“Aíta la muerte”, un cuento de Laura Ortiz Gómez

Infobae Cultura publica un relato de “Sofoco” (Concreto), primer libro de cuentos de la autora colombiana que ganó el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica en 2020

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Detalle de "Ofelia" (1852) de John Everett Millais
Detalle de "Ofelia" (1852) de John Everett Millais

Yo les dije a todos que no fueran a esa tienda, que ese hombre me estaba queriendo invadir el cementerio. Que, si no me respetaban a mí, al menos lo hicieran por la memoria de los muertos. Todo el mundo sabe que merecen su santo sepulcro y su descanso. Si después las ánimas los asustaban, que no vinieran a llorarme. Y es que el muerto de guerra es otra cosa, ¿sabe? Es cosa seria, cosa peluda, cosa callada.

Los míos siempre llegan tiesos. Con una tirantez rara, porque son muertos de río. Están ablandados y rígidos. El agua les llena los pulmones, y cómo pesan. Pesan más que la conciencia. A veces los arrastramos entre varios y van dejando un surco en la tierra y una huella de olor. Usted no sabe lo que es el hedor a muerto. Nadie sabe, hasta que lo ha olido.

En lo fino de la guerra, encontrábamos de a cinco diarios. Por eso le digo, el pueblo se cansó de recoger muertos ajenos. ¿Sabe que los hombres bajan con la panza arriba y las mujeres flotan bocabajo? Eso es raro. Los que no flotan se engarzan en las redes o el remo choca con sus cabezas. Dicen los pescadores que es como toparse con una roca de carne.

Al comienzo la solución era la fosa común. Todos juntos, uno sobre otro, a medio podrir y sin nombre. Y también las partes. Porque también encontrábamos partes, no crea. Lo más impresionante es encontrar una mano. Le agarra a una la sensación de impotencia. El cuerpo que le hace falta se hace más presente. El cuerpo que falta es gigante.

Yo pensaba: Estos que aparecen aquí son los desaparecidos. Y era raro estar en la presencia de una gran ausencia. Como si se colara la vida de la gente por un desagüe y fuera a dar a un paraje donde no tiene sentido esa cara. Como si el Magdalena le borrara la memoria y saliera al otro lado un cuerpo mudo. Un feto. Por eso estaba en contra de las fosas comunes. No me parecía eso de enterrarlos en una orgía, mezclándoles las partes, los olores y las historias. No era digno. Si tuvimos un útero para cada uno, por qué compartir la muerte. Ahí fue que me animé y armé el cementerio. Me pusieron apodos: la Sepulturera, la Animera, la Santamuerte y así. Como me llamo Aíta, el chiste les salía fácil. Decían: Ahí ta’ la animera. Y se carcajeaban, sintiéndose la gran cosa. Aunque, para ser justa, todos ayudaron con lo que podían. Yo les compraba siempre lo mejor. El mejor ataúd, el mejor terciopelo. Somos pobres, morimos mal, pero estamos bien enterrados. Para ahorrar espacio, hicimos un panal de tumbas. Todos sin nombre. Pero, eso sí, separados. Quería resguardarles al menos un pedacito de identidad.

Yo los preparaba. Aguantando el olor y con maña, todo se hace: el peinado, el maquillaje y las uñas. Con el tiempo le encontré el gusto. Acicalar a los cuerpos me llenaba de silencio. Una diría que la guerra es como las películas de acción. Pero no. Es quieta. Más que quieta es monótona. A la gente la matan y la matan y la matan, pero la guerra sigue. Entonces una siente que no se trata ni siquiera de los humanos. Ni de ganar. Ni de enemigos. La guerra no se trata de nada. Es un agujero que escupe muertos.

Como le venía diciendo, preparar cadáveres era una especie de paz. No me malentienda. A ellos ya no les importa nada, ya no quieren nada. Eso es bueno. Le quita a una el calor y la angustia. Todo el día la gente se la pasa pidiendo, forzando la relación con la vida. Pida que pida que pida. De todo piden. Por lo general piden plata, pero también piden favores o atención, venganza y sexo. Los muertos no piden. Eso los hace sagrados. Lo gracioso es que detrás de los difuntos llegaron las pedigüeñas, las señoras que adoptaban muertos, les hacían novenas y les rezaban. Yo decía para adentro: Hay que estar muy perdido para pedirle a la muerte, pero las dejaba. Mantenían lindo el cementerio, todo adornado de cartas y muñecos cursis en fomy, estampitas de santos, veladoras a pila y flores plásticas. Que pidieran las mendigas de Dios, total, me ayudaban. Porque el trabajo era mucho, yo ya le dije.

