En 2015, Fito Páez invitó al director Diego Álvarez a pensar cómo celebrar los 30 años de la publicación del disco Giros. Cuando El amor después del amor cumplió 20 años, un concierto grabado en CD y DVD (dirigido por Álvarez) salieron a la venta como una cuestión natural: el disco más vendido del rock argentino en toda su historia merecía un engranaje más, tanto emocional como mercadológico para mantener la conexión inagotable del público con la obra casi perfecta de Páez.
Ahora, Álvarez propuso revisitar Giros, hacer una película documental de una gira por América Latina que comenzaría en el Gran Rex, y acabaría en el Karl Marx de La Habana luego de recorrer varios países. Los conciertos fueron un éxito en cada ciudad donde se presentó la banda, los teatros estaban llenos de gente que ni siquiera habían nacido cuando salió el disco, entregados a estas músicas que siempre habían estado ahí, pero que parecían nacer cada vez. Los temas se tocaron de principio a fin exactamente igual al disco original, con algunos invitados en cada país. Las canciones atravesaron el tiempo incólumes y más poderosas que nunca.
Este ensayo cultural, nacido en parte de esa experiencia y avanzado en la pandemia del 2020, se centra en la biografía de una de las canciones de ese disco: la famosa canción Yo vengo ofrecer mi corazón, obra significativa en el cancionero en español. Desde el momento de su salida, en la primavera democrática argentina, fue interpretada por Mercedes Sosa, quien la cantó en todos sus conciertos por el mundo, casi como una bandera. Yo vengo a ofrecer mi corazón pertenece a la rica y exclusiva estirpe de las canciones que se convierten en himnos.
Nació en los años de la recuperación democrática de Argentina, por lo que también es un reflejo absoluto de la época que permeó en toda la región. Aún se recuerda en Chile cuando hace apenas unos años, en pleno juicio a los esbirros de Pinochet, uno de los abogados de las víctimas se puso de pie ante el juez y comenzó a entonar esta canción conmoviendo a todos los asistentes. También la cantaron los movimientos sociales en Colombia a favor de la paz, en México pidiendo justicia por Ayotzinapa o en Nicaragua contra el poder represor.
En 2020, con la pandemia de COVID y el confinamiento de buena parte de la humanidad, la canción sonó aún con más ímpetu en las redes sociales, multiplicándose en versiones de artistas reconocidos, pero también de músicos anónimos, que la utilizaban como una plegaria de solidaridad y contra el miedo.
Se la sigue cantando en todo el continente, también en italiano, portugués, francés, griego, hebreo. En Spotify hay casi 200 versiones, y en YouTube miles, con millones de vistas. Las hay en ritmo de folclore, de salsa, de cumbia, de tango. A veces se la canta como una canción de amor, pero casi siempre como una bandera de esperanza para un mundo mejor.
Este ensayo traza una biografía por el germen de esta canción y sus circunstancias, a la par que recorre la canción-himno en el último siglo: desde Bella Ciao a las del Black Lives Matter y los nuevos himnos feministas. A modo de memoria coral de la canción y de la época, dan su testimonio cantantes, artistas y líderes sociales.
No hubo en los últimos 30 años otra canción con esta fuerza. Podemos decir que no hay, acaso porque los tiempos han cambiado o por la razón que sea, una canción que logre tal conjunción de comunidad. Es, por ello también, la última gran canción latinoamericana.
Hija política, social y humanista de la chanson francesa, del folclore de Violeta Parra y Mercedes Sosa, de la fuerza de los versos de Serrat, de aquella ilusión cubana, del tango, del rock de Charly García y Luis Alberto Spinetta, la canción de Fito Páez marca un fin de época, y paradójicamente sigue más vigente que nunca en cada uno de sus versos: Quién dijo que todo está perdido… yo vengo a ofrecer mi corazón.
I. LA PATRIA
Una mañana fría en la sierra profunda de Oaxaca, México, en una camioneta empantanada que trataba de cruzar un arroyo que se había desbordado entre el lodo y la vegetación, Lila Downs me explicó, de manera elíptica, cómo es que habíamos llegado hasta ahí.
Venía de ganar un Grammy en Los Ángeles, publicar uno de los discos más vendidos de México -esos son siempre muchos discos-, de consagrarse como una de las principales artistas locales con proyección internacional tanto en el gabacho, como en Sudamérica, España y Francia.
Lila nació en la tierra de su madre, un pequeño pueblo de esta sierra donde, tal como lo señala la tradición de sus antepasados, está enterrado su ombligo. Creció en Minnesota, Estados Unidos, ciudad de su padre, donde de joven estudió canto y ópera, luego antropología. Me cuenta que en esos días no sabía quién era. Una chica media gringa, media mexicana, que durante años luchó contra una identidad que desconocía, o que debía construir. No sabía quién era, ni qué iba a ser.
Ella, que por fin llegó a ser una mujer artista entre dos países, entre el mundo indígena mixteco y Nueva York, me dice que lo que es ahora, una artista de verdad, como se define, no hubiera sido posible si una noche de hace muchos años, en una casa de por aquí, un amigo no le hubiera hecho escuchar por primera vez a Mercedes Sosa.
La voz de tu patria, me dice Lila. Mejor dicho, de nuestra patria, se corrige.
Desde el primer momento que la escuchó, me dijo, se sintió conmovida. Era un casete grabado que tenía como primera canción Gracias a la vida, y la segunda era Yo vengo a ofrecer mi corazón.
