Todo proyecto de vida es la historia de una obsesión. La de Mauricio Birabent fue Chivilcoy. Murió el 18 de enero de 1982, hace cuarenta años exactos, y nació en 1905 en una estancia dentro de ese gigantesco paisaje monótono que alternaba animales, árboles, algunos montes, pocas construcciones y mucho desierto verde. La historia no es tan vieja: cuando Birabent nació, Chivilcoy se había fundado hacía apenas medio siglo, el 22 de octubre de 1853. Las circunstancias eran confusas, imprecisas. No había o pasado tanto tiempo, podía esclarecer la escena germinal. Por eso su obsesión: no sólo quería y deseaba, necesitaba desentramar el origen de su tierra, definir su identidad, contar su historia. ¿Acaso un pueblo sin historia no es la mismísima nada?
Chivilcoy, la fundación de un pasado comienza con la voz en off de su director, Gerardo Panero, citando a David Viñas: “Toda sociedad se funda sobre una metáfora”. En la pantalla, la cámara, presumiblemente sobre un helicóptero, muestra la ciudad desde la altura, las calles rectas, la membrana plateada en las terrazas y las copas de los árboles furiosamente verdes. El documental es de 2011, dura 26 minutos y está guionado por Hernán Ronsino. Historiadores, periodistas y estudiosos de Chivilcoy señalan en este cortometraje algo insoslayable: que nadie investigó mejor que Birabent a Chivilcoy, sin embargo los vacíos de conocimiento que no lograba llenar con Historia los tapó con Literatura. Y Birabent, dice Panero, “deja de ser historiador para convertirse en escritor”.
Birabent venía de una familia que se permitía imaginar a sus hijos como los profesionales del futuro: estudió en la Capital, se recibió de bachiller en el Colegio Nacional Rivadavia y entró en la Universidad de Buenos Aires para conseguir su título de Ingeniero Agrónomo. Como leía y escribía con esmero, y tenía una pulsión que hoy llamamos curiosidad, se volvió periodista. Empezó escribiendo en La Razón y más tarde fundó Claridad, ambos diarios chivilcoyanos. Tenía 29 años cuando publicó El pueblo de Sarmiento —Chivilcoy, por supuesto, “la Perla del Oeste”—, su primer libro pero también el primer libro que narra la historia del pueblo. Lo escribe porque la obsesión ya no era caprichosa, personal, íntima, sino que debía visibilizarla para limpiar la imagen de Chivilcoy. Pero, ¿limpiarla de qué?
En 1933, cuando se le designó el ordenamiento del Archivo Municipal, leyó cómo los porteños veían su pueblo: decían que sus fundadores eran una “bandada de chacareros brutos”. Y no hay nada peor que martillar sobre el orgullo de un pueblerino; no hay nada peor que desafiarlo. El pueblo de Sarmiento fue la primera respuesta de Birabent a un debate que se veía a nivel nacional: de un lado, Buenos Aires creciendo a pasos agigantados, devorando la naturaleza, las costumbres de los márgenes; del otro, los pueblos de las provincias intentando contar sus propias historias. Con este libro, Birabent retoma los “papeles” del poeta y tradicionalista Sebastián Barrancos y los relatos orales de los lugareños. Construye —y de alguna forma “inventa”— la historia de Chivilcoy.
¿Por qué “el pueblo de Sarmiento”? El tiempo pone a Domingo Faustino Sarmiento en Chivilcoy el 3 de octubre de 1868, días antes que asumiera como Presidente de la Nación, dando un efusivo discurso. En realidad comenzó a tomar contacto con los vecinos mucho antes: en su paso con el Ejército Grande de Urquiza. En la cabeza de Sarmiento había un mapa de ciudades nuevas e inteligentes. Por eso le encomendó a Manuel Villarino que comience a edificar. Su modelo a seguir era la novedosa Baltimore, una ciudad trazada a regla y compás en los Estados Unidos de América. Aquella tarde de 1868 dijo: “Chivilcoy está aquí, como un libro con lindas láminas ilustrativas que habla a los ojos, a la razón, al corazón también; y sin embargo, no siempre ni todos leen con provecho sus brillantes páginas”.
