“El gato que iba solo”, un cuento de Rudyard Kipling

Este relato del poeta y escritor indobritánico integra la antología “Cuentos con gatos”, publicada por Editorial Alfaguara con 16 textos sobre los felinos y su particular existencia

"El gato que iba solo", un cuento de Rudyard Kipling (1865-1936).

Escucha atentamente y fíjate en lo que voy a contarte pues sucedió, ocurrió y acaeció, hijo mío, cuando los animales que son hoy domésticos eran aún salvajes. El Perro era salvaje, y lo era el Caballo, así como la Vaca, la Oveja y el Cerdo —todo lo salvajes que puedas ima­ginar—, y andaban por la Húmeda Selva sin más com­pañía que su salvaje presencia. Pero el más valeroso de todos los animales era el Gato. Iba siempre solo, y todos los lugares le daban lo mismo.

Por supuesto, el Hombre era también salvaje en aquel entonces. Lo era terriblemente. Sólo empezó a domesti­carse cuando encontró a la Mujer y ella le dijo que no le gustaba vivir de tan silvestre manera. Eligió una caverna linda y seca para acostarse, en vez del montón de hú­medas hojas que solía usar el Hombre; esparció limpia arena por el suelo, recogió leña y encendió una hermosa lumbre en lo hondo de la caverna; tendió en su abertura la piel, convenientemente seca, de un caballo salvaje, de modo que la cola quedara en la parte inferior, y dijo:

—Sacúdete el barro de los pies, maridito, pues ahora vamos a tener casa.

Aquella noche, hijo mío, comieron oveja salvaje, asada sobre las piedras candentes y aliñada con ajo y pimiento selváticos; y pato silvestre, relleno de arroz, fenogreco y coriandro, igualmente silvestres; y espi­nazo de buey salvaje; y cerezas y pequeñas granadas, silvestres también. Luego, el Hombre se acostó frente al hogar, muy satisfecho; pero la Mujer se sentó y pasó un buen rato peinándose. Tomó un hueso de espalda de carnero —ese grande y llano que se llama espaldilla u omóplato— y contempló los maravillosos signos que en él había. Luego echó más leña al fuego y se dedicó a hacer un hechizo. Entonó la primera Canción Mágica del mundo.

Fuera, en la Húmeda Selva, todos los animales sal­vajes se reunieron en un punto desde donde divisaban, muy lejos, el resplandor de la lumbre, y se preguntaban lo que aquello significaría.

Caballo Salvaje pataleó con sus salvajes cascos y dijo:

—¡Oh, Amigos y Adversarios míos! ¿Por qué el Hombre y la Mujer han hecho esa gran luz en la gran Caverna, y qué daño nos harán?

Perro Salvaje levantó su salvaje hocico, olió los eflu­vios del carnero asado y dijo:

—Iré allá, a ver lo que ocurre, y luego se lo contaré; me figuro que hay cosas buenas. Gato, ven conmigo.

—¡Que no! —exclamó el Gato—. Soy el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo. No iré.

—Pues no seremos ya amigos —dijo Perro Salvaje, y trotó hacia la Caverna.

Pero cuando el Perro anduvo cierto trecho, dijo el Gato para sus adentros: “Todos los lugares me dan lo mismo. ¿Por qué no ir yo también, ver lo que ocurre y volverme cuando me venga en gana?”. Se escurrió pues, deslizándose, suavemente, muy suavemente, en pos del Perro Salvaje, y se ocultó en un sitio desde donde podía oírlo todo.

Cuando Perro Salvaje llegó a la entrada de la Caver­na, levantó con el hocico la piel de caballo y husmeó el delicioso efluvio del carnero asado, y la Mujer, que estaba mirando la espaldilla, lo oyó, se echó a reír y dijo:

—Ahí viene el primero. Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, ¿qué quieres?

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo! —con­testó Perro Salvaje—. ¿Qué es lo que huele tan bien en la Húmeda Selva?

Y tomó la Mujer un hueso de carnero asado y lo arrojó a Perro Salvaje, diciendo:

—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, a ver si te gusta.

Perro Salvaje empezó a roer el hueso, y estaba más rico que cuanto había probado hasta entonces.

—¡Oh, Enemiga mía —dijo— y Esposa de mi Ene­migo! Dame un poco más.

La Mujer dijo:

—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, ayuda a mi marido a cazar durante el día y guarda esta Caver­na por la noche, y te daré tantos huesos asados como apetezcas.

—¡Ah! —se dijo el Gato, que seguía escuchando—. Esa Mujer es muy avisada, pero no tanto como yo.

