“No fue en un libro donde aprendí las primeras estrofas del Martín Fierro: el actor Enrique Muiño, que recitaba fragmentos del poema por la radio: un poco todas las noches. Y en cuanto a la lectura, en los almanaques de Alpargatas expuestos en el almacén de ramos generales de mi familia, en Serodino, los versos del poema estaban impresos entre el calendario y las magníficas ilustraciones, que hoy todavía, casi sesenta años más tarde, persisten impresionantes y vívidas en mi memoria”.
Libros argentinos, de Juan José Saer
Hoy es casi una obviedad considerar que Juan José Saer forma parte del canon de “la literatura argentina”. Sin embargo, ese proceso que se inició en 1960 con la publicación de su primer libro de relatos En la zona, y culminó con su novela La grande -póstuma-, no estuvo libre de dificultades.
Saer fue un autor que no hizo su carrera de “escritor” en Buenos Aires, la ciudad hegemónica respecto a la centralidad del campo literario. Comenzó a escribir desde muy joven en el diario El Litoral hasta 1956, pero tuvo que renunciar por las repercusiones generadas después de la publicación del cuento “Solas”. Entre 1958 y 1959 vivió en Rosario. Luego, volvió a Colastiné con su mujer Bibí Castellaro, hasta que en 1968 obtuvo una beca del gobierno francés y se fue a París. ¿Buenos Aires? Fue tan solo el paso obligado para ir al aeropuerto y subirse al avión.
La carrera editorial de Saer no se consolidó hasta los años ochenta, cuando comenzó a trabajar, de allí en más definitivamente, con su editor Alberto Díaz, primero en Alianza, años después en Seix-Barral. Desde En la zona (1960) hasta El entenado (1983), había publicado en diez editoriales distintas; sin hacer pie, por un motivo u otro, en ninguna de ellas: Castellví (Santa Fe), Jorge Álvarez Editor (Buenos Aires), Camarda-Junior Editores (Buenos Aires), Galerna (Buenos Aires), Biblioteca Popular Constancio C. Vigil (Rosario), Sudamericana (Buenos Aires), Fundarte (Caracas), Planeta (España), Siglo XXI (México) y Folios (Buenos Aires).
El libro de Martín Prieto, Licenciado en Letras y Doctor en Literatura y Estudios Críticos por la Universidad Nacional de Rosario pero sobre todo lector apasionado de Saer, está organizado en nueve capítulos y dos apartados con referencias bibliográficas. Y comienza con una experiencia del autor: su lectura “en vivo” de Nadie nada nunca. La expresión “en vivo” oculta una pequeñísima trampa porque se refiere a que su lectura se dio enseguida, luego de publicarse la novela. Además de la fascinación que le produjo, Prieto presenta los interrogantes que serán los hilos conductores de su trabajo: “¿Cómo cambia una literatura nacional cuando entra un autor? ¿En qué se convierte un autor cuenta entra en esa literatura?”
Se presenta el vínculo entre la historia política y la historia de la literatura. ¿Es posible pensar en una literatura nacional hasta que no haya Nación? También se podría pensar que por más que se haya creado una Nación, no implica necesariamente que exista una literatura nacional. Vale recordarse que en un determinado momento, “en los índices muchos de los manuales de literatura que se enseñaban en la escuela media desde principios del siglo XX, se pensaba a la literatura argentina como un capítulo de la literatura española”.
Justamente, una de las apuestas que hace el autor tiene que ver con ponerle una fecha de nacimiento a la literatura nacional: “¿Cuándo se hace argentina la literatura argentina?”. Esa fecha es el 25 de enero de 1846, que fue marcada por Sandra Contreras y retomada por Martín Prieto, es la que figura en la carta que le envía Sarmiento a Vicente Fidel López, donde reflexiona sobre el Martín Fierro, la gauchesca, su propio Facundo.
