Así comienza “Autorretrato”, de Celia Paul

Infobae Cultura publica el prólogo del libro de la pintora británica, en el que recorre su infancia, su relación con Lucian Freud y su obra

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"Autorretrato" (Chai), de Celia Paul
"Autorretrato" (Chai), de Celia Paul

No soy una pintora de retratos. A lo sumo diría que me dedico desde siempre a la autobiografía, a la crónica de mi vida y de mi familia. Mi vida está contada en imágenes. La pintura me atrae porque pintar es un proceso cargado de sentido para mí. Es como actuar en vivo, por los riesgos impensados que implica y la certeza de que nada podrá repetirse con exactitud. Si destruyo lo que estaba pintando para llegar más a fondo, no habrá forma de revivir la imagen perdida. La pintura me gusta más que la escultura porque ningún objeto ubicado en el centro de una habitación o de una galería, por más potente que sea, puede captar la atención con la misma intensidad que un cuadro colgado en una pared.

Cuando era una mujer joven, llevaba un diario. Escribía lo que pensaba y sentía, sobre todo por Lucian Freud, con quien estaba en ese momento. Cuando lo conocí tenía dieciocho años y cuando nos separamos oficialmente tenía veintiocho pero seguimos en contacto hasta que murió a través de nuestro hijo Frank Paul y a través de la pintura. En el diario, mis reflexiones y sentimientos están contados con una prosa vehemente y en general sobrecargada. Y en esa prosa turbulenta se entrecruzan algunos poemas. Los poemas me ayudaban a tomar distancia y elevarme a vuelo de pájaro. Me ofrecían la posibilidad de darle alguna forma al caos emocional y también de crear algo bello. La poesía formaba un puente hacia el lenguaje mudo de la pintura. Si me alejaba de la palabra escrita podía inventarme un lenguaje nuevo, pintado. Cuando pintaba me sentía libre para expresarme. La pintura fue reemplazando de a poco a la prosa, la poesía y las palabras en general.

En el año 2011, después de la muerte de Lucian, pinté un cuadro y lo llamé Pintora y modelo. Es una referencia a un cuadro de Lucian con el mismo título, el último retrato mío que pintó. En el cuadro de Lucian tengo un pincel en la mano y estoy pisando un pomo de pintura. Frente a mí, en el sillón, hay un hombre desnudo: mi amigo, el escritor y artista Angus Cook. El reparto tradicional de roles queda invertido. Yo estoy representada como la pintora y Angus está representado como mi sujeto, u objeto, de deseo. En Chica desnuda con huevo, el primer retrato mío que pintó Lucian, estoy acostada en la cama de su estudio y desvío los ojos para esquivar su mirada. En los otros retratos tampoco levanto la vista: estoy “ahí”, ofrecida para que haga lo que quiera conmigo. Mis ojos también miran hacia abajo en el último retrato, pero porque estoy concentrada, pintando.

En mi Pintora y modelo, lo tengo todo. Soy artista y modelo a la vez. No me hace falta montar una escena sobre el poder porque yo misma me observo. Me empodera el hecho de representarme como una pintora, que es lo que soy.

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Trabajo solo con personas y lugares que conozco hace tiempo. La intimidad me da margen y me permite tomarme algunas licencias con las formas y estructuras de las caras y los cuerpos, las nubes, las olas, las casas. Si no conozco bien a las personas me vuelvo mucho más literal cuando trato de representarlas: tengo que estudiar la distancia entre la nariz y la boca, y la forma de la frente, y así voy tanteando hasta que logro un parecido. Si las conozco no me hace falta mirarlas para dedicarles mi atención, pero de todas maneras necesito su presencia física.

El modelaje no es una experiencia pasiva. Cada una de mis hermanas —Rosalind, Lucy, Jane y Kate— tiene su propia relación con el modelaje.

