les unieron al galope los principales jefes de división (los coroneles Costa, Maza y Bustos) y opinaron que era más a propósito tender una línea de este a oeste, de más de cuatro kilómetros de largo, desde el campamento de Santos Lugares hasta la chacra de Caseros. La realidad es que determinar una posición de combate para un ejército de más de veinte mil hombres no era tarea sencilla. A la topografía básica se le agregaba la consideración de los puntos fortificados con que se podía contar, la transitabilidad de los campos, la seguridad de los flancos y una larga lista de factores. Rosas se dejó convencer.

El campo de batalla elegido se situaba alrededor de los terrenos donde se emplaza hoy el Colegio Militar de la Nación, en la localidad de Palomar, entre los partidos de Morón y Tres de Febrero. Se trataba de un campo con ligeras ondulaciones y cultivado, de fácil tránsito, delimitado hacia el oeste por el arroyo de Morón y que ofrecía una línea de alturas moderadas pero muy convenientes para establecer las fuerzas de Buenos Aires, siguiendo una dirección similar a la del actual ferrocarril San Martín. Por otro lado, la derecha del ejército se apoyaría en la casa de Caseros propiamente dicha, la que se conserva al día de hoy como una importante casona colonial con azotea y torre mirador. Unos 200 metros hacia el centro, la línea era reforzada también por el célebre palomar: una estructura circular imponente, de tres pisos concéntricos, construida en ladrillo, destinada a la producción masiva de pichones para alimento humano. Estas dos edificaciones, insólitas para los estándares de la pampa y sólidas como bastiones, eran las que habían convencido a los asesores de Rosas.

Se trataba, en teoría, de una posición muy ventajosa que brindaba protección a una parte de la tropa mientras que ofrecía una magnífica perspectiva para el ejercicio de los fuegos de artillería e infantería. En la práctica, en cambio, connotaba una desventaja, si se quiere más psicológica que física, que habría de mostrarse fatal. A un comandante como Rosas, que a nivel estratégico se había caracterizado, desde el pronunciamiento mismo de Urquiza, por una pasividad pasmosa y una carencia total de iniciativa, la posición adoptada en Caseros y la falsa seguridad que brindaban sus muros iban a condenarlo, ya en el terreno de lo táctico, a la más inmóvil de las defensas. Ahora bien, si según el arte de la guerra de la época la defensiva era una instancia aceptable bajo determinadas condiciones, esta defensa nunca podía ser totalmente pasiva. Defender una posición significaba reservarse el espacio para maniobrar, contraatacar y pasar a la ofensiva en el momento indicado. Quedarse plantado como una pared y limitarse a repeler lo que el enemigo lanzase podría considerarse un suicidio militar.

Batalla de Caseros
Batalla de Caseros

Esto fue, sin embargo, exactamente lo que concibieron Rosas y sus asesores: la línea comenzaba a la derecha con un martillo de carretas dispuestas en barricada y se prolongaba con la casa de Caseros y el palomar. Luego seguía en línea recta con los regimientos de infantería ya desplegados en batalla, uno al lado del otro con la artillería intercalada, sin espacio entre las unidades, sin una verdadera reserva que le diera profundidad al dispositivo, conformando una especie de gigantesca muralla humana. Por último, la línea terminaba a la izquierda en un gran agrupamiento de caballería, con los regimientos tan juntos que ni podían maniobrar, ya sobre el campamento de Santos Lugares. Hacia estas posiciones marcharon los cuerpos a lo largo del día 2 de febrero.

Una máxima militar bien conocida establecía que una vez que se le permitía adoptar una posición cubierta al soldado, era muy difícil hacerlo salir de la misma. Todo el ejército de Buenos Aires, desde la tropa hasta el comandante, parecen haber caído presas de esta trampa mental. La prueba más patente de esto, y la más costosa, ocurrió al iniciarse la jornada del 3 de febrero. Como vimos en el capítulo 2, los jefes del Ejército Grande habían dado por descontado que Rosas les disputaría a ultranza el paso del puente de Márquez. Cuando, para su total sorpresa, pudieron atravesarlo sin ninguna resistencia, siguieron la marcha y vivaquearon tranquilamente sobre la cañada de Morón, apenas a unos dos kilómetros del ejército rosista, sin saber muy bien a qué atenerse. Está claro que el arroyo que tenían en frente no era demasiado caudaloso, pero el cañadón era profundo y con márgenes muy barrosos que hacían casi imposible cruzarlo si no era por un pequeño puente de madera (algunas fuentes dicen que dos), justo enfrente de la posición del ejército de Buenos Aires.

Se suponía que, ahora sí, los aliados iban a tener que batirse a muerte para seguir avanzando. Al amanecer del día 3, Urquiza hizo leer su proclama solemne a la tropa y dio la voz de marchar a cruzar el puente, con la certeza de que sus soldados serían probados a fondo. La maniobra era arriesgadísima, para algunos analistas incluso temeraria. Sin embargo, Rosas, que por algún motivo no había mandado destruir el puente, no avanzó ni una batería de artillería para que lo batiera, no movió ni un batallón para que incomodara al ejército aliado. Apenas unas guerrillas que se retiraron tras un leve tiroteo. Increíblemente, entonces, 25.000 hombres y otros tantos caballos desfilaron por el puentecito durante las primeras horas de la mañana, a cuerpo descubierto y a plena vista del enemigo, para ir a tomar tranquilamente las posiciones que Urquiza les iba señalando, sin que Rosas osase atacar.

Como veremos, a pesar de la victoria obtenida, mucho se ha escrito señalando las limitaciones de Urquiza como general en jefe. Lo que nadie puede negar, es que poseía ese don innato tan importante para un buen comandante y que Napoleón llamaba el coup d’œil o golpe de ojo, es decir, la capacidad de captar de un solo vistazo los puntos fuertes y débiles de la posición enemiga y las oportunidades que ofrecía. Observando la izquierda del ejército de Buenos Aires, la manera en que siete mil caballos estaban dispuestos en una formación demasiado estrecha, mezclando cuerpos de línea derrotados en el combate de los “Campos de Álvarez” con milicias e “indios amigos”, ofreciendo todo un flanco para el desborde y con la segunda línea demasiado cerca de la primera, Urquiza no dudó. Dio la orden de reforzar su derecha con los mejores escuadrones de su caballería hasta reunir diez mil jinetes y él mismo asumió el mando del ala: la batalla se iba a decidir con una monumental carga de caballería sobre la izquierda rosista. Si el golpe era exitoso, como podía esperarse, los escuadrones de lanceros tendrían la posibilidad de caer a continuación sobre el flanco y retaguardia de la infantería de Rosas mientras esta era atacada de frente por el resto del ejército. Con la línea de retirada hacia Buenos Aires cortada, la posibilidad de envolver a los batallones rosistas y obtener una victoria decisiva era muy alta.

Caseros. La batalla por la organización nacional fue editado por Alejandro Ravinovich, Ignacio Zubizarreta y Leonardo Canciani, e incluye textos de María Fernanda Barcos, Gabriel Di Meglio, Vicente Agustín Galimberti y Roberto Schmit.

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