La voz de Mercedes, las palabras de Violeta, la canción de Fito, escuchado por una chica que dudaba de todo hasta que un par de canciones, una en especial que dice “sacar el alma” la pone en su sitio. Es la canción poderosa, que cambia vidas y decide futuros ante los presentes llenos de inquietudes. Lila parece emocionarse cuando me cuenta la anécdota. Yo me conmuevo cuando me dice “la voz de tu patria, la nuestra: Mercedes Sosa”.
Hay expresiones humanas que convocan a la idea de tribu, que deviene muchas veces en un sentido de patria. El arte tiene ese poder. Por eso para Lila, y para muchos, Mercedes es la voz de nuestra patria.
Cuando pienso en la voz de Mercedes Sosa, la pienso como una entelequia más asequible que la de la idea de patria. Pienso en eso que escribió Pascal Quignard: “lo sonoro es el territorio, el territorio que no se contempla, el territorio sin paisaje”.
Lo sonoro aquí, es decir la voz de esta mujer, se interpone al paisaje, al territorio mismo, sobre una dimensión mitológica de un tiempo propio. La voz de Mercedes Sosa funge como resonancia de la patria, aquello que fue alguna vez, sentido de reivindicación y de ternura, de cobijo en la valija del expatriado, en la bolsa del exiliado. Esa voz, pasado y presente para pensar un lugar y un tiempo específico, un país hecho como se hacen casi todos los países: con vidas y muertes, llegadas y despedidas.
Asirse de una idea de la patria no tiene mayor derrotero que el de sobrevivir. Una canción, un poema, una idea, un gesto en el tiempo. Un color en el cielo, un gol de Maradona, la sonrisa de Gardel, El Matadero de Echeverría, el Martín Fierro, los tallarines de la nonna. Cada persona tendrá dos, tres, quince definiciones comunes de su idea de patria, sea cual sea su patria, que no explican nada de una nación, si no que lo explican todo de ellas mismas. Esas personas ante el cielo, la canción, la comida, el gol.
¿Será por eso que escribimos, cantamos, gritamos en manada? ¿Será para explicar lo que no conocemos? ¿Será por eso que se escribe, se canta, se grita mejor sobre lo que no se conoce, es decir, lo que es una patria?
Si hubo un tiempo lejano en el que lo que somos nos lo explicaban desde un paradigma unilateral e inquebrantable, la realidad en el Siglo XXI se hizo añicos en mil fragmentos de pensamiento débil, cuyas únicas certezas son la duda y la perplejidad.
Se canta -entonces- se escribe, se grita perplejo, para conocer, para preguntar, en un proceso infinito de auto reconocimiento. Fascinados no por la respuesta que nos endilgue el cuestionamiento, si no por el proceso de indagación: ¿quiénes somos? ¿Qué somos?
No se escribe ni se canta un país porque se sepa mucho de él. Por el contrario, se activan esos mecanismos culturales (gol incluido) precisamente porque no sabemos nada de él.
El personaje de Federico Luppi en la película Martín (Hache), de Adolfo Aristaráin, le explica al hijo lo que es la patria, en un parlamento que mi generación se sabe de memoria:
“Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país. Se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país es un tarado mental. La patria es un invento. Que tengo que ver yo con un tucumano o un salteño. Son tan ajenos a mi como un catalán o un portugués. Estadísticas. Números sin cara… Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos y eso sí se extraña, pero se pasa. Lo único que yo te digo es que cuando uno tiene la chance de irse de Argentina debe aprovecharla. Es un país donde no se puede ni se debe vivir, te hace mierda. Si te lo tomás en serio, si pensás que puedes hacer algo para cambiarlo, te haces mierda. Es un país sin futuro, saqueado, depredado y no va a cambiar. Los que se quedan con el botín no van a permitir que cambie. La Argentina es otra cosa. No es un país, es una trampa.”
La mejor idea de patria es aquello que nos es distante por volátil, pero absoluto por amor a algo parecido a lo imposible, y que, sin embargo, define el sentido de los pueblos.
Como lo dice el mexicano José Emilio Pacheco en su poema Alta traición:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Una idea de patria siempre es una manera de tomar el mundo, observar la realidad con unos lentes distorsionadores y sucios. De allí que las miradas de los nacionalistas sean oscuras, confusas y miopes. La cultura, a su manera, cuando puede ser libre lejos de los poderes institucionales, activa una mirada diferente sobre la idea de patria, de nación, y en el mejor de los casos, más reflexiva, edificante y emocional.
Por eso, cuando Mercedes Sosa canta, erige una pronunciación casi definitiva sobre el sentido del lugar común. Cuando Mercedes Sosa canta, indaga el mundo de nuevo y reconstruye el mito de la comunidad.
Sin mito no hay nación, no hay patria, ni país, ni historia que lo invente. Los mitos dan forman y gestan sus historias.
Respecto a Argentina, podríamos aventurarnos en decir que la idea de país está constituida sobre tres mitos narrados, escritos y cantados para crear un territorio y una idea de territorio: la pampa (del folclore), la ciudad (del tango) y la biblioteca (de Borges). En estos, confluyen un grupo de individuos, unos cuantos, no tan numerosos, pero sí los suficientes, para más o menos aunar ideas, enfrentarlas entre sí, para el sólo hecho de convertir eso que se llama nación, país, o aún más pretensioso, su fulgor abstracto: la patria.
(…)
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