Cómo me hice aireano: un recorrido por la inmensa obra de César Aira

“¿Qué será leer en serio a Aira? ¿Leerlo en serie?”, se pregunta el autor de este texto que narra cómo llegó al escritor nacido en Flores, qué textos lo marcaron, por dónde debe empezar quién aún no lo leyó y por qué, a pesar de los años, no deja de fascinarlo

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César Aira (Foto: Daniel Mordzinski)
César Aira (Foto: Daniel Mordzinski)

Mi historia, la historia de “cómo me hice aireano”, comenzó el día anterior al regreso de unas olvidables vacaciones en Mar del Plata, cuando encontré, sobre la mesa de una modesta feria de libros, El mago. Corría febrero de 2005. Había oído pronunciar el nombre Aira de los labios de un profesor universitario discípulo de Lacan, que insistía sin ningún remordimiento con la candidatura del escritor de Flores para el premio Nobel. El mago me costó unos irrisorios $10 (visto desde el infierno inflacionario actual), y lo sé porque el número redondo aún aparece dibujado en lápiz sobre la primera página del ejemplar. Empecé a leerlo en el colectivo de vuelta a Rosario. Yo, a pesar de mis 25 años, era casi un recién llegado al mundo de las letras, y la novela me entusiasmó, si bien no lo suficiente como para salir corriendo a buscar otras del mismo autor.

Pasaron los años sin novedades en el frente, hasta que una tarde de abril (ese mes tan pero tan cruel), en el depósito de Logos, la librería donde trabajaba, distinguí, a punto de ser arrojado al octavo infierno, . Un ejemplar exiguo, de colores opacos y formato cuadrangular. Me lo llevé a casa sólo por haber identificado el apellido Aira en la portada y lo incorporé a mi cada vez más numerosa biblioteca, gracias a la sustracción sistemática de libros que puse en práctica durante mi etapa de asalariado (comprendería, tiempo después, que era la primera edición del diario; hoy, inhallable).

Estos dos episodios marcan el inicio de mi relación con Aira. Pero es un inicio ambiguo, visto y considerando que transcurriría al menos una década para empezar a leerlo de verdad. ¿Qué significa, me pregunto, leer de verdad? ¿Y leerlo de verdad a Aira? ¿Y leer en serio? ¿Qué será leer en serio a Aira? ¿Leerlo en serie?

Casi como nota de color diré que en previsión de hacerme aireano me hice saeriano (y antes de saeriano fui, lógicamente, borgeano). Fue alrededor del 2009 o 2010, cuando me sumergí hasta ahogarme en la obra del escritor santafesino. Todo lo veía con sus ojos, su estética era mi estética, sus pasiones mis pasiones, sus enemigos mis enemigos. Extraño antecedente, tomando en cuenta que el trabajo de Saer supuso un extenso período de elaboración minuciosa para cada novela, mientras que Aira, con su paginita diaria, nos provee de tres o cuatro libros por año.

"El mago" de César Aira
"El mago" de César Aira

Recién a fines del 2015 logré liberarme de la tiranía saeriana y vivir una vida más plena. De Saer, sin duda, deben quedar rastros, algún vestigio, ya que, además de pasarme un lustro leyéndolo, le dediqué mi tesis de maestría. Premonitoriamente, el tribunal de evaluación lo integraba, entre otros, Alberto Giordano, amigo íntimo de Aira. Pienso ahora que, a pesar de leerlo y escribir sobre su producción, nunca me autopercibí giordaniano o giordanista, quizás por la dificultad para nombrar la escuela de pertenencia, o quizás lo sea sin saberlo, dadas nuestras afinidades electivas.

Con Aira no fue amor a primera vista. Más bien el tránsito resultó lento, vacilante, con la voz de la conciencia de un amigo advirtiéndome que ese no era el camino, que por Aira no, que tuviera cuidado.

Y un día llegó la cuarentena estricta.

Con mi cabeza dividida entre Rosario y Londres me refugié de una manera demencial en la lectura, el cine y los videos de Youtube (y en otras delicadezas que prefiero omitir). Recuerdo todavía con emoción el hallazgo de una conferencia de Aira que giraba en torno a Prins, su novela gótica. En las jornadas subsiguientes, aparte de angustiarme, vi todas las entrevistas disponibles (no son muchas, a diferencia de sus libros) y luego me propuse leer o releer el material que había en casa, y comprar más.

Por suerte, algunas de las impresiones de aquellas horas aciagas las fui registrando en uno de mis diarios, iniciado el 16 de marzo, cuatro días antes de que el presidente Alberto Fernández decretara el confinamiento total (la célebre Fase 1).