Perro Salvaje se arrastró hacia el interior de la Ca­verna, descansó la cabeza en el halda de la Mujer y ex­clamó:

—¡Oh, Amiga mía y Esposa de mi Amigo! Ayudaré a tu marido a cazar durante el día, y por la noche guar­daré vuestra Caverna.

—¡Ah! —se dijo el Gato, escuchando—. Ese Perro es muy bobo.

Y regresó a la Húmeda Selva, meneando la cola sal­vaje, sin más compañía que su salvaje presencia. Pero a nadie contó lo ocurrido.

Cuando el Hombre despertó, dijo:

—¿Qué hace aquí Perro Salvaje?

Y repuso la Mujer:

—No se llama ya Perro Salvaje, sino Primer Amigo, pues será siempre amigo nuestro. Cuando salgas de caza, llévatelo.

Aquella noche, la Mujer cortó grandes brazadas de hierba en los prados y la hizo secar junto a la lumbre, de modo que olía a heno recién segado. Se sentó luego a la entrada de la Caverna, trenzó un cabestro con piel de caballo, contempló un rato la espaldilla de carnero —el hueso grande y llano, que se llama también omóplato— e hizo un hechizo. Entonó la Segunda Canción Mágica del mundo.

Fuera, en la Húmeda Selva, todos los animales se preguntaban qué le habría ocurrido a Perro Salvaje, y, por fin, Caballo Salvaje pataleó y dijo:

—Iré allá, a ver lo que ocurre, y les contaré por qué Perro Salvaje no ha vuelto. Gato, ven conmigo.

—¡Que no! —dijo el Gato—. Soy el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo. No iré.

No obstante, siguió sigilosamente a Caballo Salvaje y se ocultó en un sitio desde donde podía oírlo todo. Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvaje pisándose la larga crin y dando traspiés, se echó a reír y dijo:

—Ahí viene el segundo. Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, ¿qué quieres?

Caballo Salvaje contestó:

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo! ¿Dón­de está Perro Salvaje?

La Mujer volvió a reír. Tomó la espaldilla de carnero, la contempló y dijo:

—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, no has venido en busca de Perro Salvaje, sino a causa de esta hierba sabrosa.

Y Caballo Salvaje, pisándose la larga crin y dando traspiés, dijo:

—Así es. Dámela; quiero comerla.

—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva —dijo la Mujer—, agacha tu cabeza salvaje, lleva lo que te daré y en adelante comerás esta hierba maravillosa tres veces al día.

—¡Ah! —se dijo el Gato, escuchando—. Esa Mujer es avisada, pero no tanto como yo.

"El gato que iba solo", de Rudyard Kipling, es parte de la antología "Cuentos con gatos" publicada por Editorial Alfaguara

Caballo Salvaje inclinó la cabeza, y la mujer la pasó por el cabestro trenzado. Caballo Salvaje dio un resopli­do a los pies de la Mujer y dijo:

—¡Oh, Dueña mía y Esposa de mi Señor! Seré su sirviente a cambio de la hierba maravillosa.

—¡Ay! —se dijo el Gato, escuchando—. Ese Caba­llo es muy bobo.

Y regresó, cruzando la Húmeda Selva y balanceando su cola, sin más compañía que su salvaje presencia. Pero a nadie contó lo ocurrido.

Cuando el Hombre y el Perro regresaron de la caza, dijo el Hombre:

—¿Qué hace aquí Caballo Salvaje?

Y la Mujer contestó:—No se llama ya Caballo Salvaje, sino Primer Servi­dor, pues nos llevará siempre de un sitio a otro. Cuando salgas de caza, cabalga en su lomo.

Al día siguiente, llevando muy erguida la salvaje tes­tuz, para que los cuernos salvajes no se prendieran en los árboles de la Selva, Vaca Salvaje subió hasta la Caverna, y el Gato la siguió y se ocultó como las otras veces. Todo ocurrió igual, y el Gato dijo lo mismo. Y cuando Vaca Salvaje prometió dar todos los días su leche a la Mujer a cambio de la hierba maravillosa, el Gato cruzó de nuevo la Húmeda Selva, meneando su cola salvaje y sin más compañía que su salvaje presencia, lo mismo que las otras veces. Pero a nadie contó lo ocurrido.

Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron de la caza e hicieron la misma pregunta, dijo la Mujer:

—No se llama ya Vaca Salvaje, sino La que Da Buen Sustento. Nos dará siempre su tibia y blanca leche, y yo cuidaré de ella cuando tú y el Primer Amigo y el Primer Servidor salgan de caza.

