A veces, en el invierno, en esas tardes frías y oscuras, se me da por recordar las desgracias de la familia, y me consuelo pensando que lo peor ya pasó, que son pocas las cosas que, al final de la vida, pueden lastimarnos.
Las Desgracias; así las llamo yo, con mayúsculas. La Desgracia del Lalo y la Aventura de Josefina. Y todo en un solo año: 1938. No me puedo equivocar porque fue el año en que se suicidó don Leopoldo Lugones, que escribía versos tan lindos. Las Niñas los recitaban, por eso me aprendí el que decía: “Al promediar la tarde de aquel día, cuando iba mi habitual adiós a darte...”.
Recuerdo bien a don Leopoldo porque solía cenar en esta casa. Una vez, cuando le llené la copa, me dijo muy comedidamente: “Gracias, hijita”, con tanta cortesía como si yo fuera una de las señoritas de la familia.
Pero volvamos a la Desgracia. Recuerdo que estábamos en la sala de música, la Niña Nacha tocando el piano muy bajito y Josefina declamando con esa voz que ponía la piel de gallina:
Era un país de selva y amargura
Un país con altísimos abetos
Con abetos altísimos, en donde
Ponía quejas el temblor del viento...
Yo les cebaba mate, sentada en un rincón, sin perderme una palabra y con un nudo en la garganta, porque nadie, nadie de la familia, sabía lo mío...
De las Niñas, yo me entendía con Josefina, pero Nacha, Blanca y Charo eran como malditas. De los muchachos, mi preferido era el Lalo.
Es cierto, todos los varones de la familia murieron jóvenes, pero la muerte del Lalo fue la peor. Han pasado años y todavía la recuerdo.
Por la baraja se metió en líos; le gustaba mucho jugar. Siempre andaba por esos tugurios marginales, como los llamaba Josefina, sentándose a la mesa con gente de cuidado, con hombres peligrosos, malvivientes sin duda. Y luego, cuando los líos le caían encima, siempre, siempre, acudía a su madre para que le diera la plata y así pagar las deudas de juego.
Pero aquella desgraciada vez doña Sabina se había ido a La Cruz, a asistir a su suegra, que era de allá.
Así que estábamos solitas, las Niñas y yo, cuando oímos unos golpes terribles en la puerta de calle. Me mandaron a ver quién se atrevía, y al mirar por el balcón de la sala grande me di con un mal encarado que preguntó por el Lalo sin ningún respeto. Yo sabía qué hacer en esos casos, así que le dije que no estaba y le cerré los postigos en las narices. Pero el hombre no se fue; se quedó en el umbral, a los gritos y aporreando la puerta.
Bien que nos asustamos, con doña Sabina ausente, don Ignacio en el Comité y Lalo sin dar muestras de aparecer, así que Josefina fue al dormitorio de su hermano y le dijo: “¿Vas a salir, o querés que te abochorne encargándome yo de ese tipo?”.
Como estaba detrás de ella, pude verlo, tan flaco, la barba crecida, la mirada para adentro, como si no durmiera en años. Me dio pena. Era bueno conmigo, el más considerado. Nunca me mandoneaba, y cuando ganaba, me regalaba unos pesos “para que le guardara la suerte”; por mi defecto lo decía: soy renguita y él me besaba la rodilla —con respeto, no se crean—cada vez que se iba al Tropezón, que allá estaba la guarida de esos maleantes.
Cuando Josefina me ordenó que le buscara el revólver de su padre, él se levantó sin ganas. “No hagás cáscara, que ya voy”, le dijo; después se acomodó el pantalón y se arregló el pelo con los dedos, ¡como si lo viera hoy!
Los golpes seguían, pero en cuanto Lalo salió se hizo el silencio. Era muy de él llevar las cosas por las buenas. Tenía algo... no sé, que hacía que la gente lo escuchara.
Vaya a saber qué promesas hizo, pero el otro se retiró y cuando Lalo volvió del zaguán hizo señas a Josefina y los dos se encerraron en la habitación de ella.
