A medio camino entre lo ensayístico y lo narrativo, Aviones sobrevolando un monstruo (Anagrama, 2021) del escritor mexicano Daniel Saldaña París, propone un breve tratado sobre la escritura y la literatura, pero también un recorrido por las ciudades en las que buscó su genealogía, aprendió el oficio de la escritura y lidió con las drogas para escapar de las variaciones de la artritis reumatoide que padece desde los veintinueve años: “El dolor físico me pone en un nivel de sensibilidad y percepción exacerbado que asocio con cierta lucidez. Luego, si se pasa de una línea, ocurre lo contrario y paso a la sordera”.
El autor, que en el libro va de la Ciudad de México a Madrid, de Cuernavaca a Montreal y La Habana y Madrid para dibujar en dos tiempos el mapa biográfico y el entramado de una reflexión más profunda sobre “el oficio, horrible y luminoso, de poner una palabra delante de la otra”, sostiene que la literatura tiene esos milagros: “Uno puede volver a una escena del pasado y observarla, de pronto, con la mirada del testigo; un testigo capaz de compasión y risa”.
Saldaña París (Ciudad de México, 1984) es autor del libro de poemas La máquina autobiográfica, del proyecto transmedia Método Universal de Poesía Derivada y de las novelas En medio de extrañas víctimas y El nervio principal, traducidas a varios idiomas. En 2017 fue incluido en la profética lista del Bogotá39 que elige a los mejores escritores menores de cuarenta años de América Latina y que suele ser un buen muestreo de autores latinoamericanos en su momento de mayor brillo. En 2020 obtuvo el Premio de Literatura Eccles Centre & Hay Festival y el año pasado, su novela El baile y el incendio” fue finalista del prestigioso Premio Herralde. Desde su casa en Cuernavaca, que a la luz del recorrido que lleva hecho en estos años parece ser una parada y no el lugar de destino, dialogó por Zoom.
—Al principio del libro citás al poeta estadounidense Robert Creeley: “¿Puede uno derretirse autobiográficamente?”. Y contás que ese verso fue uno de los motores del libro. ¿Qué activó?
—Evoca la idea de que no existe un sujeto autobiográfico unitario. Hay una dispersión del yo lírico, del narrador, que me interesaba porque no sería capaz de escribir una autobiografía más tradicional donde hay una construcción congruente de un personaje autobiográfico unitario, con una mirada inmutable. Me interesaba, justamente, desarmar esa figura narrativa.
—Contás sobre tu apetito por leer y coleccionar diarios y estás dando un taller sobre el género. ¿Qué cuestión particular te interesa bucear en los diarios? ¿Creés que hay una conexión con cierta corriente de la literatura vinculada a la autoficción?
—En México justamente no hay una tradición fuerte de literatura autobiográfica o escrituras del yo. Hay, obviamente, textos súper importantes como La estatua de sal de Salvador Novo, que es una memoria queer de mediados de siglo. O las Genealogías de Margo Glantz que es una autobiografía más clásica. Pero me doy cuenta de que no es una corriente tan fuerte como en la Argentina o en España. Y por otra parte, creo que los diarios no son una escritura del yo en el sentido tradicional, hay una especie de desdoblamiento. Los diaristas célebres en algún momento sienten un extrañamiento, una inestabilidad del yo. Tiene que ver con una distancia entre el que escribe y el personaje. Más que una literatura del yo inmediatista e ingenua, me interesan los desplazamientos a la tercera persona y la inestabilidad al momento de narrar. Por ahí va mi investigación.
—¿Tenés presente cómo nació tu gusto por leer y estudiar diarios?
—Creo que fue como un gusto de origen. Empecé a escribir mi diario a los siete años, lo dejé y lo retomé. Ha sido una práctica intermitente. Creo que la lectura de los diarios de Alejandra Pizarnik o de Anaïs Nin en los que ambas reflexionan sobre la importancia y la centralidad del diario en la obra –una reflexión que también hace Piglia– me di cuenta de que en mi caso también era así. No es necesariamente un diario, pero sí un cuaderno en el que anoto todo el caos y del que después brotan libros.
—En el capítulo que dedicás a la ciudad de México, asegurás que “nadie puede dedicarse a la literatura en México”. Sin embargo, trazás el recorrido que te llevó –efectivamente– a convertirte en un escritor. ¿Qué encontraste en ese camino paradojal?
