“En muchos sentidos, escribir es el acto de decir “yo”, de imponerse a otras personas, de decir ¡escúchenme, vean mi camino, cambien de opinión! Es un acto agresivo, incluso hostil. Se puede disfrazar de su agresividad todo lo que se quiera con velos de cláusulas subordinadas y calificadores y tentativos subjuntivos, con elipses y evasiones —con toda la forma de intimidar en lugar de reivindicar, de aludir en lugar de decir— pero no se puede eludir el hecho de que fijar palabras en papel es la táctica de un matón secreto, una invasión, una imposición de la sensibilidad del escritor sobre el lector.”
Joan Didion, Let me tell you what I mean. 2021
Me recupero del shock de la noticia y hago lo que la mayoría de nosotros resuelve hacer frente a la incredulidad: pongo en el buscador “Joan Didion” y aparecen cerca de 116 millones de resultados (0,46 segundos) y muchos de ellos, en las primeras 30 páginas, son acerca de su muerte en Manhattan a causa del Parkinson que la asediaba hacía años y que resultó visible en el bellísimo documental dirigido por su sobrino, Griffin Dunne, El centro cede.
Todos están escribiendo acerca de la muerte de Joan Didion. No hablo de eso, de hecho, no quiero hablar de eso porque ya lo leimos en miles de páginas que poblaron los periódicos más importantes del mundo. Todo se paralizó para escribir sobre la muerte de Joan Didion, una de las escritoras más contundentes, irónicas y agudas del siglo XX. Y sin embargo, ¿quién escribirá la muerte de Joan Didion?
Joan Didion eligió el vestido que llevó puesto Linda Kasabian, miembro del clan Manson y partícipe de los asesinatos de Tate y Labianca en 1969. La jovencita, que esperaba su segundo hijo, se ofreció a confesar y contar todos los detalles del escabroso hecho y por eso no recibió cargos. Didion la recibía en su casa, le hacía la cena, cuidaba a su niño. Joan Didion amaba a The Doors, y en una fiesta salvaje en su casa de California, le sirvió tragos a Janis Joplin. Y escribió sobre política nacional e internacional. Pero sobre todo y desde el día uno, escribió sobre lo que ella quería decir y sobre todo, decirse a sí misma. El acto de la escritura, dicho en infinidad de oportunidades, resultaba para ella un gesto fundamental para poder ver, comprender y de una u otra manera explorar sus pensamientos y sus visiones del mundo.
Se casó con un escritor al que amó a su manera y que murió —quiero creer yo— de tristeza y angustia mientras su hija adoptiva, Quintana, permanecía en terapia intensiva por una gripe mal curada que devino en una insuficiencia respiratoria. Joan intentó evitar que su marido se desplomara sobre el suelo de la cocina mientras cenaban, su pequeño cuerpo se desmoronó y ambos cayeron al piso, pero solo ella volvió a levantarse.
Pasaron dos años de terapia y recuperación de Quintana y cuando ya estaba mejor, incluso recuperada de su adicción al alcohol, la madre pidió a su hija viajar a la costa de California para pasar un tiempo juntas en el lugar donde Didion la había recibido una noche de manera inesperada, tras un llamado del hospital que les avisaba que había una niña sin padres, que si querían adoptarla. Joan volvió esa noche a su casa, con la niña que crió a orillas del Pacífico. Quintana respondió al pedido de su madre y al llegar a Los Ángeles, tuvo un tropiezo al bajar del avión y cayó, se golpeó la cabeza y en pocos días murió. Y entonces Joan se quedó sola y culposa y narró en detalle la muerte de su marido y su hija en los libros El año del pensamiento mágico y Noches azules.
Pero antes, en El álbum blanco ya había narrado la muerte: la muerte de una época, la muerte de una forma de estar en el mundo, la muerte de ideales y proyectos, de esperanzas de un mundo mejor. La muerte en forma de violencia y drogas, de asesinatos y falta de horizonte.
Nacida y criada en el far west, en la última frontera, en la tierra de nadie y de todos, de la supervivencia y la coalición, Joan Didion fue digna hija de su época y eligió mirar y registrar todo lo que veía, sin romanticismo, de manera ascética, siempre animándose a usar su vida como materia prima para sus ensayos y su ficción. Nunca tuvo pudor de confesar de manera auténtica y rotunda todas las sensaciones que le provocaban aquello que veía, aquello que vivía.