Y así estuvimos hasta que llegó Elvio, un costeño que apareció a contramano del río. Nada bueno llega contradiciendo el agua. Pero la guerra también hace eso, deja a la gente dando vueltas. Se ve que traía plata porque compró el lote grande al lado del cementerio. Desde el comienzo no me gustó. ¿Quién tiene el mal gusto de comprar tierra junto a los difuntos? Los muertos necesitan un espacio de silencio alrededor. Como quien dice, un colchón de quietud. Si usted llena de ruido un cementerio entonces no hay fallecidos. El ruido es enemigo del recuerdo.

Cuestión que ni saludó. Yo estaba haciéndole el maniquiur a una ene ene, que fue bonita, cuando escuché el ruidajo de las latas con las que paraban una casucha. A Elvio solo le vi la espalda gruesa y sudada. Le oí el vozarrón que daba órdenes a los muchachos. Tenía tres mulas cargadas con mercancía. Válgame, este quería montar una tienda. Como los hombres que traen plata me levantan sospecha, yo decidí no acercarme. A la noche el frenazo de un camión me despertó. Vi por la ventana que descargaban cajones y cajones de cerveza. Ahí sí fue que comenzó mi suplicio.

Elvio puso la competencia a los bares del centro del pueblo. Todos los borrachos de esta parte del barrio que bordea al río descubrieron que no tenían que caminar tanto para agarrar una buena perra. La tenían ahí mismito en sus narices. Cada noche era alboroto, rancheras y riñas. En la mañana el cementerio me amanecía todo meado y vomitado. No le miento si le digo que lo encontré también cagado. Grandes bollos tibios frente al nicho. Imagínese mi furia.

Salí pitada a buscar a las pedigüeñas, que estaban asociadas bajo el nombre de las Damas de los Ángeles. Se reunían todas las tardes para la novena de las ánimas benditas. Yo pensaba que iban a ser mis aliadas naturales en contra del bar de Elvio, pero encontré solo a cinco viejas reunidas que, al verme llegar, se abalanzaron ansiosas y me relataron una red intrincada de peleas y rencores que tenían por culpa de los muertos. Dijeron que habían descubierto que había cadáveres más milagrosos que otros. La competencia de los favores recibidos había desatado la envidia, y la envidia había desatado la traición. Otras, las codiciosas, habían empezado a rezar a los muertos de ellas a escondidas. En venganza, las habían desterrado de la asociación de rezanderas. Me pidieron que mediara en la trifulca y que les dejara claro a las traicioneras que los muertos eran personales e intransferibles. Les respondí que no me interesaban sus peleas. Me miraron entre pasmadas y enfurecidas.

“Sofoco” (Concreto), de Laura Ortiz Gónez
“Sofoco” (Concreto), de Laura Ortiz Gónez

—¿Entonces a qué vino usted, Aíta? —me dijo la más gorda.

Yo les conté de Elvio y los borrachos que cagaban el cementerio. ¿Sabe qué me respondieron las viejas amargadas? Que a ellas tampoco les interesaba mi pelea y que si era tan macha que confrontara al tal Elvio. Figúrese qué viejas más rencorosas.

La cosa fue empeorando porque Elvio se compró un buen equipo de sonido y trajo discos de la capital. Colgó farolitos rojos y azules y mandó a pavimentar un rectángulo que hacía de pista de baile. Con esas mejoras, comenzaron a venir de otros barrios los jóvenes con la cara apendejada de enamoramiento. Y ahí sí que me preocupé, porque usted sabe que el noviazgo de pueblo se consuma en cualquier rinconcito oscuro. Eso sí ya no, culiar encima de los muertos, no.

Pensé que tenía que llevar las cosas más lejos y me fui a hablar con el párroco. Era de esos curas que ahora están de moda. Lampiños, progresistas, casi adolescentes. Cómo extrañé al viejo Naftaleno. Ese sí me hubiera escuchado y hubiera entendido que la muerte es la única cosa respetable que nos queda. No como este otro, que me dio una cátedra de civismo mezclada con enseñanzas de Jesús. Y luego se puso a hablar del proceso de paz y no sé qué otras cosas. Y de tanto hablar de la esperanza y el amor, se le encharcaron sus propios ojitos, conmovido por su palabrería de reinos de Dios, trópicos y paraísos. Me bendijo, se secó la lagrimita y se fue.