Chivilcoy es una ciudad geométrica: una plaza en el medio, cuatro avenidas que brotan de su corazón como venas hacia los puntos cardinales y circunvalaciones con forma de cruces que un drone sensible podría catalogar como anillos matemáticos. Antes, mucho antes, era otra cosa. Hacia 1840 existía el antiguo partido de Guardia de Luján, un conglomerado de campos silvestres donde los vecinos vivían solitarias y lentas rutinas. Al no tener una iglesia cerca para orar decidieron enviarle una solicitud al entonces presidente Juan Manuel de Rosas para que fundara un nuevo partido; accedió y nació un Chivilcoy primitivo, extenso y voluptuoso en el que aún dormían futuras ciudades como Chacabuco y 25 de mayo. El momento clave es la fundación. Ahí nace la obsesión de Birabent.
El símbolo de la fundación de Chivilcoy es una pala. La historia es un clásico. Birabent la conoce e investiga con la rigurosidad que amerita el caso, pero las circunstancias son confusas, imprecisas. En Chivilcoy: la región y las chacras, su libro de 1941, cuenta lo que pudo recabar: once vecinos reunidos en la chacra de Federico Soarez discuten sobre el procedimiento de la fundación y el lugar donde se clavará “la pala nueva” para definir “el centro exacto del futuro pueblo”. Es 21 de octubre de 1854, mediodía y hace calor. Los once vecinos degustan un almuerzo criollo, no se ponen de acuerdo. Pasa la tarde, la noche, y llega el alba. Deciden salir. Una caravana de caballos, pala en mano y “útiles de escritorio necesarios para levantar el acta”. Recorren la zona; ahora son las cuatro de la tarde.
La conversación sobre la conveniencia de ciertos lugares se rompe cuando cuatro de los vecinos apuran el galope y, de pronto, lo que Birabent está narrando es una escena de acción, de persecución, entre hormigueros, vizcacheras y matas de paja. “Valentín Coria, joven y ágil, tomó la disputada pala y corrió con ella, perseguido por los demás compañeros empeñados en darle alcance. Finalmente fue rodeado y volteado, pero ya la hoja bruñida del instrumento estaba reciamente hincada en tierra, marcando el centro de la nueva población”, escribe. Ese lugar donde la pala fue clavada como la versión pampeana de la espada del Rey Arturo hoy es la plaza principal, el centro absoluto de toda la ciudad. Es una historia narrada por el mito popular, es una historia literaria.
También es literatura la palabra Chivilcoy porque habla de misterios. Birabent narra el contexto original, el cruce entre los pueblos originarios, el hombre blanco, los gauchos, el exterminio. Expone las diferentes hipótesis, que significa “zona de abundante agua” en araucano; también que es el nombre de un cacique. “¿Qué significa Chivilcoy? ¿Habrá sido ese mismo, el primitivo nombre impuesto por los indios al lugar, o las tradiciones sucesivas y los errores gráficos, muy frecuentes en los viejos documentos, habrán transformado profundamente su morfología original? ¿Será como otras tantas regiones del país, adornadas con nombres de sabor indígena, pero tan transformados que no significan otra cosa que el rastro de una idea perdida para siempre en el tiempo?”, reflexiona en Chivilcoy: la región y las chacras.
De pronto la Historia, así, con mayúsculas, no alcanza. Por eso, como escribe Birabent en El pueblo de Sarmiento, es necesario un “aliviador interludio”: la ficción. En palabras de Gerardo Panero, “le cede la palabra a la fantasía”. Algo de ese tufillo literario, épico, olfateó Sarmiento cuando pronunció su discurso en 1868: ”Les prometo hacer cien Chivilcoy en los seis años de mi gobierno, con tierra para cada padre de familia, y con escuelas para sus hijos”. Envalentonado, dice que Chivilcoy será “el pionero” y que demostrará que “la pampa no está condenada, como se pretende, a dar exclusivamente pasto a los animales, sino que en pocos años, aquí, como en todo el territorio, ha de ser luego asiento de pueblos libres, trabajadores y felices”. Basta con cerrar los ojos para imaginar la escena
Hace apenas unos meses, Marcelo Mosqueira, Enrique Balbo Falivene y Federico Capobianco llevaron el método de Birabent al extremo en el cómic El viaje de Rolo, donde la historia de la pala, esa fantasía, ese mito, esa literatura, se vuelve fantástica y fluye libre sin más andariveles que los de la imaginación. Un niño tiene que encontrar una pala que tiene poderes; con ella podrá hacer aparecer a su padre, perdido hace días, desaparecido, secuestrado. Hoy ese símbolo literario que se agiganta con el tiempo está en el centro de la ciudad, en la plaza principal, en las manos del monumento a Valentín Coria y los fundadores. Es una estatua gigante: un robusto hombre en cueros se apoya sobre la pala mientras observa el horizonte que se monta por la Avenida Villarino: el futuro.
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