La última carta que Rosa Luxemburgo le escribió a Clara Zetkin fue el 11 de enero de 1919. Estaba en Berlín, aunque lo omite. Le pide a su compañera que no, que no vaya a verla, que espere a que vuelvan “a tener tiempos un poco más tranquilos”. Alemania es un volcán en erupción y Rosa camina por la comisura. “No te olvides de que los ‘espartaquistas‘ son, en gran parte, una generación fresca, libre de las tradiciones estupefacientes del partido ‘de comprobadas recetas‘”, escribe. “Las profundas crisis políticas que vivimos en Berlín cada dos semanas, o incluso más a menudo, frenan fuertemente la marcha del trabajo organizativo y formativo sistemático, pero al mismo tiempo son ellas mismas una gran escuela para las masas. Y, finalmente, hay que aceptar la historia como quiere transcurrir”.
Ese texto epistolar forma parte de Vivo más feliz en la tormenta: cartas a amigas y compañeras, que acaba de publicar Rara Avis. Como epílogo incluyen una carta de Zetkin, dos días después, el 13 de enero, que empieza así: “Mi queridísima, mi única Rosa: ¿Te llegará esta carta, te llegará mi amor todavía, alguna vez?” Jamás pudo leer esas palabras. El día 15 fue secuestrada por un grupo paramilitar. Su capitán Waldemar Pabst, le informó al ministro del Ejército, el socialdemócrata Gustav Noske, a quién tenía bajo su bota. También estaba detenido su compañero Karl Liebknecht. La orden fue matarlos ambos. En el Hotel Eden, la golpearon hasta dejarla inconsciente, después la subieron a un auto y le dieron un tiro en la sien. Cuatro meses apareció su cadáver flotando en un canal.
Sus ideas, escribe Guillermo Iturbide en el prólogo de Socialismo o barbarie, “aportan a una visión no lineal ni evolutiva de la conciencia obrera”. El libro, editado hace pocos meses por IPS, compila textos políticos traducidos del alemán. “La revolución —continúa Iturbide— muchas veces ahorra y salta etapas en la formación de la conciencia. Luxemburg utiliza esta imagen para discutir contra los dirigentes sindicales alemanes reacios a la acción y que apostaban solo a la educación política pacífica de la clase obrera por medio de las elecciones y, a lo sumo, a acciones sindicales muy limitadas y respetando a rajatabla la legalidad, y le opone la rápida escuela de maduración política del proletariado ruso en el fuego de la revolución. Es un antídoto teórico contra la idea del ‘partido educador’ en sentido escolar”.
“La revolución proletaria es el primer y único acto de paz mundial”, escribe Rosa en un artículo titulado “Utopías pacifistas” el 6 de mayo de 1911. La discusión coyuntural era el militarismo. Rosa presiona argumentalmente por el desarme en un momento de gran conflictividad. ¿Por qué debería estar a favor de armar al Ejército cuando es el mismo Ejército el que asesina trabajadores, cuando son las propias fuerzas del Estado las encargadas de reprimir a sus ciudadanos y a los ciudadanos de países en guerra? “La ‘dialéctica‘ de las tendencias pacifistas del desarrollo capitalista, lo mismo que la dominación de clase, no están exentas de espinas, incluso para la burguesía”, agrega. El libro editado por IPS es un manual de estrategia política y una crónica apasionada de los debates de la época.
Por esos mismos días, como siempre, Rosa escribía cartas. Ese año, 1911, le cuenta a a Luise Kautsky que “ya pasaron seis asambleas, me quedan siete. Están todas a punto de estallar, y el humor de las masas es estupendo”. La escritura política y la epistolar se pisan y construyen, juntas y amalgamadas, la complejidad de una figura como ella: de una sensibilidad notable para con sus vínculos y de una inteligencia formidable en la actividad política. “Esta correspondencia es política, sin dejar de ser privada”, escribe Esther Díaz en el prólogo de Vivo más feliz en la tormenta. “No puede concebir la vida sin belleza. La suya es una política sustentada en grandes pensadores, con clivaje en las izquierdas políticas, la historia, la lucha contra el patriarcado y la puesta en práctica de una ética estética”, agrega.
“¿Saben qué es lo más lindo? El fresco”, y cuenta, desde el Balneario Wenningstedt, agosto de 1901, un día de vacaciones: “Me levanto, abro el pico bien grande para el desayuno, después estoy panza abajo en la playa hasta el mediodía, por la tarde, en cambio, estoy panza arriba en la playa hasta la cena”. Es una carta larga a Luise Kautsky, Lulu. Se disculpa de su “parloteo”; es por la escasez, dice, y “el cielo es mi testigo”. Es una vida sin tiempo, a la que no está acostumbrada. “Que así uno se cretiniza poco a poco, bueno, eso ya lo ven en esta carta”. “Hoy de nuevo hace un día hermoso de primavera”, cuenta desde Breslia, febrero de 1918. Son postales que, hilvanadas, forman un espíritu. Sus cartas no escatiman detalles intrascendentes porque, ¿acaso la vida no está plagada de ellos?
