Gonzalo Heredia y su segunda novela: pasión, droga y violencia en el mundo de los talleres literarios

El actor argentino habló con Infobae sobre “El punto de no retorno”, ficción que narra la relación entre un joven escritor y un autor consagrado que se convierte en su maestro y gurú. El triángulo amoroso se completa con la mujer y musa del mayor. “Trabajo para poder leer y escribir”, confesó el actor de “La 1-5/18″

"El punto de no retorno" es una entretenida ficción sobre talleres literarios, procesos de escritura y sistemas de legitimación en el mundo de los libros (Foto: Franco Fafasuli)

Serio, muy concentrado en lo suyo, desde afuera parece no le alcanzan las manos para hojear los ejemplares que están exhibidos en la mesa principal, a la entrada de una de las librerías más lindas de Palermo. Así como se lo ve, parece uno más de los lectores insaciables en busca de nuevas dosis de aventuras, ideas y poesía. Detrás del barbijo negro, es imposible adivinar que quien está leyendo la contratapa de Conversaciones con David Foster Wallace -uno de sus autores favoritos- es el mismo que protagonizó tantas telenovelas y que en estos meses se pone en la piel de Bruno Medina en La 1-5/18, la tira de Polka que busca contar el día a día de los habitantes de una villa y en la que también actúan Agustina Cherri, Leonor Manso, Romina Gaitani, Luciano Cáceres, Roly Serrano y Esteban Lamothe, entre otros. Tal vez, y solo tal vez, hay algo en su corte de pelo que podría advertirle a los desprevenidos que ese señor que parece sumergido en la lectura más allá del universo navideño y agobiante de la ciudad es Gonzalo Heredia, el actor. Aunque, en realidad, el Gonzalo Heredia (Munro, 1982) que llegó a Eterna Cadencia para una entrevista con Infobae no es -o no solo es- el actor que el 6 de enero vuelve al teatro con la exitosa obra Desnudos -en la que comparte escenario con varios colegas y también con su mujer y madre de sus dos hijos, Brenda Gandini- sino el escritor que acaba de publicar El punto de no retorno, su segunda novela. La primera fue Construcción de la mentira -en la que buceaba en el mundo de la actuación, un espacio que conoce bien- y recibió muy buenas lecturas. Amabas novelas fueron publicadas por el sello independiente Alto Pogo.

Unos minutos después, ya sin barbijo y en la terraza de la librería, a esa hora dorada por el sol crepuscular, Heredia buscará explicar el lugar que la literatura y los libros tienen en su vida desde hace algunos años, más precisamente desde cuando todavía trabajaba en el taller mecánico de su padre y se imaginaba fuera de ese espacio, por lo que buscaba saltar el muro de su insatisfacción a través de los libros y de los ensayos de escritura que hacía en papeles y libretas con una Bic roja. Lo hará moviendo las manos, tomándose el rostro al tiempo que piensa, y mientras habla de la cocina y el detrás de escena de El punto de no retorno, una entretenida ficción sobre talleres literarios, procesos de escritura y sistemas de legitimación en el mundo de los libros, una novela de iniciación que se centra en la admiración/adoración de un joven lavaplatos y escritor novel (Santiago Cruz) por el gran escritor Hernán Zaiétz, su maestro, déspota y gurú, y el singular triángulo amoroso que se completa con Mariela, también escritora, novia esclavizada y sufrida musa de Zaiétz.

Gonzalo Heredia se pregunta en su novela por el origen de la ficción (Franco Fafasuli)

Todo transcurre a comienzos de los años 2000, cuando los blogs entregaban un espacio para hacerse leer sin pasar por ojos editores, un espacio al que podía llegarse de manera anónima tanto para producir como para comentar, admirar o criticar. Alrededor de los protagonistas, una cofradía de aspirantes a escritores que acuden a la casa de Zaiétz en Caballito tras la receta para el éxito, mientras hurgan en sus propios sufrimientos para luego volcarlos en la literatura porque en la novela de Heredia lo que se busca, básicamente, es el Aleph de la escritura, el punto de origen y concentración de esa materia que, en la figura del maestro seductor y perverso, parece indicar que solo se puede escribir lo que se vive y, fundamentalmente, lo que se padece.

