Una de las narradoras de Lucia Berlin dice: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento”. Y en cierto sentido, podría decirse que esta frase es autobiográfica. Si bien los cuentos de Lucia Berlin no son necesariamente autobiográficos, la “literatura del yo” o la autoficción –como suele decirse– atraviesa su obra. Las mudanzas y la consecuente inconstancia de los lazos familiares, laborales, amistosos; los hijos y su fallida crianza, la frustración, el alcohol y la literatura son, entre otros, la tela que usa Berlin para diseñar esos ropajes incómodos que calzan pero ajustan, molestan, no se acomodan al cuerpo. Tirás de la manga y se descoloca el cuello, estirás la prenda hacia la cintura y el escote se deforma. Así, como un ropaje que te sienta pero no queda bien porque marca las imperfecciones de tu cuerpo, las deformidades naturales y propias que no se parecen en nada al maniquí de la vidriera.
Eso es un cuento de Lucía Berlin. Historias que se dan de cabeza contra vidrieras que muestran cómo debería ser la vida. Y te lo ponés igual porque te gusta, porque habla de vos, porque te identifica. No sabés si es el color, el tono, el estampado o la persistencia en intentar acomodar la realidad a ese ideal que no llega nunca y que se impone. Berlin habla de nosotros, de nuestras insatisfacciones y de esa insistencia en hacer parecer antes que ser. Que no hace más que aumentar la inseguridad y la infelicidad propia, y la de los que nos rodean.
Y ahora Almodóvar (quién más, quién mejor) llevará al cine cinco cuentos de Manual para mujeres de la limpieza en lo que será su primera película íntegramente en inglés y Cate Blanchett, que la producirá, también será la protagonista. Entonces la pregunta es: ¿qué cinco cuentos elegirán Almodóvar y Blanchett? Lucia Berlin tiene los comienzos de cuentos más espectaculares que uno pueda imaginarse. No hay forma de dejar una lectura frente a las imágenes gestadas en las primeras líneas.
Imaginen esta primera escena en “Estrellas y santos” llevada al cine:
Esperen. Déjenme explicar…
De siempre me he visto envuelta en esas situaciones, como aquella mañana con el psiquiatra. Él estaba viviendo en la casita detrás de la mía mientras remodelaban la casa que se acababa de comprar. Parecía muy simpático, y además era guapo, así que por supuesto quería causarle buena impresión, y hasta le habría llevado unos pastelitos de chocolate, pero tampoco quería violentarlo. Una mañana, justo al amanecer, como de costumbre, me estaba tomando el café y contemplando desde la ventana mi jardín, que en ese momento era un prodigio, con las enredaderas de caracolillo en flor y los delfinios y el cosmos. Me sentí, bueno, me sentí rebosante de alegría… ¿Por qué titubeo al contarlo? No quiero parecer melindrosa, quiero causar buena impresión. La cuestión es que estaba contenta, y eché un puñado de alpiste en la terraza y sonreí abstraída mientras docenas de tórtolas y pinzones acudían a comer las semillas. De pronto, zas, dos gatos enormes saltaron a la terraza y empezaron a zamparse los pájaros entre una nube de plumas, en el preciso momento que el psiquiatra salía por la puerta. Me miró consternado, dijo «¡Qué horror!» y huyó. A partir de aquella mañana me evitó completamente, y no eran imaginaciones mías. Cómo habría podido explicarle que todo ocurrió muy rápido, que no sonreía porque me divirtiera la carnicería de los gatos, sino que no había dado tiempo a que mi felicidad al ver los caracolillos y los pinzones se disipara.
Esperen. Vuelvan a leerlo. Respiren y piensen cómo la vida es siempre eso, siempre es un momento de felicidad, un instante en que todo parece estar en orden y entonces llegan los gatos. Y se comen a los pinzones mientras en nuestro rostro quedan resabios de esa felicidad clandestina (al decir de la Lispector) que les robamos a los pájaros que alimentamos para que se los coman los gatos.
“Esperen, déjenme explicar”, dice la narradora, desquiciada, y remite al narrador de “El corazón delator”. Porque la protagonista descubre desde muy temprana edad que no encaja, que tiene un don para quedar mal, y que nada pero nada que le produzca felicidad viene acompañado de algo bueno sino que detrás de cada momento de paz, de alegría, acecha el ojo que mira y mira y enloquece.
En el cuento “Manual para mujeres de la limpieza” Berlin se entrega toda. Cada frase, cada descripción es una invitación a la risa amarga, a la ironía desencajada. Es un manual:
Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta.
(Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento).
(Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de caerte bien, por lo mismo).
El cuento que da nombre a la antología y que sacó para siempre del anonimato a Berlin años después de su muerte, es sin dudas uno de los mejores cuentos de la colección. La protagonista limpia casas porque su marido alcohólico murió y ella quedó a cargo de sus cuatro hijos y no tiene otra salida. No reniega pero no es aceptada por sus pares, no le es fácil la relación con las mujeres de las casas que limpia y es que ella ve demasiado, observa con obsesión descontrolada el hilo precario del que penden las vidas de la mayoría de nosotros. Este cuento tiene que ser un preferido de Almodóvar, me atrevo a decir.
En “Mi jockey” Berlin refiere su narradora a la época en la que ella misma fue enfermera. Ahora bien, se puede ser enfermera y de urgencias y narrar los cuerpos rotos que llegan a la guardia. Y luego se puede ser Lucia Berlin y cargar de erotismo un cuento breve en el que llegan jockeys con los huesos rotos. Otro de mis preferidos, y espero sea del gusto del director:
Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.
Yendo más allá, más hacia el centro del abismo, en “Punto de vista” Berlin da una clase de escritura:
Quiero decir que si les presentara así a la mujer sobre la que estoy escribiendo… «Soy una mujer de cincuenta y tantos años, soltera. Trabajo en la consulta de un médico. Vuelvo a casa en autobús. Los sábados voy a la lavandería y luego hago la compra en Lucky’s, recojo el Chronicle del domingo y me voy a casa», me dirían: eh, no me agobies.
En cambio, mi historia se abre con: «Cada sábado, después de la lavandería y el supermercado, Henrietta compraba el Chronicle del domingo». Ustedes escucharán todos y cada uno de los detalles compulsivos, obsesivos y aburridos de la vida de esta mujer solo porque está escrita en tercera persona. Caramba, pensarán, si el narrador cree que hay algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será que lo hay. Seguiré leyendo, a ver qué pasa.
Pero ella, Berlin, narra en primera persona. Entonces, en este relato que es un tratado sobre su escritura, hilvana la historia de Henrietta, personaje de ficción, con su propia historia y muestra de manera magistral cómo se construye un relato.
Podría seguir enumerando las razones por las que cada uno de los cuentos de Lucia Berlin merece ser contado en el cine. Entiendo que podemos relacionar este hecho artístico con Shortcuts de Robert Altman, película en la que el director eligió los cuentos más incisivos de Carver. Pero esto puede ser aún mejor, aún más profundo, más intenso, mejor narrado, porque en definitiva Berlin es una versión mejorada de Carver. Los invito a leerla y a esperar que Almódovar haga su arte.
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