Walter Benjamin decía que “detrás de cada fascismo, hay una revolución fallida”. Menos de dos décadas después llegó el nazismo para transformar, no sólo Alemania, también el mundo, en otra cosa, algo muy distinto, algo mucho peor. El grupo espartaquista era una punta de lanza del movimiento obrero de entonces. Luxemburgo y los suyos leían en las ideas de Marx una posibilidad concreta de cambiar las cosas. En Rusia se había logrado la revolución y era una experiencia que servía de guía, de faro. La hipótesis de Marx era concreta: el capitalismo llegaría a un nivel de contradicción tal —el desarrollo de las fuerzas productivas se contrastaría con la explotación extrema de los trabajadores— que no habría otra opción que el advenimiento de una gran estallido social; el desafío era guiarlo hacia el comunismo.
En aquel entonces, Alemania era el país que mayor había crecido en términos industriales. La sofisticación de sus maquinarias, la concentración de sus centros urbanos y el desarrollo de sus industrias era tal que, efectivamente, todo indicaba que la revolución debía suceder ahí. Rosa Luxemburgo también lo creía. Sin embargo, el aporte de Lenin es claro: la cadena capitalista se rompe en su eslabón más débil. Alemania era, por el contrario, el eslabón más fuerte. Por eso la revolución comunista ocurrió en Rusia, un país desindustrializado, pobre, rural y desconcentrado. Algo que también se explica, más adelante, con países como Cuba, el Congo o Vietnam del Norte. Lo cierto es que el país germánico estaba exultante y la clase obrera muy organizaba. La historia todavía no estaba escrita. Nunca lo está.
Las ideas de esta teórica marxista y militante revolucionaria nacida en Polonia en 1871 trascienden su época y reaparecen en estos extraños y diletantes tiempos de formas diversas. Una de ellas es Rosa Luxemburgo para chicas y chicos, de Nadia Filnk y Pitu Saá, un libro editado por Chirimbote y la Fundación Rosa Luxemburgo —fundación que también apoyó el libro de Rara Avis—, en la colección Antiprincesas, que se propone recorrer su vida y abordar conceptos centrales como socialismo y emancipación. Escriben sus autoras: “Y aunque no siempre ganen las personas buenas en las historias, sí ganan sus ideas, que siguen revoloteando, sobre miles de alas, para que no se olviden y para que sigan deseando un mundo con igualdad, paz y justicia. Esa es nuestra Rosa, la que regamos para que siga creciendo”.
“Todo se puede soportar con felicidad”. Es una carta política. Toda carta de Rosa Luxemburgo lo es. Destinada a Clara Törber, 11 de febrero de 1911. Hablan de la socialdemocracia alemana, de sus posibilidades. Se la puede imaginar escribiendo junto a la ventana y sonriendo ante cualquier ocurrencia. Como sostienen las traductoras Lisa Buhl y Sofía Ruiz de Vivo más feliz en la tormenta, “pasa de los anhelos de paseos y visitas a los esbozos de artículos políticos; discute internas del partido con la misma vehemencia que la clasificación correcta de las plantas que le mandan a la cárcel; da instrucciones tanto para la confección de un vestido nuevo como para su defensa en los diversos juicios; analiza críticamente los dibujos que recibe y los devenires revolucionarios de su tiempo”.
El último texto que escribió antes de su muerte, el que cierra Socialismo o barbarie, es “El orden reina en Berlín”. Allí reconoce que “las luchas económicas, que son la fuente volcánica real que alimenta continuamente la lucha de clases revolucionaria, todavía se encuentran atravesando una etapa temprana” y que “todo el camino que conduce al socialismo (si se consideran las luchas revolucionarias) está sembrado de grandes derrotas”. El cielo está completamente negro en Berlín. Es su última noche con vida. “El liderazgo ha fallado. Incluso así, el liderazgo puede y debe ser regenerado desde las masas”, escribe y continúa: “Las masas son el elemento decisivo, ellas son el pilar sobre el que se construirá la victoria final de la revolución”. Lo sabe: la derrota es inminente. Sin embargo, la esperanza lo es todo.
“Las masas estuvieron a la altura; ellas han convertido esta derrota en una de las derrotas históricas que serán el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y esto es por lo que la victoria futura surgirá de esta derrota”. La vehemencia se apodera de su corazón: “‘¡El orden reina en Berlín!’ ¡Estúpidos secuaces! Vuestro ‘orden’ está construido sobre la arena. Mañana la revolución se levantará vibrante y anunciará con su fanfarria, para terror vuestro: ¡Yo fui, yo soy, y yo seré!” Mira por la ventana —la temperatura en Berlín ronda los 4°—, respira profundo e intenta dormir. Mañana, la calle la espera. Y en ella, la muerte: la de su cuerpo, la de sus ojos, no la de sus ideas, que siguen acá, presentes, fantasmáticas, entre todos nosotros.
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