Kate, la que posa con más frecuencia, cuenta que al principio la dejaba leer durante las sesiones y que solo le sacaba el libro cuando tenía que dibujar las manos. Esos primeros retratos de Kate salieron acartonados, les falta chispa. Después comprendió que cuando modela lo importante es entregarse y los cuadros cobraron vida. La pinté en una serie de cuadros vestida de blanco. Me imagino el espacio de la galería, los cuadros colgados en una línea extendida y la paz profunda que transmiten. Kate se convirtió en mi modelo principal cuando mi madre envejeció y se sentía demasiado frágil para subir los ochenta escalones hasta mi estudio. Desde el principio se notó que mi madre tenía un talento innato para ser una gran modelo. Posar se transformó en su vocación. En general aprovechaba la sesión para rezar.

Cuando mi hijo Frank era chico lo pintaba con frecuencia. Después se convirtió en un adolescente y no quería posar. Volvió a posar para mí a los veintipico. Como el silencio de mi estudio lo angustia, en las sesiones escuchamos audiolibros. Creo que por eso se siente una energía distinta en los cuadros de Frank: tienen una especie de levedad y frescura.

La noche antes de modelar, mi marido, Steven Kupfer, se prepara. Hubo un tiempo en que se ponía a filosofar mientras posaba pero eso siempre le daba sueño. Miraba fijo la ropa que uso para pintar, se entregaba a sus pensamientos, empezaba a ver todo tipo de formas extrañas y al rato se quedaba dormido. Ahora se aprende las definiciones más difíciles de algunos crucigramas la noche anterior y las resuelve mentalmente mientras modela. Las mañanas de sesión de modelaje, cumple con un ritual. Se despierta temprano y viaja desde su casa de Kentish Town hasta Russell Square. Siempre es el primero en entrar al café de la esquina. Se sienta y lee un poco de filosofía hasta que llega la hora de venir a mi estudio de la calle Great Russell. En invierno siento el frío que asciende con él mientras sube las escaleras hasta el estudio. Le lleva un buen tiempo entrar en calor. Lo vive como un desafío, y lo disfruta. El ritual es parte del atractivo que tienen las sesiones de modelaje para él. Creo que necesita participar en forma “activa”. Está mucho más pendiente que mis hermanas de cuanto lo rodea, y de mí en el atril, y no se pierde en su propio mundo, como ellas.

Los hombres se interesan por la pintura como proceso y por el modelaje cuando posan, me he dado cuenta de eso. Cuando trabajo con hombres el silencio es menos interior. Según mi experiencia, a las mujeres les resulta más fácil quedarse quietas y entregarse a sus propios pensamientos, y en general parece que apenas se dan cuenta de que estoy con ellas en la misma habitación. Por eso cuando pinto a una mujer me siento más en paz y más libre.

Posar para Lucian me pareció un desafío desde el principio. No le gustaba que me encerrara en mi mundo. Él quería que participara. Me hablaba y me hacía preguntas mientras pintaba. Le gustaba observar a sus modelos en movimiento, le gustaba observar la forma que adoptaba la boca de sus modelos cuando reían o hablaban. En eso era más retratista que yo. Yo hubiera preferido entregarme a mis pensamientos y estar tranquila. Pero con él eso estaba descartado.

Mis cuadros, que son tan reservados y personales que parece que tienen colgado un cartel de “no entrar”, empezaron a abrirse desde que volví a escribir. Me siento más segura como pintora porque me siento más confiada para expresarme con palabras. Cuando escribo mis memorias me conecto con mi faceta de escritora, con esa mujer joven que se expresaba por escrito. Revivo los recuerdos de esa época con mucha intensidad. Cuento mis recuerdos de Lucian y él aparece de nuevo en mi mente y en mis sueños. Me siento liberada y veo con más claridad la evolución de nuestra historia porque puedo poner en palabras lo que sentía. Al principio dependía de él emocionalmente, pero cuando empecé a sentirme más segura de mi propio talento y de mi orientación como artista me fui independizando. A mí me atrae la fusión de lo místico con la observación directa. Es algo que ya se ve en Mi madre y Dios. El enfoque de Lucian era totalmente distinto. Él casi nunca trabajaba a partir de la imaginación. Tenía la firme convicción de que lo esencial era concentrarse intensamente en la vida.

*

Uno de los mayores desafíos que enfrenté como artista y mujer es el conflicto entre que me importe alguien, amar a alguien, y al mismo tiempo permanecer íntegramente dedicada a mi arte.

