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—Ese no cuenta como animal.
—¿Cómo que no, pecosa? —me dice.
—No. El perro es casi una persona. Los gatos también. Tiene que ser uno que no puedas tener en tu casa.
Papá piensa o hace que piensa. La banquina es tan finita que es como ir por la ruta.
—La vaca.
—¿Posta? Es el animal más aburrido del mundo.
—Pero es el más rico.
Frena, se cambia el bolso de hombro.
—¿Y cuál es tu animal favorito?
—¿En serio me estás preguntando?
—De chiquita era el unicornio. Me imagino que ya no creés en esas cosas.
No me acuerdo de haber sido tan boba como para creer en unicornios.
—El yaguareté —digo.
—Si nunca viste uno.
—¿Qué tiene que ver? Son hermosos. ¿Viste el pelaje que tienen? Lo único malo es que están en extinción.
—Si no fueran tan lindos, no estarían en extinción.
Levanto una piedrita y se la tiro en la espalda.
—Más respeto, que estoy herido.
Lo primero que vemos es una luz sobre el techo del hotel, alumbra un cartel de chapa con un nombre que no deja ningún lugar a dudas:
Cupido.
El logo rodeado de corazones oxidados y descascarados.
—¿Me estás cargando?
—Es esto o la nada.
El telo tiene las piezas arriba, y abajo un lugar para los autos. La entrada está pintada de un rojo furioso. Mi color favorito. Creo que se llama bermellón. El piso de cemento está salpicado y hay una escalera acostada al lado de la puerta junto con unos baldes. Me dan ganas de ver si dice el nombre exacto del color para saber qué tintura buscar. Si es bermellón o rojo escarlata o lo que sea. Algunos le dirían rojo sangre. Pero es gente que no conoce la sangre, que no sabe que cambia de color cuando sale, cuando se hace charco, cuando se seca.
Arriba de la puerta, un plafón con tres familias de mosquitas muertas me deja ver que papá está muy transpirado. No sé si por la caminata o porque tiene una infección.
Dudo entre ponerme o sacarme la capucha. No tengo idea cómo parecer más grande. Si que me vean las puntas del pelo rosa o si hacerme la que no quiero que me reconozcan.
La recepción es chiquita, luces azules y rojas. Atrás de un vidrio, hay un hombre de unos treinta. Está mirando una tele que nos da la espalda. Hablan de extraterrestres que viven en una montaña de Chile.
—Esperame allá —dice papá y me señala un sillón.
Cuando me siento me doy cuenta de lo cansada que estoy. Por el momento, ya no hay que correr ni estamos haciendo nada ilegal, salvo que no aceptan menores en un telo.
Papá habla con el hombre, pero la tele está tan fuerte que lo único que escucho es que habría una pista de aterrizaje de ovnis en el Cajón del Maipo. El tipo estira el cuello y me ve en el sillón. Varias veces me dijeron que parezco de más de quince. Sobre todo, flacos más grandes. Pensé que tenías dieciocho. Tipos que llevaban siendo hombres más tiempo del que yo había vivido. Era fácil sentir el asco. Pero también me lo dijeron chicos y chicas de mi edad. No sé. Algo en la cara. Los ojos, decían cuando les preguntaba. Nunca supe cómo sentirme con eso.
Andá a saber qué piensa el encargado. Si se le ocurre llamar a la cana porque vino un cuarentón a cogerse una menor. Dicen muchas cosas de papá —tantas que algunas deben ser verdad— pero no me gustaría que dijeran eso de él. El tipo se asoma y me relojea una vez más. Me bajo el cierre del buzo para que se me noten las tetas, ahí donde mi cuerpo dejó de ser nena primero. El encargado me mira un poco más y vuelve a meterse. Relajo espalda y hombros, largo el aire.
Así que este es el famoso Cupido. Los chicos lo usan como chiste, para chapear la experiencia que no tienen, que te quieren traer acá, pero estoy segura de que si una les dijera sí, vamos, se quedarían con cara de póker. Hanna y Melina lo nombran de vez en cuando. La alemana falsa llevó a la escuela un cenicero con el logo del hotel, hizo como que se le caía de la mochila y lo dejó entre los bancos del aula. Recién se “apuró” a guardarlo una vez que se aseguró que todos lo hubieran visto. Durante dos semanas fue de lo único que se habló.
Al lado mío, una pecera iluminada por dentro que abarca toda una pared. No sé si el vidrio está sucio o el agua turbia. La escalera al otro lado apenas se distingue. No veo ningún pez, pero sí mi reflejo, el cierre del buzo bajo y digo qué estoy haciendo y me lo subo. Miro mi cara y pienso que en el primer lugar que mi cuerpo dejó de ser nena fue en los labios. En la sonrisa.
Las burbujas trepan hasta la superficie. En las piedritas del fondo hay una colilla, chapitas de cervezas, monedas. También una alianza. Me imagino a la persona bajando de la pieza y tirando el anillo ahí. Diciendo ya está.
Papá cambia el peso de pierna. ¿Qué tan difícil es conseguir una pieza? Se descuelga el bolso y lo deja en el piso. Al arrastrarlo por la espalda, la culata del 38 queda a la vista. Miro todas las esquinas del techo. No veo cámaras de seguridad. Alguna deben tener. Sí. Una arriba de la recepción. Espero que papá no se dé vuelta. El encargado mira la tele y le dice algo.
—Qué sé yo —le responde papá—. Si yo viniera del espacio y aterrizara en Chile, le diría a toda mi raza que no se gastaran en venir.