—Garroneada —dijo Nacha despectivamente, y regresó a sus ejercicios de piano.
Al rato salió Josefina de mal talante y él regresó a su dormitorio. Supongo que le pidió una alhaja y ella se la negó.
Más tarde llegó don Ignacio con unos amigos, y mientras yo pasaba la bandeja con el jerez oí que discutían sobre “el binomio de la concordancia”, que nunca entendí qué era. Cosas de política. El señor siempre andaba metido en política.
Lalo se paseaba, fumando, por el patio del surtidor, y yo me dije: “¡Ah, no ha de ser tu padre quien te ayude!”, pero, ¿qué otra cosa le quedaba por hacer al pobre, sin su madre para apañarlo?
No bien se fueron los correligionarios —así los llamaba don Ignacio—, Lalo entró al despacho. Al señor se le borró de la cara la sonrisa medio tonta, de estar alegrillo; se puso serio y me dijo: “Traeme un café cargado. Prontito, que me esperan en el club”. El Social era, por si no saben.
Volvía con el café cuando los oí discutir. Se me estrujó el corazón. “Pobre Lalo”, pensé, “muy mal se debe hallar para levantarle la voz al padre”, porque los muchachos serían vagos y fiesteros, pero muy respetuosos con su padre.
Y ahí estaba yo, dudando en presentarme, cuando oí un ruido como... como si hubieran golpeado con una piedra sobre la mesa. Y escuché clarito decir a don Ignacio: “Esa es toda la ayuda que le puedo proporcionar. Si es un caballero, sabrá qué hacer con ella”.
Entonces pensé: “Mejor entro, no sea que aparezca alguna de las Niñas y crea que estoy husmeando”, así que pedí permiso, di un rodeo al escritorio para dejar la bandeja, y cuando vi lo que había sobre el tablero me temblaron tanto las manos que derramé el café. “¡Tullida inútil!”, gritó el señor y se puso de pie para no mancharse. “¿Quién te dio permiso para entrar?”.
Le pedí disculpas y quise secar el charco con el delantal, pero todo lo hice mal. No más quería desaparecer, y cuando llegué a la puerta de vidrio que daba al surtidor oí la voz de Lalo diciendo con mucha dignidad: “Gracias, señor. No esperaba otra cosa de usted”.
Me quité el delantal empapado y cuando oí el portazo con que don Ignacio se encerró en la biblioteca fui al dormitorio de Josefina. “Su padre... el Lalo... el revólver”, le avisé. Ella tiró el libro de don Leopoldo y me tomó de un brazo, arrastrándome. “Vení, ayudame. No creí que...”.
¡Qué largos me parecieron los patios! Charo, que salía de la salita, nos preguntó riéndose: “¿Qué pasa, a qué juegan?”. Entonces se oyó un trueno y yo grité tapándome la cara: “¡Se mató, se mató!”.
Josefina me largó una bofetada y después me clavó las uñas en los brazos.
—Fue un accidente, ¿entendés? —me dijo en voz baja y entonces apareció Nacha, asustada y preguntando qué había sido ese ruido, porque el hombre aquel que vino por Lalo nos había dejado a todas muy nerviosas.
Josefina ordenó: “Nacha, llamá al doctor Benítez” —era el abogado, no el médico—”y vos, Charo, decile al boticario que traiga lo necesario para atender a un herido de bala”.
—¿Qué? —gritaron las dos.
—Cállense. Venga quien venga, ustedes no saben nada. Yo contestaré todas las preguntas. Cuando nos quedamos solas, me miró desesperadamente, como rogándome que la respaldara. Después entró al escritorio y dijo con mucha tristeza: “¡Lalo, Lalito... perdoname!”.
Ninguna de sus hermanas se atrevió a entrar —y yo, menos que nadie—, y cuando salió, Josefina nos informó: “Estaba limpiando el revólver de papá y se le disparó. Felisa, cuando venga don Tadeo y el boticario hacelos pasar y avisame”. Tenía el rosario, que siempre llevaba al cuello, entre las manos, y el vestido manchado de sangre; parecía veinte años más vieja.