Al día siguiente la Mujer se quedó esperando que algún otro Silvestre Desconocido subiera a la Caverna, pero nadie dejó la Húmeda Selva, de modo que el Gato se acercó solo a la Caverna. Vio a la Mujer ordeñando a la Vaca, y el resplandor de la lumbre en la Caverna, y husmeó la leche tibia y blanca.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo! —di­jo el Gato—. ¿A dónde fue Vaca Salvaje?

La Mujer se echó a reír y dijo:

—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, vete a la Selva otra vez, pues ya me he trenzado el cabello, he dejado la espaldilla mágica y no necesitamos más amigos ni sirvientes en nuestra Caverna.

El Gato contestó:

—No soy amigo ni servidor. Soy el Gato que va solo y quiero entrar en su Caverna.

—Siendo así —dijo la Mujer—, ¿por qué no viniste con el Primer Amigo, la primera noche?

El Gato se enojó mucho y dijo:

—¿Será que Perro Salvaje les habrá contado historias de mí?

Entonces la Mujer se echó a reír y contestó:

—Eres el Gato que va solo y todos los lugares te dan lo mismo. No eres amigo ni servidor. Tú mismo lo has dicho. Anda, márchate y ve solo por donde te plazca.

El Gato aparentó apenarse.

—¿Nunca podré venir a la Caverna? —preguntó— . ¿Nunca podré sentarme a la buena lumbre, ni beber la leche tibia y blanca? Eres muy avisada y hermosa. Ni si­quiera con un pobre Gato debieras mostrarte cruel.

La Mujer dijo:

—Sabía que era avisada, pero no hermosa. Cerraré, pues, un trato contigo. Si llego a pronunciar una palabra en elogio tuyo, podrás entrar en la Caverna.

—¿Y si pronuncias dos? —preguntó el Gato.

—Nunca lo haré —contestó la Mujer—; pero si alguna vez llego a pronunciar dos palabras alabándote, podrás sentarte junto a la lumbre.

—¿Y si dices tres palabras? —insistió el Gato.

—Jamás lo haré —dijo la Mujer—. Pero si llego a pronunciar tres palabras en elogio tuyo, podrás beber siempre, tres veces al día, la leche tibia y blanca.

Entonces el Gato arqueó el lomo y dijo:

—Que la Cortina de la entrada de la Caverna, y el Fuego de lo hondo de la Caverna, y los Cacharros de la Leche que están al Fuego recuerden lo que acaba de decir mi Enemiga, la Esposa de mi Enemigo.

Y salió hacia la Húmeda Selva, balanceando su cola salvaje y sin más compañía que su salvaje presencia.

Aquella noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron, la Mujer nada les dijo de lo que había prometido al Gato, pues temía que no les gustase.

El Gato se marchó lejos, muy lejos, en la Húmeda Selva, y estuvo largo tiempo sin más compañía que su salvaje presencia, hasta que la Mujer lo olvidó del to­do. Sólo el Murciélago —el Murciélago chiquito, que se sostiene cabeza abajo—, el que solía colgarse en el interior de la Caverna, sabía dónde se había ocultado el Gato; y volaba todas las noches y le traía noticias de lo que ocurría.

Cierta noche dijo el Murciélago:

—Hay un Nene en la Caverna. Es nuevito, rosado, muy gordezuelo y menudo, y la Mujer está encantada con él.

—¡Ah! —dijo el Gato, escuchando—. Pero al Nene, ¿qué le gusta?

—Le gustan las cosas blandas y que hacen cosqui­llas —contestó el Murciélago—. Le gusta tener en los brazos cosas tibias cuando quiere dormir. Le gusta que jueguen con él. Todo eso le gusta.

—¡Ah! —exclamó el Gato, escuchando— . Entonces, ha llegado mi hora.

Al anochecer, anduvo el Gato por la Húmeda Selva y se escondió muy cerca de la Caverna hasta la madruga­da, y el Hombre, el Perro y el Caballo salieron de caza. Aquella mañana estaba la Mujer muy atareada guisando, y el Nene lloraba y la interrumpía. Por eso su madre lo dejó fuera de la Caverna y le dio un puñado de guijarros para jugar. Pero el Nene seguía llorando.

Entonces el Gato alargó su blanda pata y dio al Nene una palmadita en la mejilla y lo arrulló dulcemente: lue­go se frotó contra sus gordezuelas rodillas y le cosquilleó con la cola el rollizo mentón . Y el Niño se echó a reír; y la Mujer lo oyó e iluminó su rostro una sonrisa.