Hay un ruido arriba. Risas. Pasos. El hombre habla fuerte y la mujer hace un shh bien largo. No sé si pararme y taparle el 38. No quiero que me vean de cerca. Si lo llamo capaz se da vuelta y la espalda se inmortaliza en la cinta de seguridad. La pareja baja los primeros escalones. Papá gira apenas el cuello, vuelve la vista al frente. Siempre tuve la idea de que las armas son una especie de segunda piel, que puede sentir el metal como si se tratara de una parte más de su esqueleto. Y da la impresión de que así es. Ni bien los pasos se acercan, se acomoda la camisa y esconde el 38.
—Explicaron que si no hay tantos extraterrestres en la Tierra, es porque los viajes espaciales son muy caros —dice el encargado—. Los que se quedaron acá la deben estar pasando mal.
Papá agarra la llave, se da vuelta y me cabecea. Loco de mierda, dice bajito. Subimos. El pasillo es largo y la iluminación es escasa. La pieza es la tercera a la derecha.
—Adelante —dice abriendo la puerta.
Hay una cama matrimonial con una frazada con los bordes de satín igual a las que tenía la abuela Nuria. Pocas cosas más feas. El respaldo de la cama tiene un sticker pegado con los canales porno. Papá apoya el bolso y el 38 en una mesa debajo de la tele. Va al baño. Cierra la puerta. Abre la canilla. Larga quejidos. Al lado de la ventana hay un sillón. Un espejo ocupada toda la pared. Me descuelgo el bolso y me siento en la cama. El sticker con los canales porno tiene los bordes despegados y mugrosos. El cenicero es diferente al que llevó Hanna. El de ahora es de vidrio y está pegado a la mesa de luz. Pero qué le voy a decir. Che, fui a Cupido. Nadie me creería.
Hay unas teclas en la pared. Las toco. Se prende una luz roja, después una verde. Dejo solo la roja. Me gustaría que alguien me sacara una foto así, tirada en la cama. Parece que estuviera en un videoclip.
Papá sale del baño en cuero y me apuro a cambiar las luces, pero solo consigo prenderlas todas. Usa su mirada de estás grande ya. La viene usando desde que cumplí diez.
Toco las teclas hasta dejar la luz normal.
—¿Cómo te sentís?
La herida no parece inflamada y está amarillenta por el desinfectante.
—Duele. Eso siempre es bueno.
Saca una gasa y en ese gesto hay una orden. Estoy muy cansada para levantarme, pero lo hago. Corto cinta y le aprieto bien fuerte el vendaje. Papá busca otra camisa y pone la vieja en una bolsa junto con las gasas usadas.
Me tiro en la cama con los brazos abiertos.
—¿Querés comer algo?
No lo miro. Es más cansancio que bronca, pero prefiero que crea que es bronca. Cuando sabe que pifió se porta mejor conmigo. Ahora que estamos a salvo ya me puedo dar el lujo de estar enojada. Por el reflejo en la tele veo que tiene una especie de menú. Me está mirando, esperando, pero estoy cómoda así. Me gusta que las cosas vayan a mi tiempo. Levanta el teléfono. No tiene tono. Chista. Se abrocha la camisa y sale.
La vista se desparrama en el techo, y me pregunto qué pensaran acostadas acá, antes, durante o después, cuando todo termina, o al menos ellos terminan. Mirarán el techo, esa cascarita de pintura y dirán qué hago acá. Y después saldrán y tirarán con bronca la alianza en la pecera, y toda esa fuerza se desarmará al chocar con el agua. Caerá lenta, sacudiéndose, amortiguada. Hundirse es más lento que caer.
¿Cómo decide alguien dejar todo atrás?
A veces me gustaría encontrar a mamá solo para preguntarle eso.
A veces me gustaría que me explique.
O tener la chance de putearla.
Papá vuelve con una botella de agua para él y una Coca para mí. Me la pasa junto con un vaso de champagne de plástico. Se sienta en el borde de la cama. De una bolsa saca un sanguche de miga de salame y queso y en cuanto lo veo me da hambre, aunque no me gusta mucho el salame. Tendría que haberle dicho que quería algo. Se limpia las migas de la camisa. Me pasa la bolsa de papel.
—Por si te da hambre.
Hay dos sanguches de jamón y queso. Cuánto tiempo puedo seguir haciéndome la enojada. Hay un gemido corto y fuerte en la pieza de al lado. No tardan en llegar más. El hombre es más ruidoso. Con papá evitamos mirarnos. Agarra el control remoto y lo apunta a la tele, pero el dedo queda sobre el botón de power. Seguro tiene miedo de que esté en algún canal porno. Me da gracia. Puedo ver una herida de bala, pero no dos personas cogiendo.
—Vos quedate en la cama, yo me instalo en el sillón.
Ahora es ella la que gime. Y pide. Papá camina de un lado para otro. Me gusta verlo así, incómodo. Agarro un sanguche, escarbo en el bolso hasta encontrar el walkman. Aprieto play y nos doy una tregua. Pearl Jam. Eddie canta cannot find the comfort in this world. No sé mucho inglés, pero eso lo entiendo. Pongo las manos en la pared y siento los golpes del respaldo de la cama de al lado.
Pienso que no me voy a olvidar nada de esto. Que podría arrancar el cenicero y llevármelo, hablar de la pecera y de la alianza descartada, pero no tengo a nadie a quien contárselo. Apago la luz.
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