“En un momento Zaiétz empezó a quejarse de la poca luz que entraba a la casa a esa hora de la mañana. Dijo que el problema era él y se levantó de la silla. Empezó a gritar: soy un mediocre, soy un mediocre, mientras agitaba las manos cerradas adelante de Mariela. Se arrodilló y se golpeó el pecho mirando al cielo. Yo me hice el boludo y me puse a mirar la pintura descascarada de la pared. Verlo así me hizo pensar que, si quería escribir como él, tenía que hacerme mierda de verdad. Mi vida al lado de la suya no servía ni para escribir un poema”.

El El punto de no retorno hay rayas de cocaína sobre la tapa de los libros, hay violencia física y retórica, hay sexo y pasión; hay, también, un mundo pre revolución de las mujeres, en el que todavía había espacio para el autoritarismo desesperado de los machos alfa de la literatura. La novela es breve, se lee de un tirón, es muy visual y ofrece personajes elaborados y algunas escenas muy logradas: el reencuentro de Santiago con su ex, con la chica sometida tímidamente a su voluntad de repetir viejas postales de la felicidad y la angustia del final de la noche es realmente buena.

El actor que busca manejar su presencia en los medios y las redes pero que a la vez no elude las respuestas cuando lo critican (o masacran) por su trabajo en la TV, disfruta de hablar de su novela con la timidez del que está llegando y revela, sin falsas atribuciones, el modo en que la lectura de grandes clásicos contemporáneos como Onetti, Puig, Tizón o Saer pueden también tener un eco en sus propias ficciones.

La irónica respuesta del actor a quienes critican su trabajo

— ¿Cómo surge El punto de no retorno, cuál es la idea original? ¿Qué fue primero? ¿Uno de los personajes, una imagen, un tema?

— Varias cosas. Primero hay algo de lo metaliterario, de lo metanarrativo, que a mí me llama poderosamente la atención desde siempre. La primera imagen que se me cruzó fue la de personas que se escriben a sí mismas y que escriben a otros. Y que meten a otros o a otras dentro de sus ficciones. Es como esta especie de imágenes de cuatro espejos que se enfrentan y se reflejan unos a otros, por lo que ya no se sabe cuál es el original, dónde empezó todo. Eso, por un lado. Después, lo que en teatro vendría a ser el rompimiento de la cuarta pared, algo que también estaba en su momento en Construcción de la mentira. Pero acá, al ser una novela literaria, quería preguntarme por esto de cuándo comienza una ficción. Lo digo pensando en una especie de cinta de Moebius. Después, se me ocurrió construir la novela con mails, que fuera una polifonía. Me gustaba también la idea de ubicar la historia a principios del 2000, la era en la cual el blog comenzaba poco a poco a ser refugio de los escritores y escritoras incipientes. Esto de “quiero que me lean pero quiero ser anónimo al mismo tiempo y de tener lectoras y lectores del otro lado”. Y entonces me gustaba esta idea del mail, de los blogs y de las voces, quería construir voces. Y después, bueno, yo tenía ya un relato que había escrito en el año 2004. Era un relato que estaba escrito en una libreta, yo escribo en libretas.

— ¿Siempre empezás escribiendo a mano?

— Sí, sí, sí.

— ¿Todavía hoy?

— Siempre. De hecho, tengo algunas cosas también escritas con la máquina de escribir. Hay algo de la caligrafía que a mí todavía me impulsa. Algo de la letra, de la brevedad. Ese relato lo trabajé con Hugo Correa Luna, yo estaba terminando en Casa de Letras la carrera de narrativa y pegamos mucho por lo metaliterario, yo hablaba mucho con él sobre eso. Y él me recomendaba lecturas y nos pasamos algunos textos. Entonces ahí me animé y le dije “mirá, estoy escribiendo esto”. Y empezamos a trabajar cuando terminé de estudiar ahí...

