Discépolo, vida pasional y triste final de un ícono cultural de la argentinidad

Hace 70 años moría “Discepolín”. Dramaturgo, actor, poeta y autor de famosos tangos como “Yira Yira”, “Cafetín de Buenos Aires” y “Cambalache”, contribuyó con su obra a conformar un sentido identitario cuya impronta aún se mantiene vigente

Guardar
Enrique Santos Discepolo, vida pasional y triste final de un ícono cultural de la argentinidad
Enrique Santos Discepolo, vida pasional y triste final de un ícono cultural de la argentinidad

La previa de la Navidad de 1951 transcurría con el calor propio del verano porteño y el apuro típico de diciembre -algunas cosas no cambian. En noviembre, las urnas habían refrendado el segundo período presidencial de Juan Domingo Perón que no habría de concluir, pero esa es otra historia. En un departamento del centro de la ciudad de Buenos Aires, solo y triste, se dejaba morir Enrique Santos Discépolo. Tenía 50 años y según las crónicas de la época pesaba apenas 37 kilos. Preso de la soledad y una acentuada amargura existencial, había dejado de escribir, se había encerrado en su casa y había dejado de alimentarse casi por completo. “Pronto las inyecciones me las van a tener que dar en el sobretodo”, desafió en sus últimos días. Así, falleció el 23 de diciembre de 1951, hace 70 años.

Se apagaba una de las voces más representativas de la argentinidad. Actor, poeta, dramaturgo y autor de letras de varios de los tangos más populares de todos los tiempos, Discépolo (Discepolín) es un ícono cultural argentino en 200 años y pico de historia. Veamos por qué. En principio, porque toda su (vasta) producción artística lleva consigo el adjetivo “discepoliano”, un privilegio al que pocos creadores acceden. Su obra cargaba en los hombros un tipo de sentido común que se acerca mucho a la definición -si es que existe- de un ser nacional. Un aire de nostalgia, verdad amarga y espíritu profético se conjugan en sus piezas teatrales, las letras de sus tangos, los monólogos radiales y hasta sus frases de ocasión, dichas en cualquier mesa de bar de su ciudad, Buenos Aires.

La última película que lo tuvo como actor y guionista fue, simbólicamente, El Hincha. Estrenada en 1951, también hace 70 años, contenía el más famoso e imperecedero monólogo sobre qué representa ser un hincha en el fútbol argentino que, se sabe, en buena parte -con su fidelidad y sus excesos también- define una identidad cultural. “¿Que sería de un club sin el hincha? Una bolsa vacía. El hincha es el alma de los colores. Es el que no se ve, el que se da todo sin esperar nada. Eso es el hincha… ESO SOY YO”, recita en una escena que todavía se repite cuando de explicar la pasión futbolera se trata. Ese era Discépolo.

Quién fue Discépolo

Enrique Santos Discépolo nació el 27 de marzo de 1901 en el barrio porteño de Once. Era un niño cuando perdió a su padre y, más tarde, a su madre. Esa angustia propia del temprano abandono, marcó su perfil de vida. Su hermano Armando Discépolo, también dramaturgo y de los más relevantes de la época, se hizo cargo de su cuidado, y fue también quien lo introdujo al mundo artístico. A los 16 debutó como actor en una obra de Armando y al año siguiente, con apenas 17, estrenó su primera obra teatral, titulada El Duende, coescrita junto a Mario Folco, en el Teatro Nacional.

En paralelo a la vida teatral que abarcó Buenos Aires y Montevideo, escribió letras de tango que se distinguieron inmediatamente. Había algo en ellas que las diferenciaba claramente de los dramas amorosos con perspectiva patriarcal propio del género (y de la época). En su escritura emergía un tipo distintivo de pulso social que lo distingue, al calor de las dificultades económicas y sociales de los años 20 y 30 sobre todo. Del iniciático Qué vachaché (“Pero no ves, gilito embanderado / Que la razón la tiene el de más guita / Que la honradez la venden al contado / Y a la Moral la dan por moneditas”) hasta su cumbre poética, Cambalache, escrita en 1935, surca esa mirada del -parafraseando a Jaime Roos, un alumno dilecto de lo discepoliano- hombre de la calle. Ahí está como muestra-botón Yira yira y el amargo recuerdo de un amor perdido que sin embargo, en el final, se redime en sus propios términos (“te acordarás de este otario”).

Enrique Santos Discepolo
Enrique Santos Discepolo

Su primera aparición cinematográfica la realizó junto a Carlos Gardel en 1930, en un cortometraje -antecedente directo del videoclip, de alguna manera- en que “El Zorzal criollo” canta Yira yira. Ahí están dos de las más grandes figuras definitorias de la argentinidad embarcados en un diálogo revelador. “Decime Enrique. ¿Qué has querido hacer con el tango Yira yira? “, pregunta Gardel. Él contesta “una canción de soledad y esperanza”. Gardel le dice “pero el personaje es un hombre bueno ¿Verdad?”. Y Discépolo responde: “Sí; es un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad durante 40 años y de pronto un día ¡a los 40!, se desayuna con que los hombres son unas fieras”. “Pero dice cosas amargas”, retruca Carlitos. “Carlos, no pretenderás que diga cosas divertidas, un hombre que ha esperado 40 años para desayunarse…”, concluye el autor.