Comencé a patrullar por las noches en el cementerio. Con un farolito y haciendo sonar duro los pasos, no vaya y fuera que encontrara alguno en pleno coito. Pero yo ya no estoy para esos trotes, y la falta de sueño me pasó factura. Entonces reforcé el alambrado y comencé a hacer colecta para construir un muro, pero la gente ya no estaba en su esplendor generoso. La pelea con las Damas de los Ángeles y la renovada oferta de alcohol habían menguado la predisposición de la gente para ayudarme. Tampoco ayudó lo del farolito y el patrullaje. Empezaron a decir que se me había corrido el champú y que andaba creyéndome fantasma. Otros decían que yo quería espiar a la gente teniendo sexo. Yo no era que esperara mucho de este pueblo, pero no me imaginé que se pondrían del lado de un gordo aparecido. Pensé que me respetaban, así fuera por los veinticinco años que trabajé como asistente en el centro de salud. Yo mismita, con estas manos, les apliqué inyecciones, les cosí heridas, les limpié la caca, las babas y la sangre. Pero ya usted sabe que la gente es, ante todo, desagradecida. Piden, pero no dan.

A la policía ni hablarle. Era clientela fija del Elvio. No quedaba otra sino ponerle la queja directamente al alcalde. Madrugué ese lunes para estar a primera hora en la administración municipal. Ya para esa altura tenía un legajo de pruebas, que incluían relatos detallados, horas exactas de los avistamientos de invasores, fotos de los residuos corporales y un listado de la clientela fiel del bar. También un croquis dibujado del establecimiento, que ahora tenía pista, tarima, gradas, mesas, sillas, toldos y una barra larga de cemento con butacas.

La secretaria me hizo sentar en la sala de espera toda la mañana. Querían aburrirme. Pero terca sí soy. Así me tuvieron esperando hasta bien entrada la tarde, sin un tinto siquiera, viendo pasar gente al despacho. Gente con la pinta vistosa de ciudad. Mucho movimiento de corbatas, mucho olor a colonia de imitación. Cada hora me paraba y le preguntaba a la secretaria si tardaría mucho el alcalde. Al final creo que le gané por cansancio: desde chiquita que gano por terca.

Cuando por fin pasé al despacho, el alcalde estaba despidiéndose de un gordo. Ahí sí me asusté porque pensé que era Elvio. El corazón me dio un brinco. Pero no era. El gordo se fue y yo tomé asiento.

—Doña Aíta, dichosos los ojos que la ven —me saludó zalamero.

—Ni tan dichosos —le dije, para cortarle la falsa cortesía—. Mire, señor alcalde. Yo vengo por algo serio. Usted sabe que yo no soy de las que van por ahí echando que ja, ni armando chisme, ni generando rencillas. Pero este asunto del bar junto al cementerio se está saliendo de las manos. Bien pueda mire esta información detallada que le traigo.

Él me miró con esa carita socarrona y recibió la carpeta. Es que cuando una mujer pasa de los cuarenta, los hombres ya ni se esfuerzan en ocultar que se sienten superiores. Como una ya no tiene las tetas turgentes, la miran con esa compasión taimada con la que tratan a los animales y los niños. Yo le aguanté la mirada muy seria, hasta que se puso a hojear el folio. Créame cuando le digo que se rió en voz alta cuando vio las fotos de las cacas. Yo apreté el culo y lo miré muy directo, enfocando el centro de su frente.

—Muy bien, doña Aíta, déjeme revisar esto con mi secretario de planeación y en unos días le tenemos respuesta.

Yo me planté.

—Ningunos días, señor alcalde. Esto lo revisamos hoy. Llamó al abogado y hablaron en la parte de atrás del despacho.

Al rato, muy serios y adulones, me informaron que, si quería dar curso legal a mi querella, tenía que demandar a medio pueblo, pues los que invadían el cementerio eran las personas y no el Elvio. Que él estaba en todo su derecho a tener un establecimiento de orden comercial. Me dieron una tarjeta doblada con el teléfono de un abogado en Bogotá y me cerraron la puerta en la nariz.

