Mi madre lo decía con total naturalidad, seguramente porque creía en el encanto de la imagen y pensaba que para nosotras podía ser algo bonito de escuchar. “Como yo era tan joven, criarlas fue como seguir jugando a las muñecas”, eso decía mi madre, que nos tuvo a los 20 y a los 22 años, a comienzos de la década del 60, cuando algunas mujeres de su generación ya comenzaban a cuestionar duramente la maternidad. Mi hermana menor y yo crecimos escuchando eso, cómo nos alimentaba, nos vestía y nos acunaba una mujer que siguió jugando a las muñecas ya de adulta. Nunca hablé con ella en términos de deseo, quiero decir, nuestra mamá aseguraba haber querido tener hijos, tenernos. Lo consideraba un hecho natural, había que casarse y tener hijos y ella había podido hacerlo. Les ahorro las conclusiones: ser madre no es ni se parece a jugar a las muñecas pero no es tiempo de reclamos familiares sino de reelaboración de ideas y de nuevas miradas sobre cuestiones viejas como el origen de los tiempos. Mi madre -atravesada por su desconocimiento y, por qué no, su ilusión, en una época que todavía glorificaba la maternidad-, hizo lo que pudo. Como todas seguimos haciendo lo que podemos, también hoy.
El estreno de La hija oscura en Netflix produjo una modesta revolución en materia de discusión pública de temas que hasta no hace mucho eran privados o, al menos, mantenidos en reserva. O, mejor, sinceremos los términos: de temas de los que no se hablaban. Sobre esta línea de debate de la película de Maggie Gyllenhaal con Olivia Colman y Jessey Buckley basada en una de las primeras novelas de la bestseller (¿o del bestseller?) Elena Ferrante, recomiendo con fervor esta lectura que hizo días atrás Mercedes Funes en Infobae.
No es sencillo resumir la historia, plena de ángulos interesantes, pero para simplificar, la película cuenta la historia de Leda, una profesora de literatura de 48 años que llega a una isla griega de vacaciones. Llega sola. Su encuentro con una familia abultada e intensa y, fundamentalmente, con una de las integrantes de esa familia, Nina, una madre joven y abrumada, la devuelve a su propia juventud y a su propia y abrumada maternidad de dos niñas, cuando estaba casada con otro intelectual de su misma edad.
Son estas escenas las más angustiantes y, también, las que convierten a la protagonista en el centro de los cuestionamientos en el balance final de la historia ya que Leda se enamora de otro hombre y deja a su marido y a sus hijas pequeñas para vivir su arrolladora pasión y también para apuntalar su carrera. Tres años después, la mujer recupera el vínculo con las chicas, que se continúa hasta el presente. Pero hay una falla de origen y es que Leda no pudo en su momento con esa “responsabilidad enorme” de la maternidad, como la describe: fracasó, no fue la madraza ideal y seguramente no la convencía “jugar a las muñecas” (¿será por eso, tal vez, que juega ahora, de grande, y en el colmo de la perversión?).
La película, como dije recién, tiene una gran cantidad de ángulos de análisis y las actuaciones son realmente buenas: lo que hace Olivia Colman es conmovedor pero la actuación de Buckley, como Leda joven, con su rostro enigmático y ausente, es sencillamente brillante. Hay un momento, una escena, que me dejó tildada por todo lo que dicen esos segundos: Leda habla con su amante por celular mientras las nenas juegan en la plaza. El discurso erótico y clandestino y la crianza a la luz del día, al mismo tiempo, con una misma protagonista...
Todavía hoy cuesta pensar que pueda haber un sentimiento más fuerte que el amor por los hijos, los estereotipos llevan siglos, pero quién alguna vez no deseó salir eyectada de manera definitiva durante los largos años de obligaciones maternales non stop. Y, sin embargo, esas nenitas pidiendo que su mamá las mire. Y así podríamos seguir eternamente, tan de contradictoria es la vida, tan de contradictoria es la maternidad.
Cuestionar a las madres que desisten de la crianza o que, durante ese proceso ponen los ojos más allá de esa tarea y más allá de su casa, ha sido frecuentemente tema de la ficción en todos sus formatos, ya para fortalecer los estereotipos como para intentar esmerilarlos. Aquí, algunas de ellas.
Madame Bovary, de Gustave Flaubert.
Es una de las novelas más relevantes de la historia de la literatura y no solo por la historia que cuenta sino por los procedimientos narrativos, que fueron revolucionarios en su momento y que aún se estudian. Escrita y publicada a la manera de folletín en La Revue de París a lo largo del año 1856, la novela es editada como libro en 1857.