26 de marzo de 2020

[Daniel] Melero, inactual, sabe que los cambios sustanciales en el arte (en cualquiera de sus variantes) los han promovido artistas que rechazaron el canon, espíritus que frente a sus propias carencias lograron construir un lenguaje propio, personal. Coincide, en este sentido, con lo que dijo César Aira en la charla sobre Prins: “Ese ha sido siempre mi lema, no buscar lo bueno, no obedecer reglas para hacer algo bueno...si yo diera consejo a los jóvenes escritores, cosa de la que me cuido mucho de hacer, les diría que no se preocupen por hacer libros buenos, libros buenos ya hay demasiados y no alcanza una vida entera para leerlos”. Lo bueno, lo nuevo, el público, el canon, inevitablemente la vanguardia (en un momento Melero dice en referencia a un disco: “si no te gusta es tu culpa”), la experimentación con las formas, cierto coqueteo con la destrucción y el abismo: hacemos pie en el inestable y traicionero campo del arte. Un campo de batalla donde, ¡oh, milagro!, se puede triunfar fracasando.

Al rato:

Una hora antes de irme a dormir empecé a releer El mago, lo había leído en un lejano 2005, cuando todavía era un lector inocente, en el peor sentido.

"Prins" y "Diario de la hepatitis" de César Aira
"Prins" y "Diario de la hepatitis" de César Aira

30 de abril de 2020

Hoy habrá una única entrada, correspondiente al Diario de la hepatitis, el hermoso librito de César Aira, editado en Rosario por Bajo la luna nueva, que salvé de las llamas hará doce o trece años. En aquel instante no supe valorar la joyita que tenía entre manos (primera edición). Recién acabo de leerlo por tercera o cuarta vez.

“Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente, en la última miseria física y mental, o las dos juntas, por ejemplo aislado y condenado en la alta montaña, hundido en la nieve, en avanzado estado de congelamiento, tras una caída de cientos de metros rebotando en filos de hielos y rocas, con las dos piernas arrancadas, o las costillas aplastadas y rotas y todas sus puntas perforándome los pulmones; o en el fondo de una zanja o un callejón, después de un tiroteo, desangrándome en un siniestro amanecer que para mí será el último; o en un pabellón para desahuciados en un hospital, perdiendo hora a hora mis últimas funciones en medio de atroces dolores; o abandonado a los avatares de la mendicidad y el alcoholismo en la calle; o con la gangrena subiéndome por una pierna; o en el proceso espantoso de un espasmo de la glotis; o directamente loco, haciendo mis necesidades dentro de la camisa de fuerza, imbécil, oprobioso, perdido... lo más probable sería que, aun teniendo una lapicera y un cuaderno a mano, no escribiera. Nada, ni una línea, ni una palabra. No escribiría, definitivamente. Pero no por no poder hacerlo, no por las circunstancias, sino por el mismo motivo por el que no escribo ahora: porque no tengo ganas, porque estoy cansado, aburrido, harto; porque no veo de qué podría servir (23 de enero de 1992)”.

16 de mayo del 2020

Vía delivery golpeó mi puerta Un filósofo (Aira, Iván Rosado). Suelo perderme en los pasillos del laberinto ficción-realidad. Eso es evidente. Sin embargo, a veces el espesor del extravío me deja mudo. Tres líneas breves como botón de muestra:

1- “Había una vez un filósofo que era muy lento con las ideas, no bien empezaban a complicarse él se perdía, tenía que volver atrás, hacer un tremendo esfuerzo de concentración para no extraviarse a la vuelta de una coma o de un punto”.

2- “Y cuando no trabajaba, cuando nada lo obligaba a pensar, ahí sí desplegaba su pensamiento, y lo hacía con el contento con el que un niño se sube a una calesita” (la calesita del obsesivo).

3- “Le permitieron llegar a ser Filósofo como se lo había propuesto, pero con las debilidades propias del que empieza tarde”.

César Aira en 2016 (Foto: Europa Press)
César Aira en 2016 (Foto: Europa Press)

Existen otras entradas cuyo protagonista es Aira, pero no quiero incordiar al lector con pasajes de un diario escrito en un momento tan triste. Triste y a la vez exuberante. O liminar. O maravilloso. Yo supongo que durante este período bajaron mis defensas: la prosa de Aira comenzaba a horadar mi voluntad, sus paradojas afinaban la puntería para el futuro tiro de gracia, la ironía o autoironía (el más hermoso legado duchampiano) sembraba el terreno para una futura cosecha.

