Martin Scorsese es mucho más que el director que criticó las películas de superhéroes. En su extensa y heterogénea filmografía ha abordado temas universales como la violencia, la traición, la amistad, la familia, el amor, la redención y la codicia. El libro Scorsese por Scorsese, publicado recientemente por El Cuenco de Plata (editado por Ian Christie y David Thompson, y traducido por Javier Mattio), explora la carrera del director italoamericano desde sus comienzos como estudiante.
A Scorsese le debemos, además de títulos como Toro salvaje, El rey de la comedia y Buenos muchachos, las carreras de –entre otros– Robert de Niro y Harvey Keitel, dos monstruos absolutos de la actuación. Educado sentimental e intelectualmente en los cines y en las calles, Scorsese echó mano en varias de sus películas de la técnica de voice over, herencia de los años cuarenta y cincuenta que perfeccionó empleando para varios efectos. En Taxi Driver, un neo-noir situado en el contexto de la guerra de Vietnam (sus contemporáneos, desde De Palma hasta Cimino, tienen sus films sobre la misma guerra, pero Scorsese se adelantó a todos), accedemos a la atribulada mente de Travis Bickle gracias al procedimiento, mientras que en Buenos muchachos y El lobo de Wall Street, en tanto adaptaciones de novelas, se establece una conexión entre los personajes principales y la audiencia. A propósito de Taxi Driver y su atmósfera de penumbra onírica, Scorsese observa en el libro que su intención era “cruzar al terror gótico con el Daily News neoyorkino”.
En tren y a los tiros
Como muchos de sus colegas del Nuevo Hollywood, Scorsese tuvo su prueba de fuego en la escuela de Roger Corman, mentor de toda una generación y rey de la clase B. Pasajeros profesionales (1972), sobre la historia de “Boxcar Bertha” Thompson, una joven que comienza a saltar de tren en tren para volverse una ladrona de bancos, contó con un presupuesto irrisorio y fue filmada en un plazo vertiginoso. Ya es conocida la anécdota del actor y director John Cassavetes, quien después de una función privada increpó a Scorsese diciéndole que estaba para más que eso, que debía seguir una visión personal.
Considerando que era una película que se sumaba a una oleada de films sobre ladrones y asesinos, entre los cuales estaba Bonnie y Clyde (1968), el consejo que Corman le había dado al director era el siguiente: “Marty, lee el guion, reelabora lo que quieras pero recuerda que debe haber escenas de desnudos por lo menos cada quince páginas. No un desnudo total, quizás solo una parte de los hombros, o una pierna, solo para mantener interesada a la audiencia”. Así, vemos a la protagonista Barbara Hershey desnuda en más de una ocasión.
Scorsese, con temor a que lo echaran de la dirección por ser demasiado artístico, comenta que para Pasajeros profesionales bocetó escena por escena, unos 500 dibujos en total. Scorsese también empleó su talento para el dibujo en otras de sus películas: en Taxi Driver se encargó de los storyboards, mientras que en Cabo de miedo (1991) contribuyó con notas y dibujos para el storyboard del film.
Retratos de la ciudad que nunca duerme
En Nueva York (1930), el francés Paul Morand escribió que “reina allí una confusión terrible, como durante un asalto. La roca tiembla, el asfalto vibra… Lo que tiene Nueva York de grandiosamente bello, de verdaderamente único, es su violencia… que la ennoblece, que la disculpa, que hace olvidar su vulgaridad… La violencia de la ciudad está en su ritmo”. De esta violencia omnipresente se nutre Scorsese para la exagerada (o tal vez no tanto) agresividad de Pandillas de Nueva York (2002), situada en el contexto de la Guerra Civil Norteamericana (1861-1856, con secuelas que durarían por décadas).
Pero Nueva York también es la locación elegida para la alucinada comedia negra Después de hora (1985), excelente pesadilla nocturna de un informático que se pierde y se encuentra en las calles neoyorkinas al salir de su trabajo, y de “Apuntes al natural” (espantosa traducción de “Life Lessons”), segmento de Historias de Nueva York (1989) que Scorsese comparte con Francis Ford Coppola y Woody Allen. Scorsese se apartó pocas veces de su ciudad natal: Casino transcurre en el desierto de Las Vegas, una nueva tierra prometida, Kundun (1997) en el lejano Tíbet, tierra de conflictos que movilizaron al mundo entero a favor del montañoso país, y Los infiltrados (2006) en una Boston infectada por la corrupción policial.
Un Jesús personal
Scorsese confesó alguna vez que en todos sus films ha intentado reproducir escenas de la pasión de Cristo. Fue monaguillo de chico y quiso cursar el seminario para volverse cura pero no le fue bien con el latín, así que se convirtió a la religión cinéfila. La influencia cristiana no está para nada oculta: en su carrera Scorsese ha filmado tres crucifixiones, en Pasajeros profesionales con David Carradine clavado al vagón de un tren, en La última tentación de Cristo (1988), en la que el Salvador se baja de la cruz y vive como un hombre más, y en Silencio (2016), en donde los padres jesuitas y los fieles cristianos sufren por brutales edictos en una Japón cerrada a la influencia religiosa extranjera.