Pienso en María Moreno, en María Negroni, en Lemebel, todos hijos dilectos de Joan Didion. Pienso en esta época en la que la literatura del “yo” es puesta en cuestión como si fuera posible hablar de otra cosa en la vida. El yo y sus circunstancias, el yo y el universo inabarcable, abrumador que gira alrededor. Joan Didion fue la gran contadora de historias verdaderas, pero, sobre todo, la cronista de la incertidumbre que genera ese universo inabarcable que nos rodea, implacable y que incluye de manera definitiva el futuro indómito.
Su primer libro de ensayos lleva de título una línea de un poema que también se cita en el libro y que definió una época y sobre todo, un estado de ánimo que dirigía la escritura de Didion. El libro se llama Slouching Toward Bethlehem (Arrastrándose a Belén) y es una colección de ensayos. El primero lleva el nombre del libro y describe de manera minuciosa la horrorosa vida en una comunidad hippie en 1967. Comienza así:
El centro no resistía. Era un país de avisos de bancarrota y anuncios de subastas públicas e informes comunes de asesinatos casuales y niños abandonados y hogares abandonados y vándalos que ni siquiera podían garabatear bien la palabra de cuatro letras (fuck). Era un país en el que las familias desaparecían de forma rutinaria, tras dejar tendales de cheques sin fondo y recibir documentos de embargo. Adolescentes a la deriva de ciudad en ciudad desgarrada, masacraban tanto el pasado como el futuro, así como las serpientes cambian de piel, niños a los que no les enseñaron y que nunca aprenderían los juegos que había mantenido unida a la sociedad. Faltaba gente. Los niños desaparecían. Faltaban padres. Los que se quedaron presentaron informes de desaparecidos poco claros, y luego siguieron adelante.
La primera línea del libro y su título pertenecen ambos a un poema del poeta irlandés William Butler Yeats que se titula “La segunda venida” o “El segundo advenimiento” según la traducción. En todo caso, este poema de Yeats, publicado en 1921 e inspirado en las guerras civiles irlandesas y en la revolución rusa plantea un eje principal de lo que fue el pensamiento político del siglo XX: todo aquello que existía ya no se sostiene, el centro va a ceder y es necesaria una segunda venida, un nuevo orden de cosas. Y así, Joan Didion irrumpió en la escena cultural de los Estados Unidos, mostrando el lado oscuro de lo que se ve a simple vista, y se elige no ver. Esa sería su condición de escritora. Ver más allá, más profundo, el lado oscuro. Y contarlo sin piedad. Te pide a gritos que abras los ojos, que prestes atención. Cada frase, cada diálogo en sus novelas, son grandes aforismos; podríamos detenernos en cada una de ellas y reflexionar sobre la complejidad de la condición humana. La maternidad y crianza de los hijos, el rol del Estado, la violencia y su rosca imparable, la maldad, la muerte. (Pienso en Todo se desmorona de Chinua Achebe, y podría seguir enumerando autores que citaron este poema hasta el hartazgo. Es que en el medio del siglo XX todo se desmoronaba, pero ¿cuándo no está todo desmoronándose?).
Joan Didion murió y fue la mejor cronista de una época, casi que escribió la historia mientras le veía pasar. Encantadora, glamorosa, es una contadora de historias que hilvana de manera invisible y poco probable un hilo que nos lleva por un laberinto hasta el centro mismo de nuestras historias. Y claro, frente a esa desnudez, esa autopsia exhaustiva, todo se desmorona, el centro no se sostiene.
Decía antes que Joan Didion es una gran cronista de la incertidumbre. “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”, escribe al inicio de El álbum blanco y, al parecer, es consciente de que este gesto de contarnos historias, nuestras historias, es lo único que nos salva de la incertidumbre, de esta incapacidad para planificar la desgracia, para tolerar la imposibilidad de no saber cómo y cuándo todo termina.
Joan Didion murió y nos mostró de una y mil maneras que hay arte en contar historias verdaderas y que el dolor, así como la alegría o el placer, merecen ser contados sin tapujos. ¿Quién de nosotros podrá regalarle ahora su muerte bien contada?
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