El Murciélago —el Murciélago chiquito, que se sos­tiene cabeza abajo—, el que solía colgarse en el interior de la Caverna, dijo así:

—¡Oh, mi Dueña y Esposa de mi Señor y Madre del Hijo de mi Señor! Un Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva está jugando lindamente con tu Niño.

—Bien haya el Silvestre Desconocido, quienquiera que sea —dijo la mujer, cuadrando los hombros—, pues esta mañana tengo mucho trajín, y me ha prestado un gran servicio.

Y en aquel preciso instante, hijo mío, la Cortina de piel de caballo que pendía cola abajo en la boca de la Caverna cayó al suelo —¡chas!—, recordando lo que ha­bía convenido la Mujer con el Gato; y cuando la Mujer se acercó a recoger la Cortina, mira lo que sucedió, hijo mío; se encontró al Gato sentado, muy regaladamente, dentro de la Caverna.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Ma­dre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Soy yo, pues has pronunciado una palabra en mi elogio, y ahora puedo sentarme para siempre en la Caverna. Pero sigo siendo el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

La Mujer se enojó mucho. Apretó los labios, tomó su rueca y empezó a hilar.

Pero el Nene lloraba porque se había marchado el Gato, y la Mujer no acertaba a consolarlo, pues el pe­queñín se debatía y pataleaba, y se le ponía morado el rostro.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Toma un hilo de los que estás hilando, átalo a la rueca y déjalo en el suelo; te enseñaré un hechizo que hará soltar a tu Nene unas carcajadas tan fuertes como su llanto.

—Lo haré —asintió la Mujer—, porque ya nada se me ocurre para consolarlo: pero no te daré las gracias por ello.

Ató, pues, el hilo a la rueca chiquita de barro cocido y lo soltó por el suelo. El Gato corrió tras él, le pegó con las patas, dio varias volteretas, lo agitó hacia atrás sobre el lomo, lo persiguió entre sus patas traseras, hizo como que lo perdía y se arrojó sobre él otra vez. Al fin, el Niño se echó a reír tan fuertemente como había llorado y ga­teó en pos del Gato, jugueteó por toda la Caverna y se cansó y se acurrucó blandamente, quedándose dormido con el Gato en brazos.

—Ahora —dijo el Gato—, le cantaré una canción que lo hará dormir durante una hora. Y empezó a ron­ronear, alternando los sonidos fuertes con los suaves, hasta que el Nene se quedó profundamente dormido. La Mujer sonrió y, bajando la vista, los miró a ambos y dijo:

—Lo has hecho a las mil maravillas. No hay duda, ¡oh Gato!, de que eres listo de verdad.

En aquel preciso instante, hijo mío, el humo de la lumbre que estaba en el fondo de la Caverna bajó del techo en densas nubes —¡puf!—, recordando lo que había convenido la Mujer con el Gato; y, cuando se desvaneció, hijo mío, el Gato estaba sentado, muy rega­ladamente, junto al fuego.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Ma­dre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Soy yo; has pro­nunciado una segunda palabra en elogio mío, y ahora puedo ya sentarme para siempre junto a la buena lum­bre, en el fondo de la Caverna. Pero sigo siendo el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

Entonces la mujer se encolerizó mucho, muchísi­mo. Se soltó el cabello y echó más leña al hogar, y sacó la ancha espaldilla de carnero y soltó un hechizo que le impidiera pronunciar una tercera palabra en alabanza del Gato. No era una Canción Mágica, hijo mío, sino un Hechizo Callado; y, poco a poco, quedó tan silen­ciosa la Caverna, que un ratoncito de los más chiqui­titos se atrevió a salir de un rincón y a corretear por el suelo.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Ma­dre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Ese ratoncito, ¿for­ma parte de tu Hechizo?

—¡Hiiii! ¡Hiiii! ¡Claro que no! —chilló la Mujer.

Y soltó la espaldilla y subió de un salto a un escabel que estaba junto a la lumbre, y volvió a recogerse el pelo muy prestamente, temiendo que el ratoncito se subiese por él.

—¡Ah! —dijo el Gato—. Entonces, el ratón no me hará daño si me lo como, ¿verdad?

—No —dijo la Mujer, que seguía trenzándose y recogiéndose el cabello—, cómetelo enseguida y te lo agradeceré. El Gato dio un brinco y sujetó al ratón chi­quito, y la Mujer dijo:

—Mil gracias. Ni siquiera el Primer Amigo sabe aga­rrar tan prestamente los ratones como tú. De veras que eres listo.