También Prieto da a conocer varios aspectos de la biografía de Saer, algo de lo que a lo largo de su vida y trayectoria fue muy reticente a compartir. Decía que es la obra la que debe hablar por el autor y no los hechos de su vida privada. Sin embargo, sin caer en el rumor ni en el chisme y con sumo cuidado y discreción, el autor invita a conocer detalles de vida con una finalidad: reconocer, trazar una línea de puntos entre la vida real y la vida ficcional.
El quinto capítulo comienza con un gesto que incomodaría hasta al acérrimo lector enemigo de Saer. En el bar Gran Doria, “estimulado por el contexto ambiental” el poeta entrerriano Daniel Durand -su nombre verdadero era Miguel Ángel Correa- preguntó si Saer había reconocido la deuda de su obra con la del narrador Mateo Booz, autor del clásico Santa Fe, mi país. Esa pregunta, lejos de clausurar una discusión, la profundiza. Y en ella, se llega a comprender que quizás haya que buscar en la obra de José Pedroni una influencia aún más importante.
A medida que avanza, el libro invita a acercarse al periplo de Saer en tanto hombre de carne y hueso. Su trabajo como periodista en el diario El Litoral, su partida de Santa Fe a Rosario -y su breve paso pero no por ello menos relevante por la universidad-, cuando conoce a María Teresa Gramuglio, a Juan Pablo Renzi, Aldo Oliva, Noemí Ulla, quienes, entre otros, se transformarán en sus lectores y en los escuderos de su obra. Su regreso a Colastiné, ya casado con Bibí Castellaro, su ingreso en la Universidad Nacional del Litoral como docente de Crítica y estética cinematográfica, y los amigos santafesinos: Raúl Beceyro, Marilyn Contardi, Hugo Gola, Nicolás Sarquís.
También da cuenta de las críticas negativas sobre algunos de sus libros: la primera, de Edelweis Serra para En la zona; la de Norma Desinano por La vuelta completa; y como dice Prieto “hasta la inolvidable, por su torpeza, reseña de Glosa, firmada por Jorge Masciángoli en La Nación”.
Uno de los puntos más altos del libro está en el relato de lo que podría llamarse la “operación Saer”, que tiene que ver con la instalación de un autor en el campo de la literatura argentina. Tres mujeres en lugares estratégicos trazaron los vectores que apuntarán el destino de la obra de Saer hacia su consagración: una serie de textos y reseñas desde la revista Punto de vista bajo la dirección de Beatriz Sarlo; la inclusión por parte de María Teresa Gramuglio en un seminario de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires; y la publicación de El limonero real, gestionada por Susana Zanetti, en ese momento directora del Centro Editor de América Latina, quien le envió una hermosísima carta “con tiempo para ver si le interesa y si lo puede ‘pelear’ con Planeta” (para que interceda en la autorización para publicar dicha novela). Estas tres líneas estratégicas dieron una lectura crítica, un gran trabajo de difusión y de recomendación, y de sustento de la literatura saeriana, que no está de más decir, se defendía por sí misma.
Pero antes de eso, hay un juego especulativo (no en términos peyorativos) sino que propone estimular la reflexión teórica antes que una maquinaria contrafáctica, que da lugar a la imaginación en detrimento de la alucinación. Consiste en preguntarse qué efectos provocaría en la literatura argentina la ausencia de una obra: es la pregunta que se hizo Ricardo Piglia al año siguiente de la muerte de Saer. Pero no se pregunta por la ausencia física de esa persona, de ese hombre, sino por el faltante de esa obra. ¿Qué pasaría con Alfonsina Storni si sacáramos de la literatura nacional a Juana Bignozzi? O como imaginó Sarlo, ¿qué pasaría con la literatura nacional si sacáramos a Borges? “Serían Girondo y Juan L. Ortiz los autores preponderantes de la poesía argentina, Martínez Estrada el gran ensayista, y se destruiría el orden de la narrativa de ficción de esa primera mitad del siglo, sustentado en el par Borges - Arlt”.
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