Carlos Gardel canta "Yira Yira" de Enrique Santos Discépolo

Hay más en los tangos que llevan su firma. La fina nostalgia de Sueño de juventud. El tono burlón, despechado, casi de sainete, de Justo el 31 y Chorra. La pasión expresada en Confesión y Canción desesperada. El despecho de Esta noche me emborracho. El rito de iniciación a la porteñidad por definición, que es Cafetín de Buenos Aires (el de “ñata contra el vidrio”). El vacío existencial contado en cuatro minutos, con música de Mariano Mores de Uno (el de la lucha que “es cruel y es mucha”). Son apenas los hitos de su libro gordo de canciones, algunas de ellas no tan relevantes como las mencionadas pero siempre sustanciosas. Muchas fueron escritas en función de sus piezas teatrales y películas, y permanecen en cierto olvido popular. Claro: basta con las otras para entender la importancia de Enrique Santos Discépolo como cronista de su época y para todos los tiempos. La vigencia de esos tangos, así lo comprueba.

Cambalache, el tango de protesta

De todas sus creaciones, hay una que se distingue por peso específico propio y permanece en el inconsciente colectivo de los argentinos. Cambalache transmitía una mordaz acusación a la corrupción e impunidad de la llamada “década infame” de los años 30, pero permanece actual como una especie de reserva moral de la nación, simbolizada en su sentencia “Y en el 2000 también”. Este tango fue escrito en 1934 para la película El alma del bandoneón, que se estrenó en febrero de 1935 y fue protagonizada por Libertad Lamarque. Ernesto Famá fue el cantor de esa versión, con el acompañamiento de la orquesta de Francisco Lomuto. Vendrían después canónicas interpretaciones como las de Julio Soda y Roberto Goyeneche, y excéntricas versiones de, por ejemplo, Caetano Veloso, Julio Iglesias, Sumo y hasta el grupo de heavy metal Hermética. El otro dato de color es que este tango ostenta el singular privilegio de haber sido prohibido por todas las dictaduras militares desde 1943 en adelante.

“Quien conoce algo de la historia, sabe que a Enrique Discépolo los tangos no le salían como hongos, ni que los escribía en una servilleta de bar después de tomarse un par de ginebras. Trabajaba sus letras con el buril de poeta. Y si algo le obsesiona al poeta es la palabra. Y para el poeta, ninguna palabra es igual a otra, aunque se le parezca. Puedo imaginarme el momento en que Discépolo tuvo que seleccionar los nombres donde se mezclaban biblias y calefones, es decir, símbolos opuestos del mundo desquiciado que asomaba allá por los años 30″, escribió con certeza Roberto “Tito” Cossa.

El peronismo, pasión y muerte

Se sumó con pasión al fenómeno político que habría de cambiar la historia argentina del siglo XX. Sentía que el peronismo era algo más que un partido político o el culto a la figura de un líder-protector-benefactor del pueblo. Percibía un profundo cambio social. Así se embarcó de lleno en la campaña electoral para la reelección de Perón, con Evita en sus últimos días y una creciente tensión política y económica que habría de marcar esa segunda presidencia. En el programa de radio Pienso y digo lo que pienso, que luego pasó a llamarse ¿A mí me la vas a contar?, monologaba con la misma pasión y amargura que distingue su obra. Allí creó el personaje “Mordisquito” que era, representado en ese alias, uno de la “contra”. A él se dirigía como imaginario interlocutor. En épocas de escasez, llegó a decirle: “¡No hay queso! ¡Mirá qué problema! ¿Me vas a decir que no es un problema? Antes no había nada de nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez... y vos no decías ni medio... vos veías pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un pelo”.

Discépolo con Tania, el amor de su vida.
Discépolo con Tania, el amor de su vida.

Su último monólogo radial, del 10 de noviembre de 1951, un día antes de las elecciones, resulta revelador y a la distancia, profético. “Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado de un largo camino de miseria (...) La nuestra es una historia de civismo llena de desilusiones. Cualquiera fuese el color político que nos gobernó, siempre la vimos negra. Aspiramos a gozar y al final nos gozaron. ¡Todos! ¡Siempre! Una curiosa adoración, la que vos sentís por los pajarones, hizo que el país retrocediese cien años. Porque vos tenés la mística de los pajarones y practicás su culto como una religión. Cuanto más pajarón él, más torpe y más crédulo vos. Te gusta oír hablar a la gente que no le entendés nada, la que te habla claro te parece vulgar. Yo también entré como vos y, ¿por qué no confesarlo?, me sentía más conmovido frente a un pajarón que frente a un hombre de talento. El pajarón tiene presencia, tiene historia larga, la que casi siempre empieza con un tatarabuelo que era pirata. Yo también me sentía dominado por los pajarones cuando era chico. Ahora ¡No! Cuando era chico, sí. ¡Pero no ahora, Mordisquito! Salvate de los pajarones”.

Esa militancia le costó caro y las consecuencias sociales de su postura política, aceleró el final. Las críticas e incluso ciertas amenazas de muerte, potenciaron estado depresivo creciente. Dejaron de saludarlo ciertos amigos y amigas. Lo escrachaban en un restaurante. Sintió la soledad de un teatro vacío con una de sus obras. “Yo nunca creí que un hombre me iba a decir: Mirá, me voy a caminar por Corrientes, pero solo. O también: ¿Por qué no te vas con un amigo o una amiga y venís tarde que quiero escribir?. Siempre quería estar solo” contó la diva española Tania, el gran amor de su vida, en una histórica entrevista que le realizó Osvaldo Soriano en el diario La Opinión. Soledad, tristeza y desencanto cubrieron esos últimos días de vida. “Se sintió cansado y no se quiso acostar. Se quedó en el sillón ése del living, frente al balcón (...) El día 23 a las diez de la noche me nombró. Tania…, dijo y cerró los ojos”.

SEGUIR LEYENDO

Guardar