Scorsese también quiso ser pintor, anhelo que se le cumplió, al menos en la ficción, cuando interpretó a Van Gogh en los Sueños de Kurosawa (1990). De pintores como el Bosco o Antonello da Messina obtuvo inspiración para escenas de La última tentación.
En Scorsese por Scorsese leemos que fue por sugerencia de Barbara Hershey y David Carradine que el director leyó La última tentación, novela que Nikos Kazantzakis publicó en 1953 y sirvió de base para el film de 1988. El recorrido hasta la concreción de la película es muestra de la perseverancia profesional de Scorsese. Había querido filmar la vida de Cristo desde que vio El manto sagrado (The Robe, Henry Koster, 1953), y le llevó siete años leer la novela. Paul Schrader, con quien Scorsese había trabajado en Taxi Driver, escribió una primera versión del guion en cuatro meses. Scorsese reescribió el guion en 1983 y debió sortear una serie de escollos que parecían poner en riesgo la realización: cambios de productores y de locaciones, amenazas de grupos fundamentalistas, la posibilidad de Sting haciendo de Poncio Pilatos (rol que eventualmente interpretaría David Bowie)… hasta que se estrena en Francia en septiembre de 1988, en medio de disturbios, con bombas molotov y policías heridos. En Israel y Grecia se cancela su exhibición, pero en Estados Unidos recibe el apoyo de cineastas como Clint Eastwood, que celebra la libertad de expresión que significa el estreno del film allí, a pesar de la oposición que encontró.
Italia en su corazón
Italianamerican (1974) muestra lo fundamental que ha sido para Scorsese su raigambre italiano-estadounidense, en particular a través de la figura de su madre Catherine, una suerte de matriarca. Martin heredó de ella su capacidad para contar historias, propia de una tradición oral previa a la radio la televisión e Internet. A esto Scorsese le sumó la influencia del cine italiano y lo que percibía en su entorno al crecer en la Pequeña Italia de Nueva York. En el libro, Scorsese recuerda que las familias sicilianas tenían el control del barrio, y que cada tanto caía un bebé de algún techo como señal del poderío mafioso y de su implacable modus operandi.
En Calles peligrosas (1973), la primera película “seria” del director, asistimos a la festividad de San Genaro, patrono de los napolitanos. En Buenos muchachos (1990), Scorsese de una forma paradójicamente tierna homenajea a su madre al incluirla en una escena en la que recibe a Tommy (Joe Pesci) y sus amigos matones con una estupenda cena de tallarines con salsa.
El cine sin música sería un error
Alguna vez leí que Woody Allen citaba a Ingmar Bergman respecto del uso de la música en el cine, recurso que le parecía “grosero”. Scorsese, tal vez sin proponérselo, ha pasado una vida entera tratando de refutar aquella máxima tan condenatoria.
El melómano director cuenta que mientras se encontraba rodando Casino, una noche de zapping en el hotel, descubre a Nirvana. Como fan de The Clash y The Who, no debe sorprender su agrado al toparse con “un chico de apariencia intensa” (Cobain), cuya música pretendió usar en Vidas al límite (1999) pero no pudo por cuestiones de derechos.
En su producción Scorsese ha usado música de, por ejemplo, los Rolling Stones (“Jumpin’ Jack Flash”, en Calles peligrosas), The Animals (“House of the Rising Sun”, en Casino) y Peter Gabriel (que compuso especialmente la banda sonora de La última tentación de Cristo). Por otro lado, en “Apuntes al natural” suena obsesivamente “A Whiter Shade of Pale”, de Procol Harum, reflejando la maniática relación de Lionel Dobie, un pintor interpretado por Nick Nolte, con una inquilina/protegida/discípula aspirante a artista. En Los infiltrados (2006), Scorsese incluye “I’m Shipping up to Boston”, un tema punk con sabor celta interpretado por los Dropkick Murphys, apropiado para el trasfondo bostoniano-irlandés del film. Probablemente sea el largo plano secuencia de Buenos muchachos en el que suena “Be my Baby”, de las Ronettes, donde comprobemos la combinación magistral que Scorsese hace entre música e imagen.
Un cineasta honesto, visceral, comprometido con su visión personal, que ha explorado las muchas complejidades de la imperfección humana. Cuando Scorsese y Clint Eastwood ya no estén, el cine lamentará pérdidas irreparables. Por lo pronto nos quedará esperar la concreción de su próximo proyecto, Los asesinos de la luna de las flores, a estrenarse este año.
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