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Escribe a mano, en libretas, porque se entusiasma con la caligrafía y la brevedad pero también por algo vinculado al romanticismo, dice. “A mí en esta época todavía me la impresión que muchas personas en un mismo espacio estén todas con el teléfono en la mano. Digo, yo soy como de ese lugar medio romántico en el que trato de no mirar todo a través de una pantalla. Entonces, también por eso esto de escribir a mano”, dice Gonzalo Heredia mientras apura el último sorbo de café y mira profesionalmente a la cámara del fotógrafo. No hay impostura en esa mirada, hay, en todo caso, hábito: el de aquellos y aquellas que conviven con las cámaras desde hace tiempo. Habla de sus formas de lectura y también de la inevitabilidad de la escritura. Rituales, muchos. Anotar maníacamente recomendaciones de personas admiradas; leer y escribir en cualquier contexto y con cualquier ruido ambiente siempre que no haya interrupciones (lee y escribe en cualquier lugar de su casa, incluso mientras sus hijos Eloy y Alfonsina, de 10 y 4, juegan o hacen la tarea) y también asistir a cursos o clínicas literarias para crecer como escritor porque sí, asegura, se puede aprender a escribir.

Gonzalo Heredia, en su casa

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— ¿Cuándo leíste La lección del maestro, de Henry James?

— ¿Cuándo la leí? No sé. No hace mucho. Yo no tengo, no soy de esas personas… Vos me conocés. Empecé a leer tarde

— Sí, lo sé. Por eso te pregunto si es una lectura relativamente nueva, porque ese relato de James tiene cierto vínculo con tu historia, además de que está mencionado.

— Sí, está mencionado. Hay muchas lecturas que tuve para El punto de no retorno y cada una es como una especie de guiño y también es una especie de microrrelato dentro de la novela porque no aparecen porque sí. Digo, La lección del maestro de Henry James aparece en el momento en el que Santiago conoce a su maestro y está esta situación oscura en la que hay merca, cuando él se refugia en ese escritorio y peina una raya arriba de la tapa de ese libro. También aparece Edith Wharton abajo. Todo está por algo y para algo. También está esto de que él leyó a Anne Sexton, aparece Sylvia Plath. Para escribir una novela tengo que tener acopio de lectura. Siempre hago eso. De hecho, ahora estoy teniendo una especie de acopio de novela familiar porque hay algo de la familia que me gustaría diseccionar, por decirlo de alguna manera. El otro día estaba hablando con Horacio Convertini y él me decía eso: vos tenés una forma de, por ejemplo, tomar el mundo del espectáculo y hacerle una especie de autopsia. Ahora pasa con los talleres literarios y con la escritura y le digo sí, es verdad, puede ser, ahora me pasa con la familia. Hay algo que me gustaría revisar. Hace un par de años, una directora de cine usó una imagen muy poderosa que es la de abrir un sapo para ver qué tiene adentro, a ver cómo son los organismos.

— O reventar un pececito. O un axolotl.

— Bueno, sabés que el cuento de Cortázar lo leí después de haber escrito esa escena. Tuve intercambios con algunos escritores y escritoras que son colegas y amigos y, cuando mandé un manuscrito, una me dijo: nombrás el axolotl pero no nombrás a Cortázar.

— ¿No tenías idea de la existencia del cuento?

— Ahora sé que es obvio, claro. Pero me sentí muy como mi personaje, muy ignorante. E inmediatamente luego de haber leído su mail me acuerdo que dejé el teléfono, me puse a buscar en el biblioteca y a leer de parado ahí mismo el cuento y decir puta, hay algo de magia cuando uno escribe, hay algo que está como en el éter, el aire, que se cuela por algún lado. No sé por dónde. Me impactó mucho esto del personaje mirando el axolotl no sabiendo quién era quién, ese efecto que hace Cortázar que me parece maravilloso. Y para escribir hago mucho acopio de lectura porque hay algo que dice Tununa Mercado que es lo que me pasa a mí, o que creo que me pasa a mí. Hay como una arenilla que queda en el fondo… Que empieza a sedimentar y que uno, después, piensa que las ideas son de uno pero no son de uno.