No me quedaba claro si le tenían miedo al Elvio por que estaba metido en cosas raras. O si al pueblo entero eso de la guerra ya lo tenía tan harto que solo querían baile, borrachera y penetración. Volví a la casa, derrotada. Para colmo, Elvio inauguraba la tarima con música en vivo. Vallenato ventiao. Me costó dormirme porque el sonido del bajo me rebotaba en el cuerpo, yo sentía como una doble taquicardia. Adivine con quién me soñé esa noche. Estaba él destrozando el cementerio con un mazo. Pero parecía como bailando. A pesar de ser gordo, su cuerpo se veía ingrávido. Y cada golpe tenía ritmo y gracia. Yo me le acercaba por detrás y quería detenerlo. Cuando le tocaba el hombro, aparecía más lejos, haciendo lo mismo. Volaban pedazos de tumbas y pedazos de muerto. Se oían como risas de niños a lo lejos.

Me desperté sudada. Caí en la cuenta de que nunca le había visto la cara al tipo. Para mí él era una espalda enorme y un vozarrón. La música seguía sonando. El augurio estaba muy claro: tenía que verle la cara a este hombre o si no iba a acabar con el cementerio. Así que me puse el vestido y unas chanclas y salí disparada. Caminé muy rápido por la verraquera que traía. Venía repitiendo en la cabeza las frases justas de indignación. Si me va a matar, que me mate, pero yo a este no me lo aguanto.

Laura Ortiz Gónez (Foto: Catalina Bartolomé)
Laura Ortiz Gónez (Foto: Catalina Bartolomé)

Llegué sofocada. Le puedo jurar que ahí estaba todo el pueblo. No solo bailaban de a parejas normales: bailaban también hombre con hombre y mujer con mujer. A decir verdad, era hasta bonito, tantos farolitos de colores harían creer a cualquiera que era cierto ese cuento del cura del paraíso tropical. Del toldo colgaban veraneras florecidas. La luna estaba creciente. En cada mesa había velas y las caras de las personas se veían todas relucientes de luz amarilla. Ni bien puse el pie en la entrada del bar, el vallenato se detuvo y comenzó a sonar ese bolero tremendo de Julio Jaramillo, ese que se llama “Ódiame”. Ese que dice: Ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia, odio quiero más que indiferencia porque el rencor hiere menos que el olvido.

En esas, vi al fondo del bar la inconfundible espalda de Elvio. Como si me presintiera, se volteó. Desde lejos me clavó la mirada. Yo quedé medio aturdida. La cara con la que tanto había fantaseado no coincidía con esta que ahora me miraba. Yo lo hacía fofo, viejo y demoníaco. Resulta que tenía mandíbula cuadrada, un arco dulce en las cejas, mechones blancos alborotados y una barba rala, como de cinco días. Me dio un brinco la panza. Igual apreté las nalgas y seguí adelante, yo ya estoy muy vieja para que me derroten un par de ojos bonitos. A mí esta rabia no me la quitaba ni Pedro Infante en persona.

Ni bien llegué a su mesa, Elvio se paró y sonriendo me cantó esa parte del bolero que sonaba, esa que dice: Pero ten presente de acuerdo a la experiencia que tan solo se odia lo querido. Me dio gracia. Era un bobo ocurrente.

—No se confunda, Elvio, yo no lo odio a usted sino a su antro. —Y ahí le dio gracia a él, y corrió una silla para que me sentara.

Yo quería despacharme ahí mismito con los reclamos, pero el Elvio me detuvo en seco y me dijo que al menos compartiéramos un trago, y me sirvió una copa de aguardiente muy llena. Yo me la tomé porque me servía para darme valor. Aprovechó que tenía la boca llena para comenzar la conversación.

—Dígame, Aíta, ¿lo que le gusta de los muertos es el silencio?

Cuando decía mi nombre se le venía un vozarrón profundo que, para decirle la verdad, me hacía temblar debajo de la barriga. Qué pregunta más rara para hacer, ¿no cree? Yo le dije que sí, que me gustaba que los difuntos estaban más allá del bien y del mal. Diluidos pero presentes. Como meter la cabeza debajo del Magdalena por la noche. No se oye nada, pero algo se oye. Le dije todo eso sin sentirme traicionera. Lo bueno de los enemigos es que escuchan, en eso se parecen a los muertos. Se quedó mirándome como mascando algo. Y de la nada estiró un dedo y me rozó la mano.

