Bohumil Hrabal (Brno, 1914 – Praga, 1997) acababa de iniciar su carrera literaria cuando el comunismo llegó al poder en Checoslovaquia. Su primer libro de poemas fue rápidamente prohibido y recién logró volver a publicar con cierta asiduidad –y por poco tiempo− desde mediados de los ‘60. En medio tuvo varios oficios y, entre ellos, trabajó en una planta de reciclaje de papel. Algo de esa experiencia emerge en la arrolladora ficción de Una soledad demasiado ruidosa. Reeditada por Galaxia Gutenberg en 2020, la novela de Hrabal se publicó originalmente en 1976. Y sin embargo, y a pesar de los años, su novedad es indiscutible.
La voz de Hanta, el narrador de esta novela de Hrabal, no habla solamente desde una circunstancia histórica local: lo hace desde la inminente caída de un mundo, de una forma entera de existencia. “Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y esta es mi love story”, dice al inicio del relato. Sin eximirse de cierta ironía, la novela comienza con su inscripción inesperada en el género del amor, de las historias de amor. ¿Pero qué amor puede contarnos este personaje cuya entrega poética se orienta por entero a la biblioclastia? Sin dudas, un amor inesperado, un amor propio del desesperado mundo en el que tiene lugar: el amor incondicional a los libros y también a la vieja máquina que los destruye. Es tan clara y poderosa esa contradicción íntima que el propio Hanta confiesa: “tengo la sensación física de ser, yo también, un paquete de libros prensados, de que en mi interior arde una llama como la de un calentador o una nevera de gas, una lucecita que nunca se apaga, un fuego que alimento diariamente con el aceite de los pensamientos, de las ideas que a pesar de mí mismo leo en los libros mientras trabajo y que ahora me llevo a casa en la cartera”.
Los días de Hanta avanzan pesadamente entre cúmulos de papel prensado en cuyo centro ubica –como regalo, como ofrenda hacia la nada− preciados libros que rescata entre el descarte de papel. En esas coordenadas avanza la morosa historia de amor entre Hanta y las cosas, entre el narrador y la experiencia cotidiana que lo obliga, indolente y constante, a la aniquilación de la biblioteca infinita. Una actividad cuya rutina lo sostiene sin ahorrarle, por otra parte, el ambiguo deseo de preservar ciertos hallazgos librescos de la destrucción y del olvido.
Si algo inevitablemente nos captura es la constitución extraordinaria de esa voz, de ese territorio mítico que –sólo por simple convención− puede llamarse personaje. El personaje que construye Hrabal es de una contrariedad arrolladora: casi como remedo del oxímoron que habita en el título (¿cuán ruidosa puede ser la soledad?), el registro que el personaje desarrolla nos pone en alerta, contraponiendo a cada paso lo brutal y lo sublime.
Hace treinta y cinco años que el protagonista tritura papel. Salva libros que ama y, cuando no los sacrifica al corazón de la prensa, los acumula en el baldaquín sobre su cama, arriesgando su sueño nocturno, cada noche, bajo el peso de dos toneladas de libros. Mientras el lector aguarda ese derrumbe probable, la narración deriva entre apariciones de Schopenhauer, apreciaciones de Hegel y elucubraciones sobre los ejércitos de ratones que subyacen a Praga. No en vano este hombre de cuya ropa suelen saltar roedores, que sueña con retirarse comprando la propia máquina que lo ha sometido a prensar papel durante décadas, llega a afirmar con total claridad: “Realmente, para hacer bien este trabajo uno tendría que ser teólogo”.
Hanta es un solitario, el detritus poético −cuasi beckettiano− de un sistema cuya censura concretizaba fantasías mucho más terribles que las que había ensayado la ciencia ficción en obras como Fahrenheit 451 (publicada por primera vez en 1953). En Hrabal (como en Kafka) la pesadilla distópica se torna burocracia, se vuelca a lo siniestro, o lo que es decir, a lo monstruoso totalmente naturalizado dentro de lo cotidiano.
Y sin embargo sería errónea la impresión de que la lectura de esta novela irradia mera oscuridad. Lejos del clima agobiante que podría dictar su universo, el narrador nos sorprende a cada paso con sus digresiones literarias, metafísicas, con la descripción de sus vínculos imposibles, de sus ebriedades, de los detalles deslumbrantes del margen, de la tecnificación del mal. Ahí, en el hueco silente donde toda una cultura está siendo triturada, Hrabal señala una extraña flor entre las ruinas. Una flor carente de alegría y rotunda, sin embargo, como la melancólica belleza de un mundo que se apaga; de una interminable biblioteca que, sin compasión, es devorada por el criterio brutal de una humanidad enloquecida.
* Mariano Saba es dramaturgo, director y actor. También investigador adjunto del Conicet y doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde da clases de literatura española. Escribió y dirigió más de una decena de obras que han recibido menciones y premios. Entre sus trabajos más recientes se cuentan El equilibrista, escrita en co-autoría con Patricio Abadi y Mauricio Dayub, y Tibio, unipersonal con Horacio Roca que estuvo en cartel en Moscú Teatro a fines de 2021.
SEGUIR LEYENDO: