Como una didascalia, esas anotaciones que ponen les dramaturgues en los textos teatrales y que fundan visualmente la escena (El apartamento de los Wingfield está en los fondos del edificio, y es uno de esos vastos conglomerados de unidades de vida celular semejante a una colmena, que florecen como excrecencias en los centros urbanos superpoblados de la clase media inferior y son un síntoma del impulso que empuja a ese sector de la sociedad norteamericana, así empieza El zoo de cristal, o, Explanada delante del Palacio real, Elsinor. Noche oscura. Así empieza Hamlet).
“La casa tiene una piscina negra. Queda en el barrio Beverly Hills, en Punta del Este, Uruguay. Allí vive una nena de once años. Cuando los dueños no la ven, se acerca a la piscina. Se sienta en el borde, con el agua hasta las rodillas, y observa el fondo oscuro”. Y así empieza La Banda Oriental, tan magistral como el Zoo de Cristal, tan memorable. Como una didascalia, con la que se despliega el “Acto I” de esta novela que es una obra de teatro o esta obra de teatro que fue antes una novela. Pero la didascalia crece, la dramaturga le da cada vez más espacio. Eso que en las piezas teatrales se acota, acá la dramaturga la aprovecha para explorar ese mundo, descubrirlo, sondearlo en sus imágenes sensoriales. Y avanza. “Al perro también le fascina. Él acompaña a la nena y se acuesta a su lado cada vez que ella se sienta en el borde. No es el tipo de perro que busca llamar la atención agitándose”. Así nos presenta a los personajes, la nena y su perro, la tía que trabaja en la casa principal de los brasileños, el Padrino, el invitado y su mujer. O los verdaderos personajes que estructuran los capítulos dentro de cada acto: La piscina, el invitado, los miserables. Los habitantes de ese espacio escénico que es la novela.
Como una didascalia que se va de control, que lejos de indicar algunas acotaciones del mundo al que entramos, lo empieza a desnudar, hasta los huesos, así se funda la voz narrativa de La banda oriental que va a desplegar su relato en dos Actos. Leo esta novela como una obra de teatro. Me siento en primera fila para descubrir el espacio escénico imaginario. La piscina negra, las reposeras, el borde, el agua oscura, los pies de la nena, el ocico del perro, y más allá, una familia que ve la telenovela, que no se ve, pero que se oye a través de unos parlantes gigantes que se amplifican en todo el jardín. Ese organismo, como dice Mauricio Kartún, ese ente vivo, autónomo, ese microcosmos en equilibrio que es toda pieza teatral, es el espacio escénico de La Banda Oriental.
Una de las leyes que funda más cabalmente la dramaturgia es la extra escena. Ese espacio imaginario que es tan cabal como lo que sucede en la escena misma, espacio de los cuerpos y los conflictos. La extra escena es ese mundo que se evoca en la escena, a través de la palabra. Algunos de los momentos más trascendentales de la historia del teatro no suceden en escena: las horas que Laura Wingfield espera en la calle para hacer de cuenta que está cursando en la escuela de mecanografía, sentada sola en un banco de plaza en pleno invierno gélido, el momento en el que asesinan a los niños herederos del reino en la torre, en Ricardo III, cuando Edipo se saca los ojos. Nada de eso se cuenta en escena, viene un mensajero, lo cuenta el ladrón, lo evoca la misma Laura cuando Amanda, su madre, la increpa. La extra escena es esa ventana en la que los personajes de Final de Partida, de Beckett, se asoman a ver el mundo ahí afuera y cuentan lo que ven. La extra escena es el primer piso en el que sucede la escena de los propietarios ricos en Babilonia de Discépolo, mientras los empleados, inmigrantes y pobres, padecen penurias en el subsuelo. La extra escena es esa casa de brasileños millonarios de Beverly Hills, en Punta del Este, de seis cuartos, con un pequeño palacio secreto, con bañeras redondas de hidromasaje y grandes sillones de cuero blanco, de espacios y cosas grandes, sillones, camas, baños, toallas, y autos, autos tan inmensos en los que se podría vivir ahí adentro, las camas doble King size y las sábanas de algodón egipcio. La nena solo logra ver las siluetas de los invitados cuando alguna luz se prende en el comedor, las voces de esa extra escena llegan al escenario principal a través de los parlantes que amplifican la telenovela. Me diga a verdade! Você é um lixo! Um lixo, Luiz Eduardo!