— Bueno, el otro día, acá mismo, Abel Gilbert decía que todos los libros siempre dialogan con otros libros.

— 100% de acuerdo.

El punto de no retorno (Franco Fafasuli)

Por qué, para qué escribir

— Por momentos me pongo a pensar, y digo: un tipo como vos que es un actor conocido, al que le va bien, que seguramente va por la calle y todo el mundo lo conoce, lindo, que todavía tiene varios años porque sos joven...

— Joven, eso te iba a pedir, decílo por favor.

— (Risas). Joven. Y que todavía tenés años para... no sé, sos actor, podrías querer ser Darín el día de mañana. Pero tu foco no está ahí. El señor va y se pone a escribir desde la nada...

— Publica en una editorial independiente.

— Sí, eso. Y se propone ser un escritor, no que le publiquen un libro porque es Gonzalo Heredia. Se propone ser un escritor. ¿Por qué?

— Para qué, aparte, ¿no? Para qué sentarse a escribir y todo eso. No lo sé. Hace unos años tuvimos (N. de la R. con Brenda, su mujer) así algo como una pelea de pareja y apareció esa pregunta de por qué, para qué. Yo creo que hay algo del legado, que es inmensa la palabra, pero hay algo de dejar. Creo que lo único que nos atraviesa a nosotros son las palabras y la forma de percepción que tuvimos del mundo, punto. Yo creo firmemente en eso y, por eso, también me siento escribir, intento escribir, porque para mí el acto de escribir, como lo digo en la novela, es el ensayo de respuesta a una pregunta que uno se hace pero puede llegar escribiendo una novela o escribiendo cualquier texto; puede llegar como rasguñando, pero es una pregunta que sigue y que me atormenta también.

Entrevista a Gonzalo Heredia

— Viste que hay gente que dice que uno escribe porque no puede evitarlo.

— Sí.

— Bueno, eso te pregunto. ¿Te pasa eso?

— Claro que me pasa eso.

— ¿Es eso? Porque, de pronto, están quienes tienen algo de voluntad, del tipo “voy a escribir porque tengo que escribir.”

— No, no, hay algo que obviamente no puedo evitar. Escribo a mano. Llevo libretas conmigo. Digo, no lo puedo evitar porque es así y porque también le di lugar a que sucediera. Y yo tengo cosas escritas desde que trabajaba en el taller mecánico con mi papá y tienen manchas de gasoil de verdad. Entonces, ya en ese lugar, hoy, viéndolo a la distancia, que pasaron, no sé, 25 años, digo claro, yo no quería estar ahí. Entonces, ¿cómo hacés para no estar ahí? Construís una ficción. ¿En dónde la construís? Y, en un papel, con una lapicera, con una Bic roja que tenía. Lo construís de esa forma. Porque no querés estar, porque querés ir a otro lado, porque querés que tu mundo no sea acotado. Entonces, ahora, tomando distancia de eso, hay algo por lo que la palabra para mí es sumamente importante. El primer texto que escribí fue porque tenía una novia -cuando tenía, no sé, 11, 12 años-, y yo me había portado muy mal y la estaba perdiendo. Entonces, en esa desesperación lo último que intenté fue escribirle una carta, un poema o una forma de poema. Y cuando la llamé, se lo leí y me acuerdo que ella me dijo: me quedé sin palabras. O sea que mis palabras la habían dejado sin palabras a ella. Y, entonces, hay algo de la palabra, de lo que dice Zaiétz, de que las palabras tienen fuerza y es lo único que nos va a trascender.