—Por un lado, es una exageración. Tal vez, incluso, aquí se pueda escribir más que en la Argentina porque hay una infraestructura, un sistema de becas. Es una especie de respiración artificial porque en realidad no hay lectores en México pero podemos hacer como que existe. Tengo una relación tensa con el recorrido y con todos los trabajos que hay que hacer para poder hacer literatura. Por un lado, me parece bien el lugar marginal que ocupa la literatura en nuestros países. Tengo acá cerca la experiencia de mis amigos que viven y escriben en Estados Unidos y sí, tienen un sustento por lo que hacen pero se tienen que plegar sin condicionamientos a los pedidos de la industria editorial y de las universidades. En nuestros países, la falta de un mercado sólido abre la posibilidad para la experimentación. Es inevitable acumular resentimiento hacia el mundo literario con el paso de los años, pero también voy teniendo la certeza de que me importa cada vez menos, que pase lo que pase voy a escribir mis cositas.
—Dese Montreal narrás tu experiencia con el dolor, das cuenta de la imposibilidad de contar qué es el dolor e incluso de la falta de registro masculino sobre el tema: los hombres aguantan. ¿Por qué asumiste esa misión?
—Creo que es un punto clave de la transformación de mi sensibilidad. Desde que sufro dolor físico veo el mundo de otra manera y escribo de otro modo. Incluso pienso de otro modo. Me pareció que en la mitad del libro debía haber un capítulo que contara esa ruptura en mi trayectoria vital. Pero después de publicarlo, el texto se encontró con lectoras que me han señalado que no, que los hombres sí dan cuenta del dolor. Fue muy interesante encontrarme con esas lectoras que le pusieron asteriscos de aclaración y cuestionamiento.
—¿Podés generar un paralelismo entre el dolor físico y lo que implica el padecimiento más psicológico o mental? ¿Cómo juegan los dos umbrales?
—El dolor físico me pone en un nivel de sensibilidad y percepción exacerbado que asocio con cierta lucidez. Luego, si se pasa de una línea, ocurre lo contrario: paso a la sordera, un ruido rosa por todas partes que me impide pensar. No siempre van de la mano estas dos cuestiones, no lo tengo tan claro.
—“Las bibliotecas públicas se han convertido en uno de los principales campos de batalla contra las drogas”, contás con ánimo de cronista desde Canadá, y le permitís al lector acceder a un escenario poco conocido. ¿En qué se parecen esos lectores de las bibliotecas con los adictos?
—Las bibliotecas públicas de centros urbanos importantes son un remanso y un paréntesis de la actividad económica. Ahí la gente no va a comprar ni a vender nada, sino a gastar el tiempo de otra forma. Eso atrae a las personas marginadas que pueden entrar sin gastar pero también se encuentran con otros que leen, que deciden invertir el tiempo de otra forma.
—El último capítulo del libro lo dedicás a contar los distintos movimientos que hicieron que tengas una “biblioteca fantasma”: libros heredados, regalados, perdidos o arruinados. ¿Cómo te acompañan aquellos libros que leíste y físicamente ya no están?
—Tengo una biblioteca de representación en mi cabeza. Y el ejercicio de recordar todos los libros que leí. Ahora vivo entre dos ciudades y me pasa todo el tiempo. Me gusta el ejercicio de recordarlos, como una prótesis del libro. Lo que me gusta de la biblioteca fantasma es el ejercicio memorioso pero también imaginativo, se van reconfigurando mis lecturas.
—¿No sentís apego por el “objeto libro”?
—Coinciden los dos sentimientos: el de la biblioteca fantasma y el del capricho. También tengo libros fetiche. Hace poco me encontré en Ginebra con unos libros antiguos en un sótano y ahora tengo cinco cajas de libros muy bonitos del siglo XVII, primeras ediciones que saco, toco y huelo. Entonces sí, conviven las dos cosas. Si pudiera, por mi constitución psicológica, vivir en una misma ciudad, tendría una gran biblioteca para atesorarlos a todos. Pero en un momento de gran exaltación, casi de borrachera, le regalo a algún amigo un libro que quiero muchísimo y luego paso años arrepentido.
Fuente: Télam
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