—Ay, mi Aíta, si usted supiera que una buena fiesta también es como meter la cabeza debajo de un río. El roce me pasó una electricidad tremenda y me dieron ganas de pararme, pero no pude. Elvio ya había acercado la silla y su rodilla se abría camino por entre mis piernas. —Quién le dijo que soy suya —dije bajito.

—Es una manera de decir, no se me ofenda. Nadie es de nadie. Y nada es de nada —dijo mientras seguía presionando lo justo, con su rodilla, en mi calzón.

No vaya a creer que yo era virgen. Eso es imposible hasta en un pueblo pequeño. Pero eso que me estaba pasando, nunca pero nunca. Yo trataba de poner cara de no es conmigo. Me sirvió otra de aguardiente y me dijo que por qué no le mostraba el cementerio. No me crea ingenua, pero parecía interesado de verdad. Nos fuimos caminando de la mano, como dos niños. O, mejor le digo, como dos adolescentes. Qué vergüenza. Nos fuimos por atrás del bar.

Entre el pastizal no se veía nada. Me dejé llevar como una ciega por entre la tiniebla. El pasto crecido me hacía cosquillas en los muslos. En la mano del Elvio encontraba un rumbo, sentía esa mano como si fuera todo él. El Elvio era una fuerza de gravedad. En la oscuridad llegamos a un lugar que no era el cementerio. Me alzó y me puso sobre una hamaca, y yo quedé ahí columpiándome como una niña, con las piernas colgando. En ese momento me agarró una vergüenza horrible porque pude ver, como quien ve una novela, a dos viejos escabullidos en la noche. Y pensé: Por Dios, Aíta, qué ridiculez. Pegué un brinco, aterricé frente a él, aunque no lo veía.

—Ya estamos viejos —le dije, adivinando su cara en la oscuridad.

—Sí, pero no estamos muertos. Si quiere, yo puedo hacerla sentir silencio.

Me puso la mano en la espalda y me atrajo hacia su cuerpo. Mi cabeza se hundió en algo esponjoso que podía ser su pecho o su cuello o vaya usted a saber. Tenía razón porque al apoyar la cabeza se interrumpió eso de mirar nos desde afuera.

Yo le cuento esto para que me entienda, no vaya a creer que es por morbosa. ¿Si no le cuento a usted, entonces a quién? Me senté en la hamaca otra vez. Elvio puso una mano en cada rodilla, su cabeza avanzaba en medio de mis piernas, boté la cabeza para atrás, mi tronco se reposó en la hamaca. Su lengua, como culebra húmeda, se abrió paso por mi calzón. Todo se hizo agua, tanta agua, como la desembocadura del Magdalena en Bocas de Ceniza. Agua que salía, agua que entraba. Cuando la inundación confundía las corrientes, me palpitaba todo como pidiendo. Para qué le cuento más, si usted ya se lo imagina. ¿No cierto? Tampoco es que sea un misterio cómo se hace el amor, pero le confieso que yo no sabía que se podía meter la lengua por allí, ni que se podía una volver de agua, ni que después de gemir viene el silencio.

Me desperté al otro día sola en esa hamaca. Ni bien abrí los ojos se me vino encima una ráfaga de pudor, se me venían imágenes a la cabeza tan grotescas que ni le cuento. Como si pudiera verme todas esas caras y esos ruidos que yo misma había hecho esa noche. Me veía a mí misma patiabierta en esa hamaca con la cara del demonio sobándome la cucaracha. Sentí mucho asco y muchas ganas de bajar al río a bañarme. El sol me chamuscaba el cuero cabelludo y podía sentir el olor a Elvio en mi ropa y mi pelo.

Bajé. No había río. No se imagina mi impresión, era peor que ver un cadáver. Solo había un barrizal que olía a mierda, millones de peces coleteando, basura, lanchas encalladas como ballenatos muertos, tablas, pedazos de tejas y una chancla clavada. Había personas en descomposición. Oí a un pescador que puteaba a la hidroeléctrica y disparaba tiros al aire con una escopeta. Más allá la gente lloraba. Era un calor bien sofocante. Yo me toqué el vientre, y ahí fue cuando me vino la certeza de que Elvio me había embarazado.

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