"Hay algo que obviamente no puedo evitar. Escribo a mano. Llevo libretas conmigo. Digo, no lo puedo evitar porque es así y porque también le di lugar a que sucediera", contó el actor (Franco Fafasuli)

Cuando el que hace las preguntas es el entrevistado

Es actor y lo contratan porque es un nombre, es escritor con dos libros publicados y ya comienza a transitar ciertos espacios como local y menos como visitante y es, también, uno de los conductores de Nota al pie, un programa de radio sobre libros que comparte con Ana Correa los viernes por la noche en Radio con Vos, y en el que acostumbra a estar del otro lado, ahí no habla de él sino que hace hablar. Tal vez por eso, en cierto momento de la charla, mientras el sol sigue cayendo y la Navidad está más cerca, los roles se invierten y Heredia se convierte en el dueño de las preguntas.

— ¿A cuántos hombres grandes admiraste mucho?

— No, no a muchos.

— ¿No?

— No, no. A mí en un punto me hubiese gustado tener un maestro como Zaiétz, eh. Me hubiese encantado. Pero yo no fui a talleres literarios, participé de muy pocos, de hecho el único que hice, así, con continuidad, fue con Virginia Cosin. Con Hugo (Correa Luna) los encuentros que tuve y con Mariana Komiseroff fue por Zoom porque me agarró la pandemia. A mí me hubiese gustado tener un maestro. Me hubiese gustado vivir eso y tener esa experiencia, viste, siempre hablan de los talleres de Forn, los talleres de Abelardo Castillo. Lamentablemente no tuve esa experiencia. Y en mi novela un poco hay de eso, de esta como nostalgia de no haber tenido algo, de no haber vivido una situación, y de vivirla a través de los personajes.

— Conocí a muchos señores así como Zaiétz, pero tal vez hoy ya no existen esos hombres, esos maestros.

— Hablemos de los hombres.

— Claro.

— Hablemos de la masculinidad.

— Yo creo que el modelo, ese modelo...

— ¿Vos decís que no existe más eso?

— No, me parece que está siendo muy cuestionado. Los que todavía lo intentan reciben bifes cada dos minutos. No existe más. Entonces me parece que se cuidan. Muchos cambiaron la cabeza de verdad y otros, bueno, saben que serán escrachados de todas las maneras posibles.

— ¿Pero no lo hacen por eso?

— En muchos casos, sí. No sé qué irá a pasar mañana, es una discusión larga porque creo que hay mucha impostura, también, ¿no? En tu novela aparece Fogwill escribiendo una respuesta a un post de un blog. En ese tiempo Fogwill ocupaba ese lugar del que hablás, de maestro, de gurú. Los escritores varones lo adoraban pero era despreciativo y hasta grosero con la enorme mayoría de las mujeres.

— Hay algo de esa época, de ese estereotipo de escritor, también de hacerse mierda, viste. De ser adicto y llegar como el fondo para poder construir algo bello, sacar la ficción para poder escribir.

— Sí, pero en tu novela también aparece la idea de vivir para luego escribir lo que se está viviendo. O sea, ¿qué es primero?

— Yo no la tengo contestada esa pregunta. No lo sé.

— No, pero en tu novela eso aparece, hay un momento concreto en que Santiago está caminando detrás de una chica y dice algo así como: “la voy mirando, la estoy siguiendo, vamos entrar a la habitación y, mientras la voy mirando, la voy radiografiando porque la voy a escribir”.

— Eso me pasó una vez cuando Leila Guerriero vino al programa: me acuerdo de verle los ojos, a dónde iban sus ojos.

— Bueno, ella es una cronista.

— Pero por eso, hay algo también del que no busca ficción pero sí todo el tiempo está... con las antenas ahí mirando, y los oídos. Kartún habla mucho de eso también.

Entrevista a Gonzalo Heredia (Franco Fafasuli)

— Sabés que cuentan que James Boswell, que era el biógrafo de Samuel Johnson, le hacía las producciones. O sea, como estaba escribiendo la biografía en vida del gran intelectual, le armaba encuentros, citas, todo para luego tener un nuevo capítulo de su libro. Casi no había lugar para lo fortuito. En eso pensaba, ¿no? De cuánto hay de producir, más o menos voluntariamente, los eventos para después narrarlos. Hay mucho de eso.