Las voces de la novela se interrumpen, llegó la hora de las noticias, la tele se apaga porque a los brasileños no les interesan las noticias. Esa es la extra escena, ese mundo que solo podemos conocer a través de las percepciones fragmentarias que puede ir agarrando la nena, en el deseo de pertenecer, de poder ir a Brasil, de hablar portugués y de ser adoptada por una pareja de brasileños. Pero la extra escena es también Brasil, Brasil que tiene tantas cosas, “tiene las playas más lindas del mundo. Las mujeres más lindas del mundo. Bronceadas, con muslos fuertes, colas fuertes, porque hacen gimnasia todos los días. Tienen niñeras que también se visten de blanco. Tienen la ropa más linda del mundo. El mejor algodón, muy suave, muy elástico. Las sandalias más lindas del mundo. Brillan las sandalias brasileñas. Las mejores manicuras, que pintan las uñas muy prolijamente, con una fina raya de esmalte en la punta en un tono apenas más oscuro que el resto”. Ah Brasil, cuando me vaya a Brasil, dice la nena, con los brasileros, que les encanta estar tirados con su cerebro totalmente en blanco, iluminado por el sol. Porque en Brasil es verano todo el tiempo. El sol fuerte baña todas las cosas, que de eso modo se vuelven más coloridas. “Quizás (imagina la nena) piensen en esos colores, que forman un arcoíris dentro de su cerebro”. Una verdadera extra escena de la exclusión social. La Banda Oriental, al mejor estilo Babilonia de Armando Discépolo, despliega espacialmente la estructura exacta de la exclusión social. El los de arriba y los abajo, convertido ahora en los de adentro y los de afuera. Los de las sábanas blancas de algodón egipcio doble King Size y los pies fríos de una nena en el agua de una pileta que es negra, que de tan negra parece un campo magnético que atrae a todos los que pasan por ahí. Para tragarselos, como la pobreza.
“La escena explicita una estructura”, dice la dramaturga que filosofa el perro. “Algunos están acostumbrados a estar afuera. Otros, no. No, quizás esto no sea muy preciso. Algunos, aunque les toque estar afuera, nunca se sienten realmente afuera. Saben que la situación no es permanente. Tienen esa tranquila seguridad. Otros inmediatamente sienten el riesgo. Otros están tan acostumbrados a estar afuera que lo viven, se podría decir, con cierta tranquilidad. O quizás tampoco esto sea preciso, porque siempre se puede estar más afuera que el afuera. Hay grados, se podría decir”.
Si Discépolo ponía la mirada hacia abajo, Paloma Vidal pone la mirada hacia afuera. A la periferia de los centros de poder, pero a esa periferia que está tan cerca, que nos deja al descubierto lo perverso del sistema. Te dejan poner los pies en la pileta, pero si te querés zambullir en nuestras aguas, te puedo asegurar que te vamos a hundir. El Lado B de la Telenovela que une a ricos y pobres, la casa de Beverly Hills, los deja claramente afuera. En los bordes, en la periferia del jardín, mirando por la ventana, intuyendo los movimientos de adentro a través de las siluetas que a duras penas la luz deja ver. “La escena explicita una estructura” filosofa el perro. La estructura misma de la ideología de clase, agregaría yo.
Babilonia sucedía en la cocina de una casa de ricos en el que trabajaba un grupo de inmigrantes de origen diverso. El conflicto de la obra era el enfrentamiento entre esos dos sectores sociales irreconciliables: la opulencia de los nuevos ricos, frente a la carencia y las humillaciones de los criados. Cien años después, Paloma Vidal despliega un escenario de similar estructura, pero de intensidades más exacerbadas, para poner “en escena”, la opulencia más opulente todavía de los nuevos ricos brasileños que despliegan su poder en la explotación de los pobres uruguayos, haciendo de América Latina un mapa mismo de la explotación social puertas adentro.