Don Ignacio debió oír el disparo y, aun así, no salió de la biblioteca hasta que vino el juez. Nunca lo quise, pero ese día comencé a odiarlo.
Mandaron por doña Sabina y cuando llegó del campo, por más que Josefina le aseguró que acompañaba a su hermano cuando se le escapó el tiro, ella no le creyó y me interrogó a solas mientras las Niñas estaban en misa. Yo le dije la verdad; una madre tiene derecho a saber por qué y cómo ha muerto su hijo.
Y para rematar aquel año de desgracia, Nacha no pudo ser presentada en la fiesta del Club Social, porque estaban de duelo y Josefina se escapó a Buenos Aires con el hombrecito que tocaba el trombón en la Banda Municipal, el que conoció en la retreta de la Plaza Colón.
Pero no quiero hablar de eso ahora, porque recordar la desgracia de Lalo me ha puesto mal, y lo de Josefina, a mí, hasta me pareció gracioso.
Años después, estando a morir, el señor mandó llamar a doña Sabina. Le hizo rogar por Nacha, que se había metido a monja y lo cuidaba de día —yo me encargaba de él por las noches—, que fuera a verlo, que quiere decirle algo. Pero doña Sabina —desde la muerte del Lalo no había vuelto a dirigirle la palabra—se negó.
Ellos dormían en piezas separadas desde antes de la Desgracia, así que la señora no tenía que verlo por fuerza, salvo que quisiera, y no quería. Se pasaba los días en el cuarto de labores zurciendo y vainillando —era muy a la antigua, de las que no tiran nada—hasta que una mañana vino el doctor Ortiz, su sobrino, y desde la puerta, carraspeando, le avisó:
—Tía Sabina, lo siento; tata Ignacio... al parecer murió mientras dormía.
—Te equivocás, hijo —contestó ella sin levantar la vista del trapo—. Él murió hace años.
No se la vio en el velorio, y yo me quedé a acompañarla. Tampoco fue al entierro —hasta el obispo estuvo, y también el gobernador—y ni siquiera apareció en la novena de Ánimas. Josefina explicó que estaba muy afectada por la pérdida de su esposo y la gente se lo creyó; claro, si no estaban sabiendo nada.
Josefina no reconoció nunca que el Lalo se había matado. ¡Si la habrá interrogado el padre Agustín, que tuvo sus reparos a la hora de enterrarlo!
A veces conversa conmigo de eso como si yo no supiera todo, y a mí, pobrecita, me parece que ella misma se lo cree, de tanto repetirlo. “Te acordás, Feli... qué mal rato pasamos cuando al Lalo se le escapó el tiro”, me dice. “Pero claro, para vos no fue lo mismo, pero yo, que estaba ahí, con él...”.
Y ni se da cuenta, la zonza, de que estoy llorando.
—Era tan sinvergüenza... Pero se hacía querer, ¿verdad, Feli? Vos lo querías mucho... Cuando trato de sorber mi té con la garganta apretada dice, como quien habla de otra cosa:
—¿Te acordás de don Leopoldo Lugones? Se suicidó. ¿Sabés que los suicidas no pueden ser sepultados en tierra bendecida?
Y por un momento recupera aquella voz suya de joven, para recitar:
Era un país de selva y amargura...
No me gusta ese verso, por eso repito para mis adentros el otro, el mío:
Al promediar la tarde de aquel día,
Cuando iba mi habitual adiós a darte,
Fue una vaga congoja de dejarte
Lo que me hizo saber que te perdía...
Y trato de olvidar la mirada de don Ignacio aquella noche, cuando le puse la almohada de Lalo sobre la cara después de explicarle por qué lo hacía. Me arañó los hombros y los brazos, pero apreté y apreté hasta que se quedó quieto, y un rato más también.
Ahora duermo sobre esa almohada, y no sé si es la cabeza de Lalo o la mía la que dejó la marca de su peso sobre la pluma.
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