— A mí me encanta eso. Digo, también dialoga mucho con Construcción de la mentira, esta cosa de la continuidad de la actuación. Todo el tiempo actuar, fingir y demás. El punto de no retorno creo que se mete un poco más con eso y como que abre un poco más esto de si la realidad se puede escribir. El otro día terminé de leer el libro La obligación de ser genial, de Betina González, donde se mete de lleno y habla justamente de eso, de decir, bueno, ¿la realidad es literaria? ¿Es literatura eso si escribo tal cual? Que habla mucho de los cronistas, del periodismo narrativo. A mí me interesaba abordar todo eso, cómo se cocina la ficción.

— ¿Cuántos años estuviste trabajando en esta novela?

— Arranqué apenas publiqué Construcción de la mentira, hace tres años. En el 2018 tenía un par de cosas escritas, tenía el relato y había algo que me hacía ruido. Después la novela, porque viste, yo leo y escribo, escribo y escribo, y no escribo y también estoy escribiendo. Digo, pensando, soñando y demás. Después me senté y la escribí desde el 12 de diciembre del 2019 hasta hace dos o tres meses atrás.

— O sea, estuviste escribiendo en la peor parte de la pandemia.

— Durante toda la pandemia fue lo único que me salvó. Al principio eran cuatro los personajes, Zaiétz, Mariela, Cruz, el protagonista, y...

— Rita.

— Rita. Pero Rita no era Rita. Siempre eran cuatro personajes, estos dos discípulos y esta pareja de escritores. Después la novela cambió en un momento, fue como que estaba trabado. Una mañana, me acuerdo, estaba sentado y dije: no sé qué más escribir. Y ahí se me ocurrió que fuera un triángulo, sacar a esta Rita que no era Rita en ese momento, sacarla y ensanchar la vida de Mariela. O sea, darle protagonismo a Mariela, con su historia, con su pensamiento.

— Me gusta esta frase de tu novela: “La originalidad, el arte de robar cosas precisas. Eso es lo que te convierte en artista.” ¿De dónde sale?

— La verdad, ya ni me acuerdo de dónde salió esa frase.

— Está buena.

"Durante toda la pandemia lo único que me salvó fue escribir", confesó (Franco Fafasuli)

— Ni me acuerdo de dónde salió, pero seguramente de algún lado. Pero el otro día también entrevistamos a Fabián Casas y hablaba algo muy similar, en esto de la búsqueda de la voz personal de cada uno. En esta búsqueda de la voz, tengan lecturas, saquen. O sea, roben, decía. Si vos robás una frase de algún escritor o de alguna escritora, lo más probable es que no encaje en tu texto. Pero después hay algo en donde queda el sedimento y en donde se va a decir sólo. Entonces, a mí me parece interesante esto de que el maestro le muestre el truco al discípulo, que le diga: mirá que no es todo ingenio, no es eso, eh, robá.

— Yo te puedo decir todo y vos nunca lo vas a hacer exactamente igual.

— Exactamente.

— Hay otra frase que dice “Para mí escribir es como una música que escucho y que no puedo tocar”. ¿Gonzalo Heredia piensa así o ya empezó a tocar?

— Bueno, sí, si hablamos de libros, de novela, de texto, sí, hay algo que indudablemente está empezando a tocarse. Afortunadamente la música sigue sonando y se siguen buscando formas de decir, formas de escribir y de contar.

— ¿Por qué situaste la casa de Zaiétz en Caballito?

— No sé. Podía haber sido cualquier lado. Hay algo como de la Capital, de ese lugar, podía ser Villa Crespo también. Hay algo del mapa que me gustaba. Recorrí como toda la...

— Topografía.