Enmarcada dentro del realismo como género, la novela cuenta la insatisfacción de Emma, voraz lectora de novelas románticas y ambiciosa joven que termina casada con Charles, un médico sin atractivos que la adora pero que no le procura el entusiasmo y la pasión que sus ficciones favoritas le prometían. El aburrimiento y las presiones del mundo burgués y la vida de provincia la enferman; se convierte en madre de una niña, y busca el verdadero amor primero en Rodolfo, un hombre frívolo y narcisista y luego en León, un joven más romántico que la propia Emma.
Desde su lugar de hombre rechazado y lejos del estilo prepotente de los hombres de su tiempo, Charles busca infructuosamente hacerla feliz. Víctima de un comerciante inescrupuloso, Emma se endeuda y lleva a su familia a la ruina. Hay suicidio, hay tragedia, hay un destino empobrecido para Berthe, la hija de Emma. En su gran ensayo La orgía perpetua, Mario Vargas Llosa buscaba explicar los límites para la felicidad de la señora Bovary, en una sociedad que no permitía las mismas satisfacciones y placeres a hombres y mujeres.
“La tragedia de Emma es no ser libre. La esclavitud se le aparece a ella no sólo como producto de su clase social —pequeña burguesía mediatizada por determinados medios de vida y prejuicios— y de su condición de provinciana —mundo mínimo donde las posibilidades de hacer algo son escasas—, sino también, y quizá sobre todo, como consecuencia de ser mujer. En la realidad ficticia, ser mujer constriñe, cierra puertas, condena a opciones más mediocres que las del hombre.”
Adúltera, mala madre: así la veían y calificaban a Emma, aunque los mayores críticos de la novela y del personaje entendían que Flaubert no había lo suficientemente duro con ella por lo que la novela era peligrosa porque no había claridad en la condena a la pecadora y, con su historia ,inducía a la lascivia. Así fue cómo lo que empezó como escándalo social terminó en tribunales por considerar a la ficción “una afrenta a la conducta decente y la moralidad religiosa”. Los acusados fueron el autor, Flaubert, y sus editores.
Los acusados fueron finalmente absueltos, pero, atragantado de moralidad, el fallo consiguió poner el acento en el daño que provocan las malas lecturas. Según el veredicto, Emma es “una mujer que aspira a un mundo y sociedad que no le corresponden que, descontenta con la condición que el destino le asignó, olvida sus deberes de madre, falta a los de esposa, introduciendo adulterio y ruina en su hogar...”. Y todo esto, el “descarrilamiento” de su conducta, fueron motivados por la lectura, con lo que quedaban demostrados “los peligros que resultan de una educación inapropiada para el medio en el que se debe vivir”, según argumentaban los jueces.
Madame Bovary puede leerse en diversas ediciones (hay una relativamente nueva y muy buena, traducida por Jorge Fondebrider para Eterna Cadencia) y hubo varias versiones cinematográficas, la más famosa la de Claude Chabrol, en los años 90, con una Isabelle Huppert desesperada, ansiosa e inolvidable.
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Un amor cualquiera, de Jane Smiley
Rachel tiene poco más de 50 años y cinco hijos y, aunque en un comienzo vivía con ellos, perdió su tenencia luego de contarle a su marido, Pat, que le estaba siendo infiel con un vecino. La reacción del hombre herido en su orgullo fue llevarse consigo a los chicos muy lejos, para que ella pagara su culpa con la soledad. Con los años, Rachel consigue de a poco volver a ver a sus hijos; alguno va a vivir con ella, otros ya nunca lo harán. Algunos le siguen mostrando amor, otros no consiguen hacerlo. El presente del relato es el momento en que varios miembros de la familia se reúnen en la casa materna porque uno de los hijos regresa de una larga estadía en la India. El encuentro resultará un momento clave en la vida de todos por lo que se dice por primera vez.
La escritora norteamericana Jane Smiley escribió en los años 80 Un amor cualquiera, un relato en el que analiza lo que ocurría todavía entonces con las mujeres que se atrevían a seguir su deseo. Lo hace por medio de una historia conmovedora, igual que otra de sus novelas de entonces, La edad del desconsuelo (así llama ella al período de los 30 años, cuando advertimos que la felicidad perfecta no existe y que la insatisfacción corroe el alma más allá de como elijamos vivir), en la que también es una mujer quien comienza a alejarse de su enamorado marido mientras él, desesperado, no tiene forma de detenerla.
