El negocio de las editoriales científicas se ha convertido en uno particularmente rentable. Los beneficios empresariales, cifrados en varios miles de millones de euros, son solo comparables a los de las grandes empresas tecnológicas. Pero no se trata solamente de un negocio lucrativo. Las editoriales científicas han transformado profundamente las reglas sobre cómo se desempeña lo que para muchos es el mayor espectáculo del mundo: la ciencia y su avance.
Este artículo analiza algunas de las figuras más destacadas en la evolución de las editoriales científicas, junto con su influencia sobre la práctica misma de la ciencia.
El gigante editorial Pergamon Press
La que tal vez fuera la primera editorial moderna, Pergamon Press, fue fundada en 1951 por Robert Maxwell. Maxwell atraía a los científicos más afamados en diferentes campos: viajaba a congresos y los seducía para fundar y editar nuevas revistas especializadas en su campo. A cambio, les ofrecía financiación para congresos, distinción académica y oportunidades para su crecimiento profesional.
Ser editor académico de una revista es un mérito de prestigio: un prurito de distinción que no está al alcance de cualquiera. El editor debe nombrar a los editores asociados y atraer nuevos artículos. Este negocio es atractivo ya que ninguno de los involucrados en la creación de contenidos cobra: ni los editores asociados, ni los autores, ni los revisores de los artículos.
El crecimiento de Pergamon en sus primeros años fue vertiginoso. Llegó a los 150 títulos en sus primeros 15 años y a las 700 revistas y 7.000 monografías al final de sus 40 años de vida.
Pero Maxwell buscaba erigir todo un imperio en la comunicación yendo más allá de la ciencia. Con más dinero que cabeza, y con más deudas todavía, acabaría encarnando el prototipo de magnate mafioso y fraudulento.
Su fundador tuvo que vender Pergamon a Elsevier, la editorial científica que tomaría entonces el testigo como la principal del mundo. Maxwell fallecía en las Canarias, en circunstancias todavía no esclarecidas, apenas unos meses después de esa venta en 1991.
Cell Press, la editorial elitista de Benjamín Lewin
Pergamon solo buscaba artículos científicamente correctos: que pasaran la revisión por pares. Por aquellos tiempos, ningún científico daba importancia a qué revista publicaba su artículo. Lo importante era el contenido y no la casa. Pero las cosas cambiarían a partir de 1974.
Benjamín Lewin, entonces un joven biólogo molecular, fundó la revista Cell y, posteriormente, la editorial Cell Press. Esta revista destacaría por su carácter elitista y en poco tiempo logró rivalizar con Science y Nature. Cell solo aceptaba trabajos excepcionales. Publicar en sus páginas se convirtió en señal de prestigio.
Lewin entendió que la vanidad en algunos científicos era comparable, cuando no mayor, a su ingenio, y les convenció de que publicar en Cell proporcionaba un sello de calidad. Así es como el escenario iría cambiando: ya no bastaba con publicar, sino que se debía hacer en revistas de prestigio. Pero ¿quién medía ese prestigio?
El índice de impacto de Eugenio Garfield
Un bibliotecario norteamericano, Eugenio Garfield, desarrolló en la década de los 60 el “factor de impacto”. Se trata de un índice que mide el promedio normalizado de citas recibidas en los dos últimos años.
Garfield y su empresa, conocida como Instituto para la Información Científica (ISI, por sus siglas en inglés), también desarrollaron índices para medir qué artículos eran los más citados (highly cited paper o citation classics), así como los autores de artículos altamente citados (highly cited scientists). Se trata de una estrategia de mercado inteligente ya que casi todas las universidades cuentan con algún artículo o científico dentro de esa categoría, por lo que les sirve de reclamo.
Repercusiones
Los índices bibliométricos y el prestigio de la revista irían poco a poco conformando el tablero en el que se desempeña el oficio científico. Las instituciones adoptaron este modelo para dotar a la evaluación científica de una aureola de objetividad. Permite cargar los méritos sobre la balanza y ver de qué lado bascula.
Y así, asemejando la actividad científica a la del paleta que trabaja a destajo, se deshumaniza la actividad científica. Los aspirantes a científicos ya no buscan el avance de la humanidad, sino que se transforman en escribidores de artículos de impacto. Deberán desarrollar estrategias de tahúr para sobrevivir a las reglas de un juego que han sido dictadas por empresas editoriales y bibliométricas.
La escena científica actual consta casi exclusivamente de estudios centrados en sortear el filtro editorial de prestigio y rápidos para no mermar la mal llamada productividad científica. Una práctica que, por otro lado, tiene efectos muy positivos, como la vertiginosa carrera que hemos visto recientemente en busca de una vacuna eficaz y segura en tiempos de pandemia.
Pero que también tiene un precio. Las investigaciones más creativas y arriesgadas languidecen bajo un sistema donde los cancerberos editoriales les dificultan el paso. También lo hacen aquellas que mejoran los sistemas productivos o que son de aplicación al mundo profesional, alejado del académico.
El espacio para las monografías, y todo aquel trabajo sesudo que requiera de varias décadas de investigación, es cada vez más reducido. Y así, poco a poco, se vacía la despensa de investigaciones básicas, que son las que realmente hacen avanzar el conocimiento.
* El autor es profesor de Incendios Forestales y Cambio Global en PVCF-Agrotecnio, de la Universitat de Lleida.
Publicada originalmente en The Conversation.
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