— Como todo el mapa. Las cuadras que caminaron los asistentes al taller. A lo Saer, en Glosa, así. (Sonríe) Esa última recorrida que hacen hasta la 9 de Julio, la última vez que se ven. El final fue lo último que escribí. Lo último, último, ya con el PDF de la vuelta, cuando te dicen bueno, tomá, leélo pero ya está.

— ¿Pero terminaba como termina ahora, que está publicada?

— No, no terminaba en ese presente. No terminaba con Cruz con una hija. Pero había algo del presente y de la nostalgia, viste, como esto de los grupos de amigos que nos han marcado en la juventud o esas personas que atravesaron nuestra vida brevemente pero que nos han dejado mucho. Y eso es nostalgia. Me acuerdo de que cuando escribí la escena con Mariela en la que se despiden en el bar, la escribí llorando. Me acuerdo que estaba el Zoom de mi hijo, estaba Brenda con él teniendo matemática a mis espaldas y yo estaba escribiendo y lloraba mientras escribía.

— O sea, no escribís a solas.

— No, no me molesta el ruido.

Gonzalo Heredia y Brenda Gandini con Alfonsina y Eloy

— Podes escribir con los chicos y con el ruido familiar.

— Y puedo leer también así. Si me interrumpen, no puedo. Eso no.

— ¿Los chicos saben que si estás escribiendo no se te interrumpe?

— A veces, sí. O a veces les tengo que decir estoy escribiendo, que no puedo. Pero hay algo del ruido, de lo cotidiano, que no me molesta.

— ¿Les inventás historias a tus hijos?

— Sí, y también ellos me inventan historias a mí. Me acuerdo que cuando Eloy era un poco más chico, ahora tiene 10, pero cuando tenía, no sé, 4, 5 años, él me contaba historias y yo las escribía así como me las contaba, tal cual, no le cambiaba ni una coma ni nada. Y después se las leía a él y era algo que lo atrapaba mucho.

— Su propia historia.

— Su propia historia. Su propio texto, su imaginación o no sé qué, sus personajes. Y me acuerdo de que una vez me invitaron a un encuentro que tenía que ver con los chicos y la lectura y yo llevé esos textos y los leí y fue genial, mucho de risa y disparate pero, a la vez, también profundidad y oscuridad, como que había un niño al que se le moría la madre, ¿entendés?

— Vuelvo a cuando estabas con esa frase y ese momento en el que estabas llorando, ¿ya estabas con la computadora?

— Sí, ahí ya estaba con el texto en la computadora y me acuerdo que estaba escribiendo muy incómodo pero no podía soltar. Y me acuerdo puntualmente cuando ella le acaricia la cara, igual que como él vio que lo hacía con Zaiétz. Esa despedida.

— De la madre que no fue madre.

— Sí, hay algo de eso. También de la relación de un pendejo con una mujer un poco más grande, que eligió no tener hijos, y había algo como ese amor maternal que quizás estaba ahí dando vueltas, estaba latente, que apareció ahí.

— Sí. Y también de la relación de dos hombres por interpósita persona, ¿no? De nuestro amigo escritor novel con su maestro. ¿Qué clase de lector o lectora te imaginas para esta novela?

— Imagino lectores que hayan ido alguna vez a un taller literario, o que hayan escrito o que intenten hacerlo, pero sobre todo que tengan esta pregunta latente: para qué escribir. Escribo porque, como dice el escritor consagrado de mi novela, es casi una enfermedad y porque lo único que queda o va a quedar son las palabras.

— ¿Te imaginas la posibilidad de dejar de actuar y vivir de escribir?

— No, quién puede vivir de escribir. Quién puede.

— ¿Pero te gustaría?

— A mí me gustaría leer y escribir. De hecho, trabajo para comprar tiempo para poder leer y escribir. Es eso. Ojalá que pueda hacerlo.

— ¿Se puede aprender a escribir?

— Sí, creo que sí. Se puede aprender. Creo que todo el mundo tiene la fantasía de escribir o tiene algo para contar, sobre todo eso, todos tienen algo para contar. Lo que se puede aprender es la forma de contarlo. Eso sí se puede aprender.

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