Ambas novelas fueron traducidas recientemente al español por la editorial Sexto Piso y son dos joyitas que resisten el paso del tiempo gracias al preciso retrato que consigue hacer Smiley del fracaso de la pareja y del duelo de los proyectos familiares que sobreviene a ese final amoroso.
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Barrage, de Laura Schroeder
Catherine es una mujer de unos 30 años que un día regresa a la casa de su madre para recuperar a su hija, Alba, cuya crianza resignó durante su juventud, cruzada por los malos amores y las drogas. Alba ya no es una bebé, está acostumbrada a vivir bajo la mirada rigurosa de su abuela Elisabeth -la misma mirada que presionó y llegó a ahogar a Catherine- y aunque se siente atraída por la mujer que le dio la vida no le perdona que pareció olvidarla y no consigue relajarse con ella y, mucho menos, reconocerle autoridad a quien en su momento la abandonó, más allá de las razones que haya tenido para hacerlo. La película es algo errática en materia de guión pero las actuaciones de las tres protagonistas son asombrosamente buenas y parejas y hay algo especial en el clima de la historia y mucha belleza en los paisajes y la fotografía.
Un dato interesante: la actriz Lolita Chammah (Catherine) es la hija de Isabelle Huppert (Elisabeth) en la vida real y, por momentos, ese detalle biográfico parece teñir esta historia de maternidades cruzadas y frustradas.
Barrage fue filmada por la directora luxemburguesa Laura Schroeder, se estrenó en 2017 y puede verse por estos días en la plataforma MUBI.
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Kramer vs Kramer, de Robert Benton
Cuando se estrenó, en diciembre de 1979, la película se convirtió en un gran éxito en todo el mundo y consiguió quedarse con varios Oscar. La historia es la de Ted, un hombre joven y entusiasta con su familia y con su trabajo que una tarde al regresar a casa encuentra sorpresivamente a su esposa Joanna, muy seria, decidida a abandonar el hogar. Confundido, la escucha decirle que la razón de su partida es que ya no está enamorada de él y escucha algo más: que, a partir de ese momento, él deberá hacerse cargo de la crianza de Billy, el hijito de ambos, de seis años de edad. Tiempo después, cuando padre e hijo aprendieron a vivir juntos y solos, Joanna regresa con intención de recuperar al niño, el caso llega a los tribunales y mejor no les cuento más, por si no la vieron (aunque eso solo sería posible si son muy jóvenes, si tienen cierta edad es imposible no haber pasado por este filme).
Se trata de una historia pequeña e intimista, basada en una novela de Avery Corman y el éxito se desprende del extraordinario despliegue de emociones (con Dustin Hoffmann y Meryl Streep en un campeonato de actuaciones conmovedoras), de una iluminación celebradísima de Néstor Almendros y de la centralidad de un tema del que hasta entonces no se hablaba: ¿es absolutamente indispensable que la crianza de un chico la lleve adelante una mujer?
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Anna Karenina, de Lev Tolstoi
Al igual que Madame Bovary, la novela de Lev o León Tostoi también apareció en folletín primero y se publicó como novela en 1877. La primera frase es uno de los comienzos más célebres y citados de la literatura: “Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su manera”. Hay escenarios en Moscú y en San Petersburgo, hay varias historias paralelas, telón de fondo histórico, la estación de tren como espacio privilegiado, novela filosófica -uno de los grandes temas tiene que ver con el debate de la industrialización en una Rusia atrasadísima- y el apasionante eje de la ficción: la trágica historia de amor entre Anna Karenina, una mujer casada, y el conde y militar Vronski. Ella tiene un hijo con su marido, Karenin, al que abandona para huir con su amante, con quien tendrá una hija). Con un marido que le niega el divorcio, Anna es el modelo de mujer obsesionada capaz de sobreponerse al desprecio de la sociedad y de sacrificarlo todo por su pasión, incluso la vida.
El adulterio es el gran tema de Anna Karenina y el costo del adulterio en las mujeres es claramente mayor que en los hombres. No hay espacio para una mujer independiente en esa época. A lo largo de su gran novela, el escritor ruso analiza distintos modelos de familia y de matrimonio, en un contexto social aristocrático. Se consiguen ediciones diferentes del gran clásico de Tolstoi y hay también versiones cinematográficas como la que protagonizó Greta Garbo en 1935, la que filmó Vivien Leigh en 1948 o la que dirigió Joe Wright en 2012, con Keira Knightley como la empecinada y desafortunada Anna.
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