Ya en junio de 2021, gracias a las derivas de mi natalicio, recibí de Verónica Laurino una gift card con un abultado saldo para invertir en el Juguete Rabioso, librería en la que vengo dilapidando religiosamente una buena parte de mi sueldo. La elección fue inmediata: Continuación de ideas diversas, editado por la Universidad Diego Portales. Un volumen que combina (ordenado alfabéticamente) tanteos de Aira, aproximaciones, esbozos, fijaciones, intuiciones luminosas, como esta:

Lo difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida.

El siguiente paso hacia la conversión (¿y si en realidad la conversión es una forma elegante de negar que cada autor habita en mí asimilado?) lo di en agosto, tras conseguir La ola que lee. De los ensayos de Aira sólo había leído Sobre el arte contemporáneo, donde figura un fragmento revelador:

…De ahí sale la fórmula ‘cualquier cosa’, que puede tomarse tanto como fórmula de libertad como de irresponsabilidad. Yo prefiero la primera, y soy un ardiente defensor, en la literatura que escribo y en el arte que aprecio, de la ‘cualquier cosa’ como Sésamo Ábrete de la creación. Supongo que también es lícito verla como índice de irresponsabilidad frívola, si la idea es darle alguna pertinencia social convencional al arte y la literatura.

La ola que lee me llevó puesto. En particular, los primeros ensayos, de la década del ochenta, los de un joven Aira inspirado, tan lúcido como arbitrario, dispuesto a morir en la batalla, dispuesto a encumbrar la obra de artistas menores y a romper con las vacas sagradas. Hay en estos ensayos una sabiduría infantil, la del niño o la niña consciente de que se pondrá el mundo de sombrero.

La estocada final la sufrí a mediados de octubre, con el discurso que Aira pronunció en la ceremonia de entrega del premio Formentor: “Una educación defectuosa”.

Si tuviera la obligación de sugerirle a alguien una obra para empezar a leer a César Aira, le diría que busque sin dilaciones el discurso en Youtube. Allí, el escritor revisa su formación a conveniencia y construye el mito del escritor consagrado por la historia. Es extraordinario el fenómeno, porque mi deslumbramiento frente a sus palabras se produjo por identificación, pero una identificación anómala, retrasada veinte o veinticinco años. Estoy tentado a decir que si las entrevistas de Aira funcionan como la continuación de su obra por otros medios, este discurso es, de hecho, su obra.

"La ola que lee" de César Aira
"La ola que lee" de César Aira

Tres breves apuntes del discurso anotados en mi libretita (mi compulsión a registrar se vuelve unánime):

1. Defecto previo que yo traía conmigo, mi verdadero aporte personal.

2. Eludir la trampa de una educación crónica.

3. Todo lo que hago es pretexto para hacer otra cosa.

Una acotación sobre el procedimiento aireano, sin entrometerme en cuestiones críticas, que no manejo o manejo mal. Habrá llegado un punto en el que Aira sintió, parafraseando a Henri Michaux, la grande permission, una liberación de sus fuerzas creativas que, lo ha subrayado él en varias ocasiones, proviene de la vanguardia, en especial del surrealismo, sin embargo –ojalá la conjunción adversativa sea digerible– esa libertad, ligada al automatismo, el inconsciente y lo onírico no puede comprenderse escindida de una hondísima conciencia artística. Lo expresa de otra manera Edgardo Dobry, refiriéndose al poeta norteamericano John Ashbery: “dividir, discriminar, juzgar qué parte del pasado sigue siendo vigente en qué parte del presente”.

Finalmente, llegaría la primera víctima propiciatoria de mi conversión, Maxi Masuelli, de Iván Rosado, uno de los editores de Aira en Rosario. Me lo encontré a principios de noviembre en la inauguración de arteba y comencé, como buen converso, a decretar las virtudes del recién descubierto Dios. Esa misma mañana, Masuelli se había reunido con Aira en un bar y su comentario encendió aún más la llama de mi pasión, por lo que redoblé la apuesta y quise transmitirle a pie juntillas el discurso. Extraño, me proponía semejante empresa con un interlocutor que un par de horas atrás se había sentado a tomar café con Aira, algo que yo jamás podré hacer (salvo que Aira lea este texto, quede fascinado, me invite a conversar, y todos los elementos se reconcilien en una feliz performance). Fue entonces que Masuelli, casi seguro con el objetivo de sacarme de encima, agarró uno de los libros de la mesita de venta y me dijo, “un obsequio”. Era Vilnius, la última novela de César Aira, publicada por Iván Rosado, que acabo de leer con tal fruición que sólo atiné a pensar posteriormente que la vida de ninguno de nosotros puede ser cien por ciento real.

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