Pero, como dice Mauricio Kartún, “descubrir la contradicción es encender el motor dialéctico del personaje. El único que le permite accionar por sí mismo”. Y la nena lo va a entender muy bien en la trayectoria de esta obra. “Ahora la oscuridad que la llama es la de la piscina. De golpe se pone triste. Quisiera ser leve como los dueños y los invitados. Quisiera la alegría de sus carcajadas. Quisiera que a ella no le tocara tomar decisiones tan difíciles. Pero quejarse no sirve. Lo aprendió viéndola a la tia. Para salvarse, hay que actuar”. Y eso va a orientar el sentido de sus pasos.
El centro de la escena, es el centro de gravedad. En Artes escénicas siempre se sugiere no ocupar el centro de la escena, porque es como tapar el campo magnético al que van todas las energías del espacio. Paloma Vidal parece comprender muy bien este principio, pero en su comprensión exacerba el gesto. Pone en el centro del escenario una pileta negra, tan negra como la más negra noche, negra petróleo, que va a operar como un campo magnético, un misterio, una energía misteriosa. La pileta tiene un secreto, para el que lo quiera descubrir. Pero para descubrirlo hay que zambullirse. La pileta es el Deus ex machina de toda la conflictividad social, es la hamartia, el destino trágico, es la voz de los dioses, la fractura, el gran vacío de la existencia y del ser y al mismo tiempo el único lugar del que podría venir un orden de restitución justa. Una boca enorme y negra, un vértigo, un fondo, del que puede salir una solución. “Martillo, condúceme al corazón de todo misterio” clama un texto sobre la piedra de la tumba de Ibsen. El corazón de todo misterio es acá la pileta negra. Como los agujeros negros, que se tragan hasta la luz, hay algo de trágico en ese agujero negro, el lado opaco de la existencia de la mente en blanco, las arenas blancas y los pensamientos como arcoiris, las aguas calmas, los pies en la arena. La pileta negra es la verdad.
Y el cuerpo por el que pasa el conflicto. Mauricio Kartún dice que en toda pieza teatral, es un cuerpo el que sufre. Paloma Vidal nos dice: “la obra es la nena”. La nena busca su lengua. Quiere hablar portugués para ir a Brasil, aprende el portugués de las novelas brasileñas de Red O Globo, Bra-Sil, “se sube a esa palabra, se recuesta sobre ese Bra que parece un sillón, que la acoge, la abraza, la contiene”. En esa exclusión que también se va a dar en la lengua, también se va a dar una nueva lengua, “una lengua loca que ahora les pertenece”. “Que beleza, Parece reveillon”. Una lengua nueva, loca, carnosa, lengua fuego que va a nacer de lo más oscuro del agua. Una lengua que va a poner en palabras el sufrimiento de los sin voz.
Podría escribir un libro sobre este libro. Que habla con Fogwill, con Arlt, con Puig, con Discépolo, con Clarice Lispector, un poco La hora de la estrella, un poco la mujer araña, mucho de Los miserables y que no se le parece a nada. Que hay un poco de todes, pero no se le parece a naides.
“Soy un poeta. Y después pongo la poesía en el drama”, decía Tennessee Williams. Esas palabras solo me llevan a Paloma Vidal, poeta, dramaturga, narradora, que pone la novela al revés, la da vuelta, la hace teatro, hace al teatro novela y hace hablar al misterio. Le hace decir solo la verdad.
“Siempre he imaginado al texto teatral como aquella brasa que el hombre primitivo- cuando no conocía aún el secreto del fuego- portaba como un tesoro durante el día, para reproducir en la noche la llama protectora, cálida y cocinera. Como esa brasa, la obra teatral es por siempre un incendio en potencia”, dice el gran maestro Mauricio Kartún. Puedo asegurar entonces que La Banda Oriental le hace honor a toda la tradición teatral, la trae al presente, ya no como potencia sino como fuego real.
*El texto fue leído durante la presentación del libro.
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