Y en aquel preciso instante, hijo mío, el Cacharro de la leche que estaba junto al fuego se partió por la mitad —¡zas!—, recordando lo que había convenido la Mujer con el Gato; y cuando la mujer saltó del escabel, suce­dió que el Gato lamía la leche tibia y blanca que había quedado en uno de los trozos.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Soy yo; has pronunciado ya tres palabras en alabanza mía, y ahora puedo beber siempre, tres veces al día, la leche tibia y blanca. Pero soy todavía el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

Entonces la Mujer se echó a reír y dio al Gato otro cuenco de tibia y blanca leche, diciendo:

—¡Oh Gato! Eres tan avisado como el Hombre; acuér­date de que no cerraste ningún trato con el Hombre ni el Perro, y no sé lo que harán cuando regresen.

—¿Y a mí qué me importa? —dijo el Gato—. Mien­tras tenga sitio en la Caverna, junto al fuego, y leche tibia y blanca tres veces al día, nada me importa lo que el Hombre y el Perro puedan hacer.

Aquella noche, cuando el Hombre y el Perro entra­ron en la Caverna, la Mujer les refirió toda la historia de lo convenido con el Gato, mientras éste estaba junto a la lumbre y se sonreía.

—Sí —dijo el Hombre—; pero no olvides que no ha cerrado ningún trato conmigo, ni con mis descen­dientes que se estimen.

Tomó entonces sus dos botas de cuero y su pequeña hacha de piedra (y suman tres), y luego un leño y una destral (y suman cinco), y los puso en fila, diciendo:

—Ahora vamos a cerrar nuestro trato. Si no cazas siempre los ratones cuando estés en la Caverna, te arro­jaré estas cinco cosas en cuanto te vea, y lo mismo harán todos mis descendientes que se estimen.

—¡Ah! —exclamó la Mujer—. Este Gato es muy avisado; pero no lo es tanto como el Hombre, mi ma­rido.

El Gato contó las cinco cosas —que parecían muy duras y llenas de protuberancias— y dijo:

—Atraparé siempre ratones en la Caverna, pero sigo siendo todavía el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

—No te darán lo mismo cuando yo esté cerca —re­puso el Hombre—. Si no hubieses dicho esto último, habría apartado estas cosas para siempre; pero ahora te arrojaré mis botas y mi pequeña hacha de piedra (y suman tres) siempre que dé contigo. Y lo mismo harán todos mis descendientes que se estimen.

Entonces dijo el Perro:

—Espera un poco. Tampoco conmigo has cerrado ningún trato, ni con mis descendientes que se estimen —y le mostró los dientes, diciendo—: Si no te portas bien con el Nene cuando yo esté en la Caverna, te per­seguiré siempre hasta alcanzarte y morderte. Y lo mismo harán todos mis descendientes que se estimen.

—¡Ah! —dijo la Mujer al oírlo—. Este Gato es muy avisado; pero aún lo es más el Perro.

El Gato contó los colmillos del Perro (que parecían, en verdad, muy afilados) y dijo:

—Cuando esté en la Caverna me portaré siempre bien con el Niño, mientras no me tire demasiado de la cola. Pero soy todavía el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

—No te darán lo mismo si yo estoy cerca —repuso el Perro—. Si no hubieses dicho esto último, yo ha­bría cerrado la boca para siempre; pero desde ahora, cuando te encuentre, te perseguiré hasta que te subas a un árbol. Y lo mismo harán mis descendientes que se estimen.

Entonces el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeña hacha de pedernal (y suman tres co­sas), y el Gato salió corriendo de la Caverna, y el Perro lo persiguió hasta obligarlo a encaramarse a un árbol. Y desde aquel día, de cada cinco hombres hay siempre tres que, cuando encuentran al Gato, le arrojan algo, y todos los perros dignos de este nombre lo persiguen hasta que se refugia en la copa de un árbol.

Pero, por su parte, también el Gato cumple lo con­venido. Mata a los ratones y se muestra cariñoso con los nenes mientras no le tiren demasiado de la cola. Mas, cumplidos sus deberes, cuando sale la Luna y llega la noche, vuelve de cuando en cuando a ser el gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo. Entonces se marcha a los Húmedos Bosques, o se sube a los Hú­medos Árboles, o camina por los Tejados Húmedos y solitarios meneando su cola salvaje, sin más compañía que su salvaje presencia.

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