A los hombres en general les resulta más fácil ser egoístas. Y hay que ser egoísta. Lo ideal es que “te importe y no te importe”. Hay que entregarse de lleno y al mismo tiempo ver las cosas en perspectiva. Los grandes actos creativos encierran siempre esta dualidad de darlo todo y después soltar para que la obra tenga vida propia.

El conflicto se volvió más doloroso mientras cuidaba a mi hijo. Tuve que convertir mi departamento y estudio en un lugar separado: en mi lugar de trabajo. Si estoy con Frank, no pienso en mí. Lo único que me importa es él y no puedo trabajar cuando se queda conmigo. Frank lo entiende y lo acepta, y creo que en general fue más doloroso para mí que para él. En la introducción para el catálogo de una muestra que hice en el Bellas Artes de Marlborough, escribió:

El aislamiento es profundamente importante para la obra de mi madre y su tranquilidad mental. Su cuarto está prácticamente vacío, de no ser por la cama, un diván, dos sillas, una lámpara y los manchones ocasionales de pintura. El estudio, a donde nadie puede entrar sin permiso, es un conjunto de tablones de piso astillados, lienzos y salpicaduras de pintura. Como en el cuarto, no tiene adornos: no le hacen falta, como a otras personas, para sentirse afianzada. Cualquiera diría que mamá es una persona autosuficiente, pero las separaciones la afectan de una manera profunda. Le gustaría ser más hospitalaria pero su necesidad de estar sola se lo impide, y eso le da mucha culpa.

Steve y yo no vivimos juntos porque necesito contar con mi propio espacio. No tiene llave de mi departamento. Sabe que necesito mi intimidad y lo respeta. Él también es una persona muy reservada. Cuento con su apoyo incondicional, para mí y para mi trabajo, y el hecho de que últimamente me sienta más segura se debe en gran parte a la constancia de su amor. Sus comentarios atentos sobre mi obra también me ayudan. Cuando le mostré el primer borrador de este libro reaccionó enseguida, con calidez: “Aquí hay ternura, creo que también hay generosidad. Y hay algo más, que viene de reconocer que el pasado, con sus penas y alegrías, tiene un lugar y una voz que el presente puede y debe reconocer”.

Al principio, con Lucian también padecí este conflicto de intereses. Me hablaba con admiración de Gwen John, que en su momento más apasionado con Rodin abandonó la pintura para entregarse a la relación. Yo sabía que en sus palabras había un reproche escondido y que Lucian creía que yo tenía que hacer lo mismo.

Me gustaría que este libro le hable a las artistas jóvenes, y quizá a todas las mujeres, que tarde o temprano tendrán que enfrentarse con este desafío y resolver el conflicto a su manera. Creo que es un dilema esencialmente femenino. A lo largo de la historia, las mujeres fueron más reconocidas como temas del arte que como artistas. Muchas mujeres terminaron convertidas en grandes musas de los grandes artistas por su soltura para entregarse y su talento para la quietud. Como pintora, hay que inventarse una estrategia. Yo siento la necesidad de levantar barreras para proteger mi soledad. Coincido con Virginia Woolf: lo esencial es tener un cuarto propio.

Esta autobiografía habla sobre mí, como mi cuadro Pintora y modelo. Y como escribo sobre mí con mis palabras, mi vida se convierte en mi relato. Lucian, en especial, se transforma en parte de mi relato, y yo no quedo retratada como parte del suyo, que es lo que suele suceder. Decidí usar palabras en vez de cuadros porque las palabras son más directas para comunicarnos. El lenguaje hermético de la pintura guarda necesariamente su secreto, y su poder permanece en el misterio.

Dejo que hable la voz de cuando era joven y tomaba notas en el cuaderno. También escribo los recuerdos de esa época. Y en- tiendo, como nunca antes, que entre la intensidad de ese pasado y este presente más contenido hay una conexión que nunca se quebró. Siempre fui, y a los casi sesenta años sigo siendo, la mis- ma persona que era en la adolescencia, cuando conocí a Lucian, y la niña que fui en la India, cuando me sentaba en el bello jardín de nuestra casa en Trivandrum, tan quieta que las mariposas se me posaban encima. Esta simple revelación me